– Es un moscardón -dijo-. Grande como una casa. Lo aplastaré. Esos bichos contagian de todo -añadió-. No doy nada por esas defensas tuyas.
– Yo tampoco -dijo Henry.
Johnny encontró un viejo número de la revista de la parroquia, lo enrolló formando un tubo y se puso a dar golpes. Cuando hubo despachado al moscardón, volvió a sentarse en el puf a leer el periódico. Pero se saltó la historia de la esquela falsa, que ocupaba toda la última página. Luego fue a la cocina a preparar unas rebanadas de pan. Puso salami y pepino encima, preparó limonada en una jarra y metió unos cubitos de hielo. Luego abrió a escondidas la ventana de la cocina para que entrara un poco de aire en la casa. Comieron las rebanadas en silencio.
La dentadura postiza de Henry chasqueaba al masticar.
– Te daré un poco de dinero -dijo-. Para gasolina.
– Gracias, abuelo.
– Cuando seas mayor podrás irte de casa -añadió-. A vivir tu propia vida.
– Primero tendré que buscarme un trabajo -contestó Johnny.
Al cabo de un rato el viejo se durmió con la boca abierta y el pecho lleno de migas. Johnny se levantó y dio una vuelta por el salón mirando las fotos de las paredes. Había varias suyas de niño con pantalones cortos, el pelo rubio, y unas minúsculas zapatillas de deporte con cordones rojos. Supongo que fui un niño normal, pensó, no recuerdo haber sido difícil. O tal vez lo fuera sin saberlo. Rebuscó en la memoria buenos recuerdos, pero lo único que podía encontrar era el ruido de puertas que se cerraban. Y luego algunos recuerdos de su madre, que siempre estaba de espaldas, inclinada sobre la encimera de la cocina, angustiada por algo. Recordaba que los pasos de su madre eran duros y decididos, y que hacía mucho ruido con puertas y cajones. Una tormenta eterna que iba asolando de habitación en habitación. Luego estudió la foto de su abuela, que había muerto joven, y a quien nunca había conocido. Pero en la foto parecía buena y dulce. ¿De dónde le venía toda esa maldad? ¿Cuándo empezó a crecer en él? La última era una foto suya, a horcajadas sobre la Suzuki roja, con el casco bajo el brazo. En un pequeño armario con puerta de cristal su abuelo guardaba varios premios que había ganado jugando al bridge, y encima de la estantería de libros había un urogallo disecado que lo miraba fijamente con ojos de cristal negros. De pequeño tenía miedo de que el pájaro cayera sobre él y le hiciera picadillo con su afilado pico. Volvió a sentarse en el puf. Cogió la mano de Henry y la apretó con cuidado. El viejo abrió los ojos.
– Vaya -dijo-, veo que todavía estoy vivo. No está mal.
– ¿Has soñado algo? -le preguntó Johnny.
Henry se quedó pensando.
– No, nada de nada.
– Cuéntame cómo es ser viejo -le pidió Johnny.
Henry Beskow hizo un gesto con una mano y dejó escapar un gruñido de descontento.
– Es pesado -contestó-. Es como nadar en agua espesa.
– ¿Por qué eres alérgico a las avispas, abuelo?
– No lo sé. Es uno de mis defectos.
– ¿Y cómo de alérgico eres? ¿Mortalmente alérgico?
– Pues sí, je, je. Mortalmente alérgico.
– Pero ¿cómo se muere uno en un caso así? -quiso saber Johnny-. ¿Qué es lo que ocurre?
– Se me hincha la garganta -explicó Henry-. Da lo mismo dónde me pique la avispa. Me falta el aire. Cierra la ventana de la cocina antes de irte -añadió-. Sé que la has abierto. Y cógete doscientas coronas del frasco de encima de la nevera. Así tendrás para gasolina. O para esas cosas que los chicos necesitáis.
Johnny le acarició la mejilla seca y arrugada.
No había rastro de Else Meiner cuando salió a la calle.
Lily Sundelin estaba hojeando el periódico.
Al mismo tiempo tenía un ojo puesto en Margrete, que estaba sentada en una pequeña hamaca a sus pies. De vez en cuando levantaba un pie y daba un suave empujón a la hamaca para que se meciera, y entonces el regordete bebé sonreía con sus encías desdentadas. Su marido, Karsten, sentado junto a la mesa del comedor con un crucigrama, las contemplaba a hurtadillas. Han sucedido tantas cosas, pensó. Lily está completamente cambiada. Ahora tiene otra voz, otra mirada.
Otra sensibilidad.
Ella levantó la cabeza, lo miró y señaló el periódico.
– ¿Has leído lo de la falsa esquela?
Karsten dejó el bolígrafo y asintió.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
– ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Es que no sabes leer?
Lily dobló el periódico y lo dejó sobre la mesa con gesto irritado. Luego se inclinó sobre la hamaca y acarició la mejilla de Margrete.
– Puede tratarse del mismo tipo -dijo-. El mismo que vino a nuestro jardín. Seguro que es él.
Karsten Sundelin volvió a coger el bolígrafo y escribió una palabra en el crucigrama.
– Exactamente. La gente no habla de otra cosa. Pero en este asunto hablar no sirve de nada.
De nuevo lo invadió una sensación desconocida. Una fuerza que salía desde el fondo de su ser, algo que le impedía respirar. Como si un nuevo Karsten Sundelin estuviera creciéndole por dentro, un Karsten que había estado adormilado y ahora quería salir.
El que no se venga no hace nada bien, pensó. Era un viejo refrán noruego. ¿Por qué ya no estaba vigente? ¿Por qué ahora era el Estado el que tenía que vengarse en su nombre y en el de Lily? ¿Por qué tenían tantos derechos los condenados? ¿Por qué merecían respeto y comprensión? ¿No se habían portado tan mal que se les debían quitar esos derechos?
– Algo terrible le habrá pasado en la vida -opinó Lily- si se comporta de esta manera.
– En todas las vidas sucede algo -dijo Karsten.
Se levantó y se acercó a la hamaca, cogió a la niña en brazos y la apretó contra él. Notó la boquita mojada del bebé en el cuello y el olor a la pequeña se le subió a la cabeza. Algunas veces estaba a punto de llorar, porque Margrete era un milagro. Margrete era su futuro y su vejez, era la esperanza y la luz. Era la última cifra de la clave de la cámara acorazada de lo más profundo de él. Y por fin había tenido acceso a la verdad sobre sí mismo.
Había encontrado a un guerrero.
Volvió a poner de nuevo con mucha delicadeza a Margrete en su sillita, y regresó a su crucigrama.
– La venganza es dulce -dijo de repente Lily.
– Eso dicen -respondió Karsten-. Yo nunca me he vengado de nadie, pero supongo que es verdad.
– Pero ¿por qué dulce? -preguntó ella-. ¿No es una frase muy rara?
– Supongo que las hormonas aparecen a chorros cuando uno por fin puede vengarse. Algo así. No sé, no entiendo de esas cosas.
Se puso las manos en la nuca y estiró sus largas piernas.
Lily pudo ver que su marido estaba pensando en algo, porque sus ojos verdes se habían entornado. ¿Lo amo?, pensó ella de repente. El pensamiento pasó velozmente por su cabeza y se sintió asustada. Supongo que estoy obligada a amarlo, pensó a continuación, pues somos él y yo. Para siempre.
– Cuando reprendes a un perro -añadió Karsten-, lo haces inmediatamente. El perro roba una albóndiga de la mesa de la cocina, y le das un cachete en el hocico. Tienes que hacerlo en ese mismo instante, porque si el perro no recibe el castigo en el transcurso de tres segundos, jamás verá la relación entre la albóndiga y la mano que le pega.
– ¿Por qué hablas de perros? -preguntó Lily.
Karsten vaciló un instante, midiendo cuidadosamente sus palabras.
– Puede que nuestro sistema sea justo -dijo-, pero es demasiado lento. Y lo que es demasiado lento no es eficaz, no surte ningún efecto. Un imbécil comete un delito. Al cabo de un tiempo es arrestado y espera varios meses a que le salga el juicio. Luego viene el litigio, al imbécil por fin lo juzgan y entonces naturalmente, quiere recurrir. Y si es condenado, volverá a recurrir de nuevo. Entonces habrá un nuevo juicio, y lo pondrán en lista de espera porque no quedan celdas libres. ¿Cómo va a ver ese idiota la relación?