– ¿Por el ruido? -preguntó él.
– Sí, esas motos hacen mucho ruido. Y destrozan el camino.
Sejer les dio las gracias y echó a andar. Había sobre todo árboles de hoja caduca, pero junto al camino forestal predominaban los recios abetos. Hasta donde podía ver se erguían en fila recta bosque adentro. Todo estaba seco y hermoso, y olía a agujas. Tras andar un rato avistó una cabaña arriba en un árbol, parecía endeble, seguro que ya nadie la usaba. Pero tiempo atrás debía de haber sido un lugar secreto de encuentro de alguien. Despertó en él viejos recuerdos de infancia. El tipo pudo venir por este camino, pensó, para dirigirse a Bjerketun, a casa de Karsten y Lily. Se movería sigilosamente por aquí con su malvado plan. Tendría el pulso acelerado y estaría ardiendo por la emoción. Escucharía y miraría por todas partes, muy orgulloso de sí mismo y de su lugar en el mundo, como hacen a menudo los delincuentes. Pensando que son únicos. Que las reglas que rigen para todos no rigen para ellos. Que los más listos son los que hacen lo que les da la gana y sin embargo siempre sobreviven.
Tras media hora de caminata avistó unos tejados rojos entre los troncos de los árboles. Reflexionó unos instantes, y giró hacia la izquierda. Al cabo de muy poco tiempo se encontró con la casa de los Sundelin. Vio el jardín y el gran arce con su enorme copa, donde había estado el cochecito del bebé. Se imaginó el placer que supondría para ese tipo descubrir aquel cochecito. Tal vez hubiera visto algún movimiento debajo de la manta, o los pequeños pies del bebé pataleando al aire.
Sejer permaneció varios minutos observando la casa.
El CR-V de los Sundelin estaba aparcado en el patio.
A causa del calor, todo estaba somnoliento y tranquilo.
Como si esa pequeña familia herida se hubiese acurrucado en un rincón dentro de la casa.
Permaneció otro rato observando fijamente la casa, sintiéndose como un mirón. Por esa razón dejó de hacerlo y regresó a través del bosque. Iba mirándolo todo mientras andaba, examinando minuciosamente el camino, pero no encontró más que piñas de los árboles. Al llegar a la sede del club deportivo se detuvo. Los chicos seguían jugando al fútbol y de repente le apeteció acompañarlos. No le costó mucho esfuerzo, pues estaba en buena forma, medía casi dos metros y tenía las piernas muy largas. Marcó un gol casi enseguida, para gran entusiasmo de los chicos, que lo rodearon como abejas zumbando. Luego se sentaron en la hierba a charlar, los chicos formaban un semicírculo de devotos delante de él.
– Y todos esos que andan sueltos -dijo uno de ellos-. Esos canallas que no consigue coger. ¿No le irritan?
Pues sí, Sejer tuvo que admitir que lo irritaban a menudo. Pero que a ese que había visitado el jardín de los Sundelin sí lo atraparían.
– ¿Tiene alguna pista? -quisieron saber los chicos.
– No muchas -tuvo que admitir-. Por ahora no. Pero antes o después acaban cometiendo algún fallo, sobre todo cuando llevan actuando algún tiempo, porque al final se vuelven descuidados.
– Pero lo del bebé no fue más que una tontería, ¿no? -preguntó el pequeño de piel morena-. ¿Tendrá que ir a la cárcel por ello?
– No es ninguna tontería -explicó Sejer-. Voy a deciros una cosa.
Los miró con semblante serio, uno por uno.
– Lo considero un grave ataque. A los padres les han robado la seguridad, y eso es muy grave. Porque sin seguridad la vida resulta muy difícil.
Los chicos meditaron muy serios sobre lo que Sejer acababa de decir. Cuando se disponía a marcharse, lo siguieron hasta el coche, apiñándose en torno a él y levantando las manos para despedirlo.
– Portaos bien, chicos -les aconsejó, y arrancó.
Una noche, un par de semanas después del ataque a Margrete, Karsten Sundelin se despertó una madrugada a las tres y media. Permaneció un buen rato escuchando. Una cortinilla azul de resorte impedía la entrada de la luz, pero enseguida se dio cuenta de que Lily no estaba. Encendió la lámpara de la mesilla de noche y descubrió que también la cama de Margrete estaba vacía. Se incorporó y se frotó los ojos. Sabía que en los últimos tiempos Lily tenía problemas para dormir. Cuando él pensaba en todo lo que había sucedido, en todo lo que habían perdido, apretaba los puños. Algo había entrado en casa, algo extraño y desconocido. A veces lo sentía como una tensión en la convivencia entre ellos, como si un tercero estuviera escuchando y entrometiéndose, pero sin palabras, solo como una sombra, algo indefinido. Salió de la cama y entró sigilosamente en el salón. Allí las encontró, en el sofá. Lily estaba sentada con Margrete en brazos. Pensó que estaba dormida, pero Lily se percató de la presencia de su marido y abrió los ojos. Karsten se dejó caer en un sillón. Lily no había encendido ninguna lámpara, solo había una exigua luz gris en la habitación. La niña estaba dormida. Permaneció mucho tiempo mirándolas a las dos en el sofá. Entendió que el temor se había apoderado de Lily, un temor que no hacía sino crecer y que le estaba quitando el sueño y todo aquello que antes habían considerado como algo evidente y natural. Apretó los brazos del sillón.
– No podemos seguir así -dijo en voz alta.
Oyó un profundo suspiro que llegaba del sofá. Le pareció ver a Margrete mover una mano, pero por lo demás dormía despreocupada.
– ¿Cómo tenemos que estar, entonces? -preguntó Lily con voz cansada.
Meció lentamente a Margrete en sus brazos.
– Como estábamos antes -respondió él.
– Tienes que entender que eso no es posible -protestó ella.
Él reprimió otra protesta y encendió la lámpara de pie que había al lado del sillón.
Lily se había puesto un albornoz y se había tapado las rodillas con una manta. En este momento controlas, pensó Karsten. Pero no puedes seguir siempre ahí sentada. Tenemos que dormir. Tenemos que ir a trabajar. Hay que criar a Margrete. No lo dijo en voz alta, pero se levantó y fue a la cocina, diciendo que se iba a hacer una taza de té. ¿Quería también ella una taza?
– No, no quiero nada.
Sonaba como una vieja amargada. Karsten Sundelin se apoyó en el banco de la cocina. Apretó los puños mientras profería para sus adentros unas cuantas maldiciones. Luego llenó de agua un cazo.
Volvió al salón mientras esperaba a que hirviera el agua. Le diría a Lily algo tranquilizador, algo que la pusiera de buen humor.
– Antes o después lo cogerán -dijo-. Y le harán un juicio. Entonces las cosas recuperarán el equilibrio, ¿a que sí?
La respuesta de Lily fue una mirada herida, que enseguida se convirtió en animosidad, como si ese rincón que había encontrado en el sofá, con una manta sobre las rodillas y la niña en brazos, fuera un lugar que jamás abandonaría. Había en todo aquello algo inquietante. Lily había entrado en un estado donde él no la alcanzaba de la manera en que estaba acostumbrado. No importaba lo que dijera o hiciera, ya no fluía energía entre ellos, ella lo había excluido.
Oyó que el agua empezaba a hervir en la cocina.
– Lo que quiero decir es que algunos pierden a sus hijos de verdad. ¿Has pensado en eso?
Apenas se atrevía a pronunciar esas palabras en voz alta, pero fue incapaz de callarse. Porque Margrete dormía en los brazos de su madre, sana y salva y preciosa. Lily levantó la vista y dejó escapar un extraño sonido, como el bufido de un gato herido. Karsten se levantó porque el agua para el té ya estaba hirviendo. Pero cuando entró en la cocina, apartó la cacerola del fuego y abrió el frigorífico. Luego volvió al salón con una botella de cerveza en la mano. Lily lo miró asombrada.
– ¿Vas a beber cerveza a estas horas?
Karsten se llevó la botella a la boca. Se sentía muy deprimido.
– Imagínate que tuviéramos que coger el coche -dijo ella, escandalizada.
Él vació media botella antes de dejarla sobre la mesa con un estallido.