De repente un terrible sentimiento la sobrecogió.
Había excluido a la pequeña de su conciencia.
Para remediarlo, apretó el paso. El cochecito tenía algo raro, pensó, estaba en el sitio donde lo había dejado, pegado al tronco del arce, pero la manta estaba hecha un gurruño. La niña se la habrá quitado con los pies; estos pequeños seres se mueven tanto, pensó, mientras luchaba contra el miedo. Porque en ese instante vio la sangre. Cuando apartó la manta se quedó lívida de miedo. La niña estaba empapada en sangre. Lily se desplomó en la hierba y se quedó pataleando en el suelo, incapaz de levantarse. Quería vomitar, notó que algo agrio le subía por la garganta, y dio un terrible grito.
Karsten llegó a todo correr por la esquina. La vio tumbada en el suelo, y vio la sangre, brillante y casi negra. En dos zancadas llegó al cochecito, cogió a la niña y se la puso contra el pecho, gritando a Lily que sacara el coche del garaje.
– ¡Rápido, Lily! -gritó-. ¡Rápido!
Ella solo podía gemir. Él gritó más alto. Bramó como un animal salvaje, y sus bramidos la hicieron por fin reaccionar. Consiguió levantarse y corrió hacia el garaje, se acordó de que necesitaba las llaves, entró en la casa y las encontró en un rincón de la entrada. Luego se puso al volante. Mientras salía marcha atrás, Karsten abrió la puerta del coche violentamente y se metió dentro con la niña en brazos. Tocaba el cuerpo de la pequeña, buscando debajo de la ropa.
– Creo que está sangrando por la boca -jadeó-. ¡No lo entiendo, no soy capaz de parar la sangre! ¿No puedes ir más deprisa? ¡Ve más deprisa, Lily!
Luego ninguno de los dos sabría decir el tiempo que les costó llegar al Hospital Central. Karsten tenía un vago recuerdo de haber corrido por la recepción y empujado las puertas de cristal. Una desbocada carrera por los pasillos con la niña sangrando en los brazos, en busca de ayuda. Lily no se acordaba de nada. La Tierra daba vueltas tan deprisa que se mareaba. Corría detrás de Karsten por los pasillos, corría como lo hace una liebre cuando huye del cazador, aunque sabe que no tiene escapatoria.
Por fin los pararon dos enfermeras. Una de ellas cogió a Margrete y desapareció por una puerta.
– ¡Quédense aquí! -gritó.
Era una orden.
Y desapareció.
La puerta tenía unos pequeños cuadrados de cristal rugoso que impedía ver al otro lado. Al final del pasillo había unos sillones. Se sentaron. No había nada que decir. Tras unos minutos, Karsten se acercó al surtidor de agua que había debajo de la ventana. Tiró de los vasos de cartón, cogió uno, lo llenó y se lo ofreció a Lily. Ella lo rechazó gritando y gesticulando, y el vaso cayó al suelo.
– Pero si se la oía -intentó decir él-. Tú la oíste. Margrete respiraba, Lily, estoy seguro.
Dio una vuelta por la habitación.
– ¡Lograrán detener la hemorragia! -gritó-. Le harán una transfusión de sangre. Nos hemos dado mucha prisa.
Lily no contestó. Un chico con un brazo en cabestrillo daba vueltas por el pasillo mirando con una curiosidad desmedida el drama que se estaba desarrollando a solo unos metros de él.
– ¿Por qué no vuelven? -susurró Lily-. ¿Qué están haciendo?
Era como si estuviera dentro de un tambor.
El tambor rodaba a toda velocidad. Aquello no era la vida, ni tampoco la muerte. Luego los dos hablarían de esos minutos como de un verdadero infierno, un infierno que se acabó de repente cuando una enfermera salió por la puerta de cristal con Margrete en brazos. La niña estaba envuelta en una manta blanca. Para su asombro, Karsten vio que la pequeña movía las manos enérgicamente.
– Está completamente ilesa -dijo la enfermera.
Karsten cogió a la niña. Sintió el pequeño cuerpo, estaba caliente.
Karsten se puso a desenvolver la manta con manos nerviosas. Margrete llevaba un pañal de papel; por lo demás, estaba desnuda bajo la manta.
– Está completamente ilesa -repitió la enfermera-. La sangre no era suya. Hemos llamado a la policía.
Karsten y Lily Sundelin fueron acompañados hasta otra sala, donde podrían esperar sin ser molestados. Lily quería irse a casa. No tenía ganas de hablar con nadie, quería volver a casa y meterse en un rincón del dormitorio. Quería sentarse en la cama de matrimonio junto a su marido y su hija y no volver a salir de allí nunca más. La niña jamás volvería a dormir bajo el arce sin vigilancia. Nunca más la excluiría ni un instante de sus pensamientos.
Pero tenían que esperar.
– ¿Qué vamos a decir? -preguntó ella, preocupada-. Estoy muy nerviosa.
Karsten Sundelin miró a su mujer sin entender. Al contrario que Lily, que estaba llena de temor, él estaba sobre todo enfurecido. La amabilidad y comprensión que hasta entonces había sentido hacia otras personas desapareció de golpe, dejándolo jadeante y a punto de estallar. En el fondo nunca había sentido mucha simpatía por la policía, aunque no había tenido ninguna relación con ella. En su esquema mental eran personas simples y vulgares que andaban por ahí con botas negras de cordones y unas ridículas gorras en la cabeza. Le recordaban a esos fornidos trabajadores manuales que llevaban un montón de herramientas colgando del cinturón. Eran jóvenes sin estudios que poco sabían de los matices de la vida. De los detalles, pensó Karsten Sundelin; algo que convierte este delito contra Margrete y contra nosotros en algo muy grave. No lo entenderán. Lo considerarán una gamberrada. Y si el culpable es un cabroncete adolescente, se librará con una amonestación porque ha tenido una vida difícil, pobrecito. Pero yo les contaré algunas verdades, pensó, bebiéndose ruidosamente el amargo café que la enfermera le había servido.
Lily apretaba a la niña contra su pecho con tanta ternura que hasta temblaba. Observó los cuadros de la pared. Eran fotografías artísticas. Una de unos nenúfares en tonos pastel flotando en un charco, y otra del macizo central noruego con montañas azuleando. Sobre una mesa había varias revistas de salud. Trataban de lo que había que evitar, de lo que se debía comer y beber, o no comer y no beber, y de qué tipo de vida se debía llevar si uno quería vivir muchos años.
Karsten no paraba de dar vueltas por la habitación, estaba muy impaciente, como un toro bravo. La comisaría se encontraba a unos minutos de distancia, pero evidentemente había una inercia en el sistema que hacía que todo se demorara mucho.
– Primero tendrán que redactar un informe -dijo Karsten con un sarcasmo cansino en la voz, mientras se colocaba frente a Lily con las piernas separadas y los brazos en jarras.
– Lo redactarán después, ¿no? -preguntó Lily.
Ella acariciaba la mejilla del bebé. Margrete dormía profundamente, ajena a todo aquel jaleo.
Por fin llegaron dos hombres por el pasillo. Ninguno de ellos llevaba uniforme. Uno era alto y canoso, seguramente de cincuenta y bastantes años, el otro era más joven y con el pelo rizado. Se presentaron como Sejer y Skarre. Sejer echó un vistazo a la niña dormida. Luego sonrió a Lily.
– ¿Cómo se encuentran? -preguntó.
– No volverá a dormir en el jardín -contestó Lily.
Sejer asintió.
– Lo entiendo -dijo-. Poco a poco todo se irá normalizando.
Skarre sacó un pequeño cuaderno del bolsillo y buscó una silla. Parecía joven, despierto y diligente, pensó Lily, como si estuviera constantemente al acecho.
– Nuestra obligación es preguntar y husmear -dijo.
– Pues sí, eso espero -dijo Karsten Sundelin-. Porque los que estén detrás de esto lo pagarán caro. Aunque tenga que ocuparme personalmente de ello.
Esta declaración hizo que Skarre levantara la vista y el inspector jefe, Sejer, alzara una ceja. Karsten Sundelin era alto y bien formado, con manos fuertes, y el genio se le notaba en la mirada y en la voz vibrante. La joven madre estaba encogida en el sillón, cerrada al mundo. Al cabo de un segundo, Skarre tenía claro el reparto de poderes entre los cónyuges. Fuerza bruta contra vulnerabilidad femenina.