Giró el coche de la niña y emprendieron el paseo de vuelta. Margrete se despertó y los contempló con sus ojazos de color azul oscuro. Luego se puso a lloriquear. Lily no soportaba ese lloriqueo, la torturaba como gravilla en una herida abierta. Se apresuró a tocarle la carita.
– Siempre hay algo en el fondo de ese riachuelo -dijo Karsten-. Bicicletas. Y carros de la compra, seguramente robados de algún patio. Luego los tiran por la barandilla. La gente hace cosas muy raras para divertirse.
Johnny estaba sentado en el borde de su cama escuchando los sonidos que llegaban de la cocina.
Era su madre, que estaba abriendo y cerrando armarios y cajones. Se había levantado y estaba vestida. Algunas veces recapacitaba haciendo un gran esfuerzo, y preparaba comida caliente.
La esperanza es lo último que se pierde, pensó Johnny Beskow. No estaba acostumbrado a que le sirvieran nada. Oyó los pasos de su madre. De repente ella abrió la puerta y miró fijamente a su hijo, sentado en el borde de la cama.
– Traías una bolsa -dijo-. ¿Qué has comprado?
– Un par de películas -contestó-. En la tienda de vídeos.
– Ah, ¿sí?, ¿y tenías dinero?
– El abuelo me lo dio -explicó Johnny.
– Dios mío, tú siempre tienes dinero -se quejó ella-. Algunos tienen más suerte que otros.
Vio que él había dejado la bolsa sobre la mesilla de noche. La cogió con un gesto arrogante, sacó los dos DVD y leyó el texto de la parte de atrás.
– Supongo que es una porquería -dijo, escéptica.
– Sí -contestó Johnny-. Es una porquería. Pero es una porquería entretenida.
La madre salió de la habitación. Por si acaso, hizo algo de ruido con la puerta; solía hacer cosas así para llamar la atención.
Estoy todavía aquí. No creáis que no.
Al cabo de un rato le llegó el olor a pizza. Reparó en que tenía hambre, y que estaba algo extenuado, porque a menudo se olvidaba de comer. Sobre todo cuando tenía la cabeza ocupada en diversos asuntos, como en ese momento, que estaba tan creativo y tan metido en toda esa diversión. Mientras esperaba la comida, fue al cuarto de estar y cogió el periódico local de encima de la mesa, luego volvió rápidamente a su habitación y lo abrió. Leyó varios artículos de distintas páginas y estudió las fotos mientras creaba pequeñas construcciones en su cabeza que volvían a derrumbarse al instante, porque le faltaban todavía algunas piezas. Pero era un chico paciente, y había hecho ya sus planes. La gente pierde el trabajo, pensó. La gente tiene accidentes de coche, y la gente se ahoga. La gente se pelea, atraca bancos y arma escándalos. La gente se casa, tiene hijos y cumple años. Cincuenta, sesenta, setenta. Todo eso sale en el periódico. Qué enorme necesidad de darse a conocer, pensó. Repasó los textos con gran minuciosidad y al final se fijó en un anuncio. Lo leyó varias veces, lo arrancó y lo metió en el cajón de su mesilla de noche, junto al chupete rosa. Para más adelante, pensó. Luego se acercó a la estantería de debajo de la ventana, donde estaba la jaula de la cobaya. Sacó al animalito y se tumbó en la cama. La cobaya se llamaba Bleeding Heart, y se puso a trepar por el pecho y la tripa de Johnny con sus pequeños y rapidísimos pies. Tras unos cuantos paseos se refugió junto al cuello de su amo. A esa tía de la cocina no le vendría nada mal despertarse un poco, pensó. ¿Qué te parece? ¿Bajamos al lago Skarve a pescar lucios? Luego los traemos a casa en un cubo y se los metemos por la garganta mientras siguen vivitos y coleando. Así le cerraremos la boca por algún tiempo. ¿Te lo imaginas?
Se puso la cobaya junto a la mejilla, y Bleeding Heart le tiraba de la oreja con sus puntiagudos dientes. La cabeza de Johnny se llenó de una serie de imágenes divertidas: su madre con la cola de un lucio saliéndole por la boca, su madre arrodillada, jadeante y sin aire. Acarició la cabeza de la cobaya. Le gustaba el olor de ese animalito peludo, y le gustaban sus ojos, que eran como perlas negras.
La madre volvió a asomarse.
– Mete a esa rata en su jaula -dijo-. La pizza está lista.
Estaba completamente sobria y vestida.
Johnny sabía que no duraría. Solo se trataba de unos breves momentos en los que se levantaba con el fin de respirar y comportarse de un modo decente, como si quisiera mostrarle que también ella tenía derecho a vivir. Estando sobria parecía percatarse de la presencia de su hijo, y de que tenía que decirle alguna que otra cosa.
Odiaba que ella bebiera. Que siempre estuviera tumbada en el sofá dormida y roncando como una motosierra. Pero cuando estaba sobria, él perdía el control sobre su madre, y ella se abalanzaba sobre él con una fuerza abrumadora. Eso sí, la pizza estaba rica. Él la miraba hincar los dientes en la masa y veía cómo su lengua gris trabajaba enérgicamente las bolitas de carne. Y aunque estaba sobria, aunque estaba sentada erguida en la silla, notó que su madre añoraba ese veneno del que se había hecho tan esclava. Era una necesidad que tiraba de ella, dejándola con manos temblorosas y nerviosas.
– Tienes que buscarte un trabajo -dijo ella-. No puedo mantenerte eternamente, Johnny. ¿Por qué tienes que andar por ahí sin dar golpe, si eres joven y fuerte?
Tú también podrías buscarte un trabajo, pensó Johnny. Pero no lo dijo en voz alta. Ella recibía una pensión de invalidez desde hacía muchos años. Cuatro mil setecientas veinte coronas. Además de mil ochocientas destinadas a él. Y algo de ayuda para la vivienda. Eran dos personas a repartirse esas miserables sumas. Somos pobres, pensó Johnny Beskow, deprimido, mientras masticaba la pizza. La idea de buscarse un trabajo no le resultaba nada tentadora, porque eso significaría tener que recibir órdenes de otras personas. Eso era algo que no soportaba, se le ponía la piel de gallina solo de pensarlo. Quería ser independiente, ir sobre su Suzuki, libre. Además, solo tenía diecisiete años. No podía trabajar como cajero, no podía conducir. A mí nadie me quiere, constató con satisfacción.
La madre se sirvió otro trozo de pizza. Quitaba los hilos de queso con sus largos dedos blancos, y él se fijó en que tenía las uñas sucias.
– Cuando tú naciste -dijo ella, mirándolo por encima de la mesa-, cuando tú naciste, primero perdí la figura. Luego el sueño por las noches, y el contacto con los demás. Es complicado eso de tener niños, Dios sabe que estáis siempre ahí, cada hora del día y de la noche.
– Pronto me mudaré de casa -aventuró Johnny.
– Ah, ¿sí? -dijo ella tronchándose de risa-. ¿Adónde, si me permites la pregunta? ¿Qué vas a comer, y con qué vas a pagar la comida?
Johnny tenía un trozo de pizza en la mano. Estaba caliente y le quemaba los dedos, pero no le importaba. Johnny sabía que en el fondo su madre tenía miedo de quedarse sola. Si él llegara a cumplir sus amenazas, si metiera sus cosas en una mochila y abandonara la casa, ella se quedaría sentada en un sillón con la botella en la mano, mirando la pared. No tendría a nadie a quien esperar, nadie a quien quejarse, nadie de quien echar pestes. No habría ningún sonido en la casa, solo sus propios pensamientos estridentes.
– Me voy a ir a vivir con el abuelo -amenazó Johnny.
Ella dejó de comer y lo miró. Era obvio que la idea le molestaba.
– El abuelo tiene una habitación vacía -prosiguió Johnny.
– ¿Para qué quieres irte con él? -preguntó la madre-. Ya no sirve para nada. Hay gente entrando y saliendo de su casa todo el día, y él está ahí, sentado con los pies en un escabel, esperando que le sirvan. Allí no serías más que un estorbo.
– Mai va una hora por las mañanas -informó Johnny-. Y luego va un enfermero por la tarde a darle las medicinas. Suele estar cinco minutos. Eso es todo lo que le sirven.
La madre puso los codos en la mesa, ahora con expresión enfurruñada.
– Bueno, es mucho más de lo que recibo yo -dijo.