Karsten gesticulaba violentamente con las manos.
– Ponle las esposas el lunes, júzgalo el martes y mételo en la celda el miércoles -dijo-. Así dejará de robar albóndigas.
Dio un puñetazo en la mesa para indicar la gravedad del asunto.
– Eso no puede ser -objetó Lily-. No tenemos una sociedad ideal. Y tampoco somos perros -añadió, mirando de reojo a su marido.
Cogió a Margrete y la puso sobre sus rodillas.
– También los delincuentes tendrán cierta capacidad mental -dijo-. Y claro que ven la relación. Lo más importante es que el acto tenga una consecuencia, ¿no? Además, es algo que queda para siempre en su historial. Luego van por la vida marcados -dijo Lily muy dramática.
– ¿Capacidad mental?
Karsten Sundelin resoplaba.
– ¿Tú crees que ese idiota que estuvo en el jardín tiene capacidad mental?
– Sí -contestó Lily-. Lo creo. Incluso puede que sea muy listo. Por eso le tengo miedo. Precisamente por ser tan astuto.
– Pero no debes tenerle miedo -exclamó Karsten-. ¡Tienes que estar furiosa! -añadió, dando otro puñetazo en la mesa.
Lily cerró los ojos. Nunca había estado furiosa por nada. Era incapaz de poner en marcha esa clase de sentimientos. Muy dentro de ella podría arder algo sin humo, pero, en cuanto subía a la superficie, se convertía en un llanto desesperado. Había algo desesperanzador en todo aquello, algo inherente a ella, el que fuera incapaz de gritar o pegar, el que no pudiera rabiar, como rabiaban otros al ser víctimas de alguna vejación. Ella se encogía en un rincón y se lamía las heridas. Soy una víctima, pensó. Iría voluntariamente al matadero si alguien me lo pidiera.
– Sí, sí -dijo en voz alta-. Uno tiene derecho a pensar lo que quiera. Lo más importante es que nosotros seamos mejores personas que él. Que lo demostremos dejando a las autoridades que se ocupen.
– Pero solo lo hacen en parte -objetó Karsten.
La miró con los ojos entornados.
– ¿Qué haremos si no lo cogen?
Lily meció a la niña en sus brazos.
– No hay absolutamente nada que podamos hacer en ese caso -contestó.
Hannes y Wilma Bosch llevaban quince años viviendo en Noruega, y se habían hecho una amplia casa de madera en el camino hacia Saga. En la parte de delante tenían un porche en el que había un balancín con cojines de flores. El pequeño Theo estaba meciéndose en el balancín. Theodor Bosch acababa de cumplir ocho años, y uno de sus grandes héroes era el transformer Optimus Prime, del que tenía un ejemplar. Un robot que mediante un par de giros de la mano podía convertirse en un coche. El otro héroe de su vida era el aventurero Lars Monsen. Theo estaba obsesionado con Lars Monsen. Lo tenía en DVD, en la pared sobre la cama y en la estantería de los libros. En su habitación tenía incluso un enorme muñeco de cartón de Lars Monsen. De tamaño natural. Lo había conseguido suplicando a los de la librería de Kirkeby, y luego lo había transportado él mismo debajo del brazo, bajando por la larga escalera mecánica, hasta el coche de su padre. El famoso aventurero era por tanto lo primero que veía al abrir los ojos por las mañanas. El tal Lars Monsen, con su pelo de salvaje y sus ojos rasgados. Por las noches, Theo soñaba que le habían regalado una caña de pescar como la de Lars Monsen, y que tenía una tienda de campaña y una canoa como las suyas. Soñaba que remaba por los lagos con un rifle a la espalda y un cuchillo en el cinturón. Soñaba que iba por lagos helados, calentándose las manos delante de una hoguera, que asaba truchas en las llamas y que separaba la carne de las espinas con afilados dientes de hombre de tierras vírgenes.
Pero Theo era un chico flacucho de ocho años, y le quedaba mucho camino hasta el mundo de los adultos y la vida en tierras salvajes. Aunque soñar sí se le daba bien. Su imaginación no tenía límites, y a veces lo transportaba a lugares salvajes y extraños. Pero su cuerpo estaba seguro entre los cojines del balancín. Theo se mecía sin parar. Llevaba un pantalón corto color caqui y tenía las rodillas redondas y blancas, como patatas recién lavadas. Su madre, Wilma, estaba preparando la comida en la cocina. El cuerpo de su madre era fuerte y ancho, y le inspiraba mucha seguridad. Wilma Bosch era igual de sólida que el gran escritorio de roble del salón, que el banco de la cocina y que la madera de las paredes.
Eso pensaba su marido, Hannes Bosch.
Estaba en la puerta mirándola, y, cuando giraba la cabeza, también veía a su rubio hijo, que estaba meciéndose en el balancín. El sol de la tarde ardía en las paredes de troncos. Le gustaba escuchar ese susurro del gran bosque, su robusta y rubia mujer junto a la cocina, y su hijo de piernas flacas. Se sentía feliz en ese país fresco y limpio en el que vivían, con verdes abetos. Aquí se criaría Theo. Pasearía por los extensos bosques, se bañaría en los frescos lagos y respiraría el aire limpio. Unos leñadores habían tallado los grandes troncos y les habían levantado esa casa, un poco alejada de la gente. La familia tenía la sensación de tener su propio pequeño país. Detrás de la casa estaban enfilados los árboles, como soldados en guardia.
Theo se estaba retorciendo un mechón de pelo entre los dedos. El sol entraba ya bajo por el porche, el balancín se mecía lentamente. Wilma Bosch abrió el horno y sacó una fuente con un pudín de pescado. La casa entera olía a nuez moscada.
– Dile a Theo que venga -le ordenó Wilma-. Y pon la mesa.
Hannes fue al armario. Sacó tres platos azules de la estantería de arriba y cubiertos del cajón. Luego echó un vistazo al porche.
– ¿Estás dormido? Vamos a comer. Luego iremos tú y yo al bosque.
Theo dio un vuelco en el balancín.
– Tú y yo -repitió-. Y Optimus Prime.
Hannes se puso a cantar mientras ponía la mesa, porque en la radio estaba sonando Kristina de Wilhelmina. Quieres ser mía -chillaba Hannes- mi corazón está ardiendo. Wilma volvió su ancho trasero hacia él. En la cocina se oía el tintineo de botellas, lo que significaba que ella estaba abriendo dos botellas de cerveza para ellos y una Fanta para Theo. Luego se sentaron en torno a la mesa.
El pudín de pescado estaba cubierto por una corteza dorada de pan rallado.
– ¿Hasta el lago Snelle? -preguntó Theo, esperanzado.
– Si aguantas llegar tan lejos -dijo Hannes.
Comieron en medio de una tranquilidad imperturbable.
Luego ayudaron a mamá Wilma a recoger la mesa.
– Los hombres vamos a dar una vuelta por el bosque -dijo Hannes.
Se habían puesto ropa de andar y estaban listos para arrancar. Theo pateaba de impaciencia. Hannes llevaba una pequeña mochila a la espalda.
– ¡Tened cuidado con las víboras! -gritó Wilma.
Primero tenían que andar un trecho junto a la carretera nacional. Había muchos camiones que transportaban troncos y la carretera era estrecha y llena de curvas, razón por la que Hannes cuidaba de que Theo se mantuviera en la parte de dentro. Al cabo de quince minutos llegaron a un camino forestal llamado Glenna. Y poco después estaban junto a la barrera. Había tres coches aparcados en fila en el pequeño aparcamiento.
– Nos lo tomaremos con tranquilidad -dijo Hannes-, porque hemos comido mucho. Mira bien dónde pones el pie, ya oíste lo que dijo mamá: por aquí puede haber víboras. ¿Qué calzado llevas? Sandalias, por lo que veo. Bueno, no creo que las sandalias sean lo más apropiado, a Lars Monsen no le habría gustado nada. ¿Tú crees que Lars Monsen cruza Canadá en sandalias? Pero bueno… Pronto se pondrá el sol -añadió-, y entonces aparecerá el alce. Si tenemos suerte.
Theo miró a su padre con sus ojos azul claro.
– El alce -repitió-. Me apuesto algo a que se larga cuando nos vea a los dos.
Se rió ruidosamente, mirando a su padre para que le confirmara que estarían seguros.
– Claro que se largará -contestó Hannes muy convencido-. Supongo que se queda en algún sitio vigilándonos desde detrás de los árboles. Estamos en su territorio, ¿sabes? Al menos así lo verá él, ¿no crees? Tenemos que comportarnos bien, nada de gritar ni hacer ruido. La naturaleza merece nuestro respeto -dijo Hannes-. Todo el que anda por Glenna debe ser humilde y moverse con ligereza.