– ¿Y por qué tendríamos que coger el coche? -preguntó.
– Por si pasa algo -dijo ella meciendo a Margrete.
– ¿Y qué iba a pasar ahora? -preguntó él, mirando el reloj-. ¿A las cuatro de la mañana?
Ella se arropó con la manta, como para demostrar su vulnerabilidad.
– Puede pasar cualquier cosa -dijo-. ¿Aún no te has dado cuenta?
Karsten vació la botella de cerveza. Está aterrada, pensó. Y yo estoy furioso. Ella está ahí enfurruñada como una cría, y yo estoy aquí gruñendo como un perro callejero. Esto no puede estar sucediendo de verdad. Tenemos que irnos a dormir. Tenemos que colocar a Margrete en la cama. Tenemos que continuar nuestra vida, hay tantas cosas que hemos dicho que queremos hacer…
– Si sigues sin poder dormir a lo mejor tendrías que tomar algún somnífero -sugirió él.
– ¿Somnífero?
Lily puso los ojos en blanco ante esa indecente sugerencia.
– Entonces no podría controlar lo que sucede.
– Pero si yo estoy acostado a tu lado -objetó Karsten-. Me despierto con el menor ruido, os cuido a las dos.
– Él vino mientras estábamos comiendo -le recordó Lily-. Y no oímos absolutamente nada.
Karsten se inclinó sobre la mesa y la miró insistentemente.
– Sí, Lily. Es verdad. Pero no vendrá más. ¿Estamos de acuerdo en eso? Ven, vamos a dormir. Entiendo que esto es muy difícil para ti, has tenido una terrible experiencia. Pero tienes que superarlo.
Por fin Lily apartó la manta y se levantó del sofá. Karsten apagó la lámpara y la siguió hasta el dormitorio. Ella colocó a Margrete entre los dos en la cama, con un gesto que impidió a Karsten protestar. A continuación encendió la lámpara de su mesilla de noche,
– Voy a leer un poco -dijo-. Tú duérmete, si tienes tanto sueño.
Al parecer quiso decir que debería darle vergüenza, por estar cansado y agotado de todo. A Karsten Sundelin le entraron ganas de pegar. De golpear salvajemente a aquello que les había ocurrido. Lo de Margrete era terrible, él era el primero en reconocerlo. Y el instante en que salió al jardín y se encontró a Lily llorando en el suelo y a la niña gesticulando debajo de la manta, ensangrentada como un animalito de matanza, no lo olvidaría nunca. Pero y el resto de nuestra vida, ¿qué? pensó. Tendremos que volver a la normalidad. Cerró los ojos e intentó dormir, pero le molestaba la luz. Además, oía cada vez que ella pasaba una página del libro. Ese crujido de papel le parecían truenos, y el sonido le golpeaba la cabeza. Quizá nos hayamos vuelto los dos locos, pensó. Y tal vez fuera exactamente eso lo que quería ese tipo, ese que vino por el bosque.
Capítulo 2
Gunilla Mork acababa de celebrar su setenta cumpleaños con sus hijos, amigos y vecinos, y se sentía aliviada de que todo hubiera pasado por fin. El bufé que había encargado a Vangen había resultado magnífico, al igual que el surtido de tartas, al que ella había contribuido con una tarta de almendras. ¿Llegaré a cumplir ochenta?, se preguntó, y echó un vistazo por la ventana de la cocina. Muchos no llegan a cumplirlos. Yo no doy por sentado que vaya a cumplir tantos. Aunque estoy muy ágil. Aunque ando deprisa y tengo la cabeza despejada.
El cielo estaba muy azul, y el sol empezaba a salir. Dios nos regala otro día resplandeciente, pensó, tengo que sacar lo mejor de él. Los humanos estamos obligados a ello, tenemos que esforzarnos y alegrarnos de todas las cosas buenas. Y si no nos alegramos, debemos tener una muy buena razón para ello. Eso pensaba Gunilla Mork sobre la vida y los seres humanos. Pero, como había cumplido setenta años, también había empezado a pensar en la muerte. La rodeaba como una nube oscura que no la dejaba en paz. A veces solo veía esa oscuridad, le llegaba por las noches, entrometiéndose en sus pensamientos. Descorrió la cortina y miró el jardín. Pensando en la muerte se fijó en su mano y vio que ya no era joven y lisa, sino seca y arrugada. Esto la dejó asustada durante varios minutos. Retiró la mano y la miró detenidamente. Luego se la puso contra la mejilla. La notó caliente y agradable, como había estado siempre. Entonces, ¿por qué esos estúpidos pensamientos? A veces era como si el momento reventara, dejando entrar un rayo de escalofriante realidad.
No me queda mucho tiempo de vida.
Era por la mañana temprano. Sonó un pequeño estallido en el patio, y sabía que era el periódico local que había entrado en el buzón. El repartidor de periódicos estaba ya en la siguiente casa. Iba en bicicleta, con un pequeño carro detrás, y con unas fuerzas que ella ya no tenía, el chico subía pedaleando la pequeña cuesta, vestido con su traje rojo de cartero. Ella salió al patio. Levantó la cara hacia el cielo y sintió el sol. Calienta de la misma manera que cuando tenía dieciséis años, pensó, igual de delicioso e igual de dorado. Igual de fortificante. El viento es suave y la hierba de un verde abrumador; podría arrodillarme y comerla, como las vacas. Se acercó al buzón y cogió el periódico. En la primera página vio la foto de un hombre abrazado a una oveja. Leyó el subtítulo: «El mito del granjero noruego, ganadero de ovejas».
Volvió a entrar y dejó el periódico en la mesa de la cocina. Leería ese artículo, claro, porque ella tenía sus propias opiniones sobre los granjeros, pero primero haría café y se prepararía una rebanada de pan. Todo tenía que hacerse en un determinado orden y con cierta lentitud, pues ¿para qué darse prisa, si todo iba en la misma dirección? Ay, creo que me estoy quejando mucho hoy, pensó Gunilla Mork, pero Dios no exige más a una persona de lo que le ha dado. El desayuno le supo bien. La mermelada estaba hecha con frutas de su propio jardín, y no la había estropeado con demasiado azúcar.
Se puso a leer sobre los ganaderos de ovejas.
El mito sobre el granjero noruego y su amor por los animales domésticos sigue vivo, pero es sumamente exagerado. La foto de ese granjero destrozado arrodillado junto al cadáver de una oveja víctima de un oso no tiene que ver con pena o dolor. Se trata exclusivamente de una pérdida económica. Es una actuación teatral al máximo nivel, puesta en escena con el fin de despertar la simpatía de la opinión pública para conseguir mayores ayudas estatales.
Esta opinión procedía de un catedrático cuyo nombre Gunilla no conocía.
Pero el granjero de la foto, que se llamaba Sverre Skarning, aseguraba que adoraba a todas sus ovejas, también a las negras. Gunilla estudió al granjero y a la oveja. Intentó formarse una opinión, pero no sabía muy bien qué pensar. Supongo que sí quieren a sus ovejas, pensó. Le gustaba la foto. Un hombre y una oveja abrazados, le emocionó y la puso de buen humor. Pasó a la página siguiente. Mientras tanto bebía café caliente y fuerte, lo que la espabiló. Tendré fuerzas para hacer cosas hoy también, pensó. Tal vez debería untar aceite en los muebles del jardín, pues se habían resecado mucho en el transcurso del verano. Luego leyó detenidamente sobre las tragedias que siempre ocurrían en las partes pobres del mundo. Ciclones. Terremotos. Guerras y más guerras. Gunilla levantó la cabeza y miró el tranquilo jardín, las flores y los árboles. Era sorprendente que justo ella fuera la afortunada que residía en ese tranquilo lugar del mundo, donde no ocurría nada malo.
Ya había llegado a las esquelas.
Las leía siempre con atención, porque a veces conocía a alguno de los fallecidos. Además, se fijaba en los años de nacimiento, y veía que el suyo se estaba acercando vertiginosamente. Los que ya habían agotado su tiempo habían nacido alrededor de 1930. Ella había nacido en 1939. Pero Gunilla, se dijo a sí misma, déjalo ya. Estás sentada en tu cocina, viva y coleando. El sol brilla por la ventana y el café está bueno. En ese instante dio un respingo de terror. Estaba leyendo su propio nombre. Ponía que Gunilla Mork había muerto en paz. Soltó el periódico y se tocó el corazón con una mano. Le costaba respirar. Seguro que había leído mal. Y si no, sería que había más personas llamadas Gunilla Mork. Miró la cocina para comprobar que todo estaba donde solía estar, que ella no se encontraba sumida en algún tipo de locura. Pero no vio más que su vieja cocina de siempre, con sus cachivaches y cacharros. Leyó la esquela una vez más.