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– Pero tú no tienes artrosis -respondió Johnny-. Estás sana.

No se atrevió a mirarla al decirlo, porque sabía que esa afirmación la pondría furiosa.

– ¿Sana? -gritó ella-. ¿Qué sabrás tú? ¿Que estoy sana, dices? ¿Crees que me paso el día tumbada en el sofá porque me da la gana?

Johnny decidió que sería mejor callarse, pero cerró el puño por debajo de la mesa y se permitió una pizca de desprecio. El desprecio le calentaba y hacía que sus ojos resplandecieran.

– Pero cuando muera al menos nos dejará una pequeña herencia -dijo ella de repente-. Tiene algo de dinero.

Estaba masticando la pizza y la idea del dinero le coloreó la cara.

– No sé exactamente cuánto tiene -dijo-, pero ahorra. No es capaz de ir a la tienda, ¿sabes? Y eso nos favorecerá a ti y a mí. Ya verás.

Johnny la miró espantado. Él quería a aquel viejo lento con los dedos deformados. Era incapaz de imaginarse la vida sin el refugio de la calle Roland, aquella casita donde siempre hacía calor, y sin las conversaciones que mantenía con el viejo sobre la vida y todo lo que ocurría en el mundo.

La madre se inclinó sobre la mesa como si quisiera ser su confidente; la avaricia brillaba en sus ojos mareados.

– Tú que tanto vas por su casa -dijo-, ¿por qué no le sonsacas de cuánto puede tratarse? Me refiero a cuánto tiene en esa cuenta de ahorro.

Había bajado la voz y los pesados párpados.

Johnny hizo un gesto negativo con la cabeza. Tanto hablar de la herencia le molestaba. Además, estaba lleno. Se levantó de la mesa y se fue a su cuarto. En la puerta había una placa de metal que había comprado en una tienda de segunda mano por doscientas cincuenta coronas. Era una placa metálica blanca con letras azules: «Silence is security».

– ¡Gracias, estaba muy rica, mamá! -gritó su madre tras él.

Johnny volvió a abrir la puerta de su cuarto y se sentó en el borde de la cama. Sacó del cajón de la mesilla el recorte del pequeño anuncio del periódico.

Erik y Ellinor Mork, de Kirkeby, envían un cariñoso saludo a su madre, Gunilla Mork, con motivo de los setenta años que cumple en el día de hoy. Nos hace mucha ilusión celebrar este día contigo. Te agradecemos todos los buenos años que hemos pasado juntos, y te deseamos lo mejor para los venideros.

Miró la portada del periódico para ver la fecha. Luego volvió a leer una vez más el pequeño anuncio. Más tarde, cuando echó un vistazo dentro del cuarto de estar, vio a su madre sentada frente al televisor con una lata de cerveza en la mano, y más tarde aquella misma noche, cuando ella ya estaba de vuelta en el sofá, él salió sigilosamente de la casa. Fue hasta la Suzuki y cogió la caja de raticida escondida debajo del asiento.

* * *

El jefe de la sección, Holthemann, llevaba muchos años en la policía, y era un hombre agudo y analítico. Era el responsable de los presupuestos, obligado, por lo tanto, a defender y explicar en qué se gastaban los modestos recursos del cuerpo de policía.

– Ese tipo que ha ultrajado a la familia Sundelin -dijo-, ¿es realmente un hombre peligroso? ¿Volverá a aparecer en escena? ¿Vamos a darle prioridad?

– Obviamente está herido -dijo Sejer-, de una u otra manera. Vaticina un infierno. Supongo que le gusta jugar con fuego. Puede resultar muy peligroso si se acerca a algún explosivo.

– ¿Por qué hablas de explosivos? -preguntó Holthemann.

– Karsten Sundelin -explicó Sejer-. Está a punto de estallar.

Holthemann se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa. Era un hombre severo y muy poco dado a sentimentalismos, y carecía de esas cualidades humanas por las que Sejer era tan conocido. Como administrador era insuperable, pero en el contacto con otras personas, tanto malhechores como víctimas, le faltaba habilidad.

– ¿Por dónde tienes pensado empezar? -preguntó-. Tendremos que atrapar a ese bromista, y pronto.

De repente se acordó de una historia de su infancia. Unos sucesos que tuvieron lugar en el norte cuando él tenía unos ocho años y que contó a Sejer.

– Un hombre andaba por los jardines de la gente por las noches -explicó-, con unas enormes tijeras. Y cortaba en pedazos la ropa interior de mujer colgada en las cuerdas. En realidad, era un delito más bien modesto, pero te puedes imaginar el terror que sembró por ahí con esas tijeras. Las mujeres de la vecindad estaban completamente histéricas.

– ¿Lo cogieron? -preguntó Sejer.

– Sí, lo cogieron. No era más que un bobalicón inofensivo. No fue capaz de dar ninguna explicación, ni de sí mismo ni de sus motivos. En el caso de Bjerketun, ¿crees que se trata de un bobalicón?

– No -opinó Sejer-. Me temo que este es más listo. Al menos eso creo. Digo lo que habría dicho mi abuela danesa, tras unas botellas de Tuborg y una copita de aguardiente: «Lo más probable es que sea un pequeño diablo elegante».

Rebuscó entre sus papeles y sacó una hoja escrita con muchas letras.

Era la descripción sumamente detallada de Lily Sundelin de aquel nefasto día.

Agitó la hoja.

– Había desaparecido el chupete -dijo-. Divertido, ¿verdad? Fíjate qué trofeo.

– Enséñame otra vez esa postal -pidió Holthemann.

Sejer buscó al glotón en el cajón del escritorio, y Holthemann estudió la foto y la breve amenaza.

– Joder, esto está todo planeado -dijo-. Y también es tener mucha cara presentarse de esa forma ante tu puerta. Según tengo entendido, lo viste a través de la ventana. ¿Te dio tiempo a ver algo?

– Que era joven y rápido -contestó Sejer-. Creo que vive en Bjerkas y que había comprado la postal en el supermercado Spar, junto al lago Skarve. Es una posibilidad.

– No dejes que esta postal llegue a manos de la prensa -ordenó Holthemann-. Tanto placer no le vamos a proporcionar al tío. Entonces se convertiría en algo así como «El carnívoro de Bjerkas» o algo peor, y entonces su regocijo sería aún mayor. A ese cabrón no le vamos a dar nada gratis. ¿Has investigado a fondo a los Sundelin? ¿Han podido herir de muerte a alguien?

– No -respondió Sejer con decisión-. No tengo ninguna razón para pensar eso.

Holthemann le dio las gracias y abandonó el despacho. La puerta se cerró tras él con un estallido, su bastón iba dando monótonos golpes por el pasillo. Sejer se acomodó en la silla a leer el informe de Lily Sundelin. Ella había descrito en detalle toda la jornada, y él tomaba alguna que otra nota mientras leía. Se fijó por ejemplo en que el marido, Karsten, había oído un ruido que podría haber sido una moto. Y que el ruido venía del claro del bosque detrás de la casa. Por allí pasaba un camino forestal que iba hasta la urbanización Askeland. Decidió tomarse su tiempo y seguir el camino en cuestión.

El carnívoro de Bjerkas, pensó.

Te habría gustado ese apodo.

* * *

Condujo directamente hasta Askeland.

Pero no resultó fácil encontrar el camino forestal que conducía a Bjerketun. Después de buscar y rebuscar durante mucho rato, salió del coche al llegar a un pequeño campo de deportes donde un grupo de chicos estaba jugando al fútbol.

– Policía -dijo-. Estoy investigando esa historia del bebé de Bjerketun. Habéis oído hablar de ello, ¿verdad?

Los chicos acudieron corriendo. Un par de ellos eran de piel oscura como Matteus, los demás eran rubios, y todos andaban por los ocho años. Lo llevaron detrás de una especie de barracón que funcionaba como sede del club de fútbol. Desde allí le mostraron un estrecho sendero bosque adentro.

– Al cabo de cinco minutos llegará al camino forestal -le explicaron-. Para ir a Bjerketun tiene que mantenerse a la izquierda. Se tarda media hora andando.

– ¿Por ese camino puede ir una moto pequeña? -preguntó Sejer.

– Si -contestaron-. Pero es mejor ir en moto de cross. La gente viene incluso desde Kirkeby. Pero en realidad está prohibido.