– ¿Quién es esa niña pelirroja? -preguntó.
Henry tosió y carraspeó, porque le había entrado algo en la garganta.
– Es la pequeña de los Meiner, creo. Se llama Else. Viven en esa casa amarilla de allí abajo. ¿Ves todos esos coches para el desguace? Llevan ahí quince años. Supongo que Meiner tendría intención de repararlos para luego venderlos, pero nunca llega a hacerlo.
– Esa niña no es nada simpática -dijo Johnny hacia la ventana.
Su aliento produjo una pequeña mancha de vaho, en la que dibujó una calavera con el dedo.
– ¿Te refieres a Else? Es buena. Es como una perrita guardiana -dijo Henry-. Controla a todo el mundo que entra en la calle Roland. Exige saber a qué vienen. Luego se sienta y grita tras ellos cuando se vuelven a marchar. Voy a decirte una cosa: si a mi casa llega alguien con malas intenciones, Else Meiner dará parte de ello inmediatamente. Tiene ojos de halcón, y grita como una urraca.
Johnny volvió a sentarse en el puf.
Henry calló durante un buen rato.
– Pido perdón por estar tan viejo -dijo por fin, con un gran suspiro-. Pido perdón por ser tan lento y tan inútil, y tan incapaz de hacer nada. Y esto no irá a mejor.
– No digas tonterías -dijo Johnny con severidad.
– No tengo miedo a morir.
– Ya lo sé.
– ¿Acaso tú tienes miedo de acostarte por la noche? No es peor que eso. Nos acostamos y navegamos hacia otra parte.
Levantó una mano torcida y se quitó de la frente unos ralos mechones de pelo. Sus labios eran estrechos y descoloridos, como si la vida estuviera abandonándolo lentamente, llevándose el color y el brillo.
– Falta mucho para que mueras -dijo Johnny convencido.
La mera idea lo torturaba, porque apreciaba al viejo y no tenía otro sitio adonde acudir. Nadie que lo esperara, nadie que lo necesitara para nada. Henry estaba a punto de quedarse dormido otra vez. Johnny le cogió la mano reumática y la mantuvo apretada.
– Abuelo -susurró-. ¿Quieres que abra una ventana antes de irme? Hace mucho calor aquí. Tendrás la cabeza muy cargada.
El viejo abrió un ojo.
– Podría entrar alguna avispa.
– ¿Tienes ratas en el sótano? -preguntó Johnny.
– Antes sí. Ahora ya no. Mai se ocupa de esas cosas.
Johnny soltó la mano de Henry. Se levantó y alisó la manta.
– Abuelo, ¿cuándo empezó a beber mi madre? -preguntó.
– Justo antes de nacer tú -contestó el viejo-. No fue fácil para ella, ¿sabes? Ocurrieron tantas cosas terribles…
– Ella no quiere contarme nada relacionado con mi padre -se quejó Johnny-. No consigo saber de dónde vengo.
– Dejad las cosas como están -dijo Henry. Dirigió la cara hacia otra parte y volvió a cerrar los ojos-. La verdad no es siempre la mejor solución. Créeme.
Lily Sundelin empujaba el cochecito con Margrete dentro, y su marido Karsten andaba tranquilamente a su lado. Ella iba agarrada al coche, él al brazo de ella, más juntos no podían estar. Era por la tarde y el sol estaba bajo y les quemaba la nuca. Margrete llevaba un resplandeciente mono de rayas rojas y blancas que quedaba muy bien en su nuevo coche.
Salieron de la urbanización y tomaron la carretera principal. Se detuvieron ante un coche.
– ¿Sabes lo que he pensado esta mañana nada más levantarme? -dijo Lily-. Me vino a la cabeza como un rayo.
– ¿Qué? -preguntó Karsten, apretando el brazo de su mujer.
– El chupete -contestó Lily-. Había desaparecido. El chupete rosa.
Se agachó y acarició la mejilla de Margrete.
– ¿Estás segura?
– Sí. Por alguna razón el tipo se llevó el chupete. ¿No te parece un poco morboso? Quiero decir, ¿quién roba un chupete? No lo entiendo.
Karsten no tenía respuesta. Pero Lily vio que apretaba la boca. Lo sucedido había provocado algo en su marido, en parte bueno, pero había algo en ello que le daba miedo, como esa repentina ira. Su voz había adquirido un tono áspero, lo notaba cuando hablaba por teléfono. Estaba siempre alerta, siempre a la ofensiva por si sucedía algo. Lily nunca había visto ese rasgo en él, y quería que lo ocultara, porque tenían que seguir adelante. Pero a la vez estaba emocionada de verlo tan protector con ellas, las protegía con su cuerpo y su alma. Nunca había sido tan grande y tan ancho como entonces, y su voz nunca había sido tan áspera.
– ¿Crees que nos está siguiendo, vigilando lo que hacemos? -preguntó ella.
Karsten miró la carretera y las casas.
– No digas tonterías. Pero tal vez piense en nosotros. Tal vez esté orgulloso de lo que ha hecho, tal vez esté planeando nuevas fechorías. Acércate más al borde, Lilly, viene un coche. Joder, cómo conducen.
Se quedaron allí parados mientras el coche los pasaba a toda velocidad.
– Schillinger -dijo Karsten.
– ¿Quién?
– Bjorn Schillinger, ¿sabes?, ese de los perros groenlandeses. Vive arriba, en la cuesta de Saga. ¿Te has fijado en su coche? Es un Landcruiser. Cuando cambiemos el Honda, compraremos un Landcruiser.
– ¿Por qué?
– Es más grande y más fuerte -explicó-. Y más resistente. Ocho cilindros. Doscientos ochenta y seis caballos. ¿Hasta dónde quieres andar? Hace mucho calor. Margrete está roja como un bogavante hervido.
Lily se quedó pensando un instante. Llevaba buen calzado y la niña estaba dormida.
– Vamos hasta Saga -contestó-. Luego podemos dar la vuelta en el puente.
Tardaron veinte minutos en llegar al puente.
En ese momento pasó un autobús, y tuvieron que apretarse contra la barandilla. El vestido de Lily aleteó alrededor de sus piernas al pasar el autobús. El bramido del agua hizo que se agarrara con fuerza al cochecito, como un mero reflejo. Se inclinó sobre la barandilla para contemplar el agua. Era de color óxido, con algo de espuma amarilla. En un entrante de la montaña vio restos de una hoguera, una lata vacía de cerveza tintineaba contra las piedras. Karsten le puso un brazo alrededor del hombro, y ella se inclinó contra su ancho pecho.
– Esa agua tiene mucha fuerza -dijo él-. Escucha, ruge como un motor. Antes la gente se apañaba con la fuerza del sol, del viento y del agua. Ahora nos estamos cargando el planeta.
– ¿Y por eso quieres cambiar el coche por un Landcruiser? -le dijo Lily riéndose.
Karsten gruñó algo incomprensible como respuesta, y Lily se puso seria de nuevo. Notaba cómo el pecho de su marido subía y bajaba, y se sentía extraña. Era vulnerable de una manera nueva después de todo lo sucedido. Porque era incapaz de superarlo, incapaz de olvidar lo que le había pasado a Margrete. Algo terrible allí fuera se había fijado en ellos, los había señalado con un dedo tembloroso, y algo se había roto. Pasaba algo con la luz, algo con el ritmo mismo de la vida, que ya no funcionaba. Miró las piedras del fondo del riachuelo, eran redondas y lisas. Luego vio también otra cosa, algo parecido a una rueda.
Apretó el brazo de Karsten.
– ¿Aquello es un triciclo? -preguntó asustada.
Karsten se esforzó por ver. Vio algo rojo. Una especie de manillar. También vio una rueda, y algo de caucho negro.
– La rueda es demasiado grande -dijo.
– ¿Un cochecito de niño? -aventuró Lily preocupada-. Dios mío. ¿Es un cochecito de niño, Karsten?
Karsten Sundelin se inclinó sobre la barandilla. Ese objeto en el agua le parecía familiar. Era algo que había visto muchas veces, pero no entendía cómo había podido acabar en el riachuelo.
– Es rarísimo -dijo-. Es un andador.
– ¿Un andador? ¿Cómo ha acabado en el agua?
– Ven -dijo él-. Volvamos a casa.
– No habrá una persona en el fondo, ¿no? -preguntó Lily-. ¿Alguien que se haya caído del puente?
– No digas chorradas -contestó Karsten.