Nuestra querida y cariñosa madre, suegra y cuñada, Gunilla Mork, nacida el 17 de julio de 1939, dejó de respirar hoy, 25 de julio.
Bueno es descansar
cuando fallan las fuerzas.
Tras años de duro trabajo
llega por fin
la noche sagrada
y las sordinas de la eternidad
convierten la pena más amarga
en cientos de violines.
Erik y Ellinor. Amigos y demás familia.
Será incinerada en el Crematorio Este, en la capilla pequeña, el 1 de agosto a las 10.30.
Gunilla Mork se desplomó sobre la mesa.
Tiró la taza de café.
En el periódico ponía que había muerto.
Ponía los nombres de Erik y Ellinor, que eran sus hijos. Y luego ese estúpido poema. Era un poema intolerable; Erik y Ellinor jamás habrían elegido algo tan pomposo, de tan pésimo gusto. El Crematorio Este, pensó a continuación, Dios mío. ¿Qué significaba todo eso, quién podía haber hecho algo tan inconcebible? ¿Podría haberse equivocado el periódico? No era posible. El mundo se había vuelto loco. Se levantó de un salto de la silla y dio una vuelta por la casa. Se detuvo frente al espejo de encima del lavabo. Desde la pared la miraba una vieja con una expresión que nunca antes había visto. Resultaba alarmante. Todos mis conocidos van a leer la esquela, pensó. Tengo que llamarlos. Tengo que llamar a Erik y a Ellinor. Volvió a sentarse mientras se agarraba a la mesa. Tal vez estaba durmiendo y soñando, pensó, pero eso era una tontería. Leyó una vez más su propia esquela. Se había quedado helada e inmóvil junto a la mesa. Alguien la había elegido a ella. La habían encontrado entre muchas personas para llevar a cabo sus malvados planes. Quería levantarse y acercarse al teléfono, quería marcar inmediatamente el número de su hijo Erik, quería enterarse de lo que había sucedido. Pero tardó en levantarse de la silla. Y cuando por fin tenía el auricular en la mano, se echó a llorar.
Johnny Beskow se acercó a la entrada de puntillas, y se quedó escuchando; tenía que armarse de valor. Era evidente que su madre no estaba cocinando, porque no olía a comida, solo se percibía ese viejo olor a ropa de calle, polvo y moho. Entonces estará tumbada en el sofá, pensó, mirando el reloj. Eran las once de la mañana, y no era raro que estuviera borracha ya antes de las once. Una vez la había sorprendido a las siete de la mañana sentada en un sillón bebiendo vodka a grandes sorbos, mientras se agarraba al reposabrazos con la mano libre. Permaneció allí sentada una hora, y luego se metió de nuevo en la cama, debajo del edredón. Así iba cambiando del sillón a la cama, de la cama al sofá y de vuelta al sillón. Y así hasta la tumba, pensó Johnny, ¿por qué no vas hasta la tumba? Yo cavaré el hoyo, y tú no tendrás más que rodar y dejarte caer por el borde. Volvió sigilosamente al salón para observarla. Sí, allí estaba, tumbada en el sofá, tapada con la manta. Johnny fue a su habitación y cerró la puerta tras él. Sacó a Bleeding Heart de la jaula y se tumbó en la cama con el animalito junto a la mejilla. La gente se cree lo que digo, pensó, loco de contento. Puedo llamar a donde sea y decir lo que sea o exigir lo que sea, y la gente hace lo que le digo. Son educados y amables y están dispuestos a ayudarme, es pura magia. Esto me ofrece ilimitadas posibilidades. Soy capaz de trastornar a toda una sociedad, pensó, puedo derribar una ciudad entera, me basta con hacer una llamada telefónica o escribir una carta. Me da poder. Notaba cómo ese poder se le estaba subiendo a la cabeza y rugía por sus venas haciéndolo sentirse enardecido y poderoso, y eso que en el fondo era un canijo. En el colegio lo llamaban el Raquítico de Askeland. Al cabo de un rato volvió a meter la cobaya en la jaula, que estaba llena de serrín y algodón, y también había algunos juguetes de plástico de alegres colores. Todo lo había comprado con dinero que le había dado su abuelo. También la Suzuki. Había sido un regalo de esa confirmación que nunca llegó a hacerse realidad. Su madre no era capaz de mantenerse sobria el tiempo suficiente como para organizar una comida, y tampoco había nadie a quien invitar.
Notó que tenía hambre, y fue a la cocina. No había ninguna cacerola en marcha, así que cogió leche del frigorífico. Luego se sentó junto a la mesa y se comió unos cereales mixtos mientras miraba por la ventana. Su madre no se despertaría de la borrachera hasta por la noche. Entonces se metería en el baño, se cepillaría el pelo, y volvería a entrar dando tumbos en el salón, donde de repente lo descubriría a él, sentado delante del televisor. Desde ese momento y hasta que Johnny se acostaba, ella se metía fugazmente en el papel de madre. Le preguntaba cosas, dónde había estado y qué había hecho. Si había comido. Si no pensaba buscarse algún trabajo, algo que pudiera aportar un poco de dinero a la familia. Luego hablaría largo y tendido sobre sus jaquecas, diciendo que justo ese día se había encontrado peor que nunca, tanto que se había visto obligada a tumbarse un rato. Pero ya estoy un poco mejor, diría. Para justificar el haber estado en coma la mitad de la jornada.
Terminó de desayunar y enjuagó el plato en el fregadero. Volvió al salón y se dejó caer en un sillón. Su madre estaba tumbada boca arriba con la manta hasta la barbilla, la piel de su cara parecía húmeda, como si tuviera fiebre. Los párpados se le habían entreabierto. Ojalá estuvieras muerta, pensó él, ojalá dejaras de respirar en este instante. Si te mueres voy a dar palmas de puro entusiasmo, pensó Johnny, en medio del entierro me pondré a cantar y bailar. Y, cuando por fin estés bajo tierra, acudiré cada noche a mear sobre tu tumba.
Siguió enviando pensamientos a su madre en una continua corriente de maldades. Le gustaba imaginarse que le llegaban de una manera u otra. Que ese odio que sentía por ella la destruiría poco a poco, como un veneno de efecto lento. Se tocó la navaja suiza que llevaba colgada del cinturón, notando cómo el metal se le calentaba en la mano. Te perforaré el ojo, pensó, y el tímpano. Te tiraré a la carretilla y te llevaré al bosque, para que el zorro pueda acercarse a servirse. Y el tejón y todos los gatos.
Se levantó del sillón y volvió a la cocina, pues tenía algo que hacer. Abrió cajones y armarios. Tras buscar un rato encontró una vieja caja de pizza debajo del fregadero, y unas tijeras y un rotulador en un cajón. Con esas simples herramientas se fue tranquilamente a su habitación a hacer un cartel.
Erik y Ellinor Mork llegaron juntos a la comisaría, e iban de parte de su madre, Gunilla. Erik Mork era el mayor de los hermanos y tenía ya canas en las sienes, su hermana era bastante más joven, y tenía el pelo más rubio. Se notaba que entre ellos había una estrecha relación que había ido reforzándose en el transcurso de toda una vida. Y ahora, con este terrible suceso, aparecían como un solo y furibundo individuo. Llevaban consigo el periódico local con la esquela de su madre.
Sejer lo leyó.
– Ella tiene setenta años -dijo Erik Mork-, acaba de cumplirlos. Siempre ha estado muy joven y ágil. Ahora está completamente trastornada. Tendrán ustedes que resolver este caso enseguida, porque es realmente horrible, estará de acuerdo en eso.
Se le veía algo agitado.
– Estoy de acuerdo -contestó Sejer, volviendo a leer una vez más la esquela de Gunilla Mork.