Theo volvió a meter la botella vacía de refresco en la mochila.
– Podemos quedar con ustedes abajo en Skillet -dijo Hannes-, donde el cartel. Estaremos allí en cuarenta minutos. ¿Puedo prometerle a mi hijo que su foto va a salir en el periódico? Estupendo, se va a poner muy contento. Le facilito un titular provisional -añadió riéndose-. «¡Susto ovejuno en el lago Snelle!»
Se metió el móvil en el bolsillo.
Empezaron el camino de vuelta. Theo saltaba, bailaba y agitaba su bastón de caminante.
– Mamá no se lo va a creer -dijo.
– Lo mismo podríamos decirle que hemos visto un tigre bengalí -opinó Hannes.
Clavó el bastón con tanta fuerza en la tierra que se levantó la arena.
Theo miró entre los troncos, dentro del tupido follaje. Le parecía oír crujidos y susurros por todas partes.
– ¿Hay osos en este bosque, papá?
Hannes le sacudió el pelo.
– No hay osos tan al sur -contestó riéndose-. Solo ovejas de color naranja.
Llegaron a Skillet, donde se pusieron a esperar. Theo se sentó en la hierba, Hannes daba vueltas por el camino forestal, como un guarda.
– Vas a salir en el periódico, Theo. Será algo grande. Mamá se desmayará.
Theo asintió. Pidió a su padre que le sacara a Optimus Prime de la mochila para poder jugar con él mientras esperaban al hombre del periódico, y Hannes le alcanzó el robot. Luego extendió los brazos como alas y se puso a correr dando vueltas por el camino forestal con una enorme energía.
– ¿Qué estás haciendo? -gritó Theo tras él.
– ¡Soy el holandés errante! -gritó Hannes-. ¡Un proscrito sin parientes!
Luego se preparó para el aterrizaje, colocándose delante de su hijo.
– Pero ¿quién ha pintado a esa oveja? -quiso saber Theo.
– Algún estúpido -contestó Hannes-. Alguien a quien le gusta tomarle el pelo a la gente. Tal vez sea ese chiflado del que tanto hablan en el periódico.
– ¿Está aquí en el bosque ahora? -preguntó Theo mirando a su alrededor.
– Qué va -contestó Hannes-. Puedes estar seguro. Noruega es un país muy pacífico. No tenemos de qué preocuparnos. No tenemos guerra ni pobreza. Y el lugar más seguro de todos, Theo, es el bosque.
En ese momento el periodista apareció en la curva. El padre dejó a Theo llevar la conversación. Al final lo colocaron junto a un abeto con los prismáticos Zeiss alrededor del cuello, y fue fotografiado desde todos los ángulos. Más tarde, por la noche, estaba sentado con mamá Wilma en el sofá narrando los sucesos del día.
Sverre Skarning era un hombre de corta estatura, con botas de goma en los pies y una pipa curvada en la boca. Que la autoridad se tomara la molestia de pasar por su casa debido a una oveja color naranja le resultó sumamente divertido. Como tantos agricultores, parecía fuerte y sano, con mejillas sonrosadas y un pantalón de paño con tirantes.
Sejer explicó que se encontraban en las proximidades y que por eso habían ido a verlo. Por si tuviera alguna relación con esos extraños sucesos de los últimos tiempos.
– Bueno, bueno. -Skarning se rió entre dientes-. Al menos no han estropeado la carne. Eso ya es bastante.
– ¿Cómo está la oveja? -preguntó Sejer risueño.
Skarning puso un gesto de desesperación.
– La he metido en el establo. Le lloran algo los ojos, porque esos tipos han usado unos malditos productos químicos, supongo que saben de qué se trata. He guardado la lana. La tengo en el granero en un saco de plástico. Pueden enviarla a analizar -añadió.
Empezó a cruzar el espacio entre la vivienda y los establos. Como le sobraban algunos kilos, andaba de una manera pesada y oscilante, como un ganso.
– Pero lo de la oveja no fue lo peor -prosiguió-. Ese estúpido se dejó abiertas todas las barreras tras él. Mis ovejas andaban extraviadas por todas partes. Tuve que sacar el remolque y recogerlas. Me ayudó un vecino. Es muy peligroso cuando la carretera se llena de ovejas, pues los conductores corren el riesgo de salirse. Ese bobo no usa la cabeza.
Se acercó lentamente al establo. A lo largo de las paredes había maquinaria, y junto a la casa un Chevrolet azul. Entraron en el establo, agachándose y parpadeando con la débil luz. Ya dentro les sobrevino el olor, un olor a animal, excremento y pienso. La oveja se encontraba en un redil en la parte de más al fondo, y estaba completamente rapada. Pero el rabo seguía siendo de color naranja, y también las orejas. Skarre se echó a reír.
– Ni siquiera el lobo va a querer a esta oveja -opinó Skarning-. Si hubiera lobos por aquí. La pobre no está muy hermosa. Parece un animalillo de esos de punto que hacen las señoras de la Asociación de la Salud.
La oveja se puso nerviosa con tantas carcajadas retumbando en el establo. Skarning se metió en el redil. Tiró de las orejas del animal y luego se estudió los dedos.
– Este color solo desaparecerá con el tiempo -explicó-. Han utilizado una cosa muy asquerosa. Algún veneno en spray.
Miró hacia Sejer y Skarre, que estaban apoyados en la puerta del redil.
– Me lo tomaré con filosofía -dijo-. Peores cosas pueden pasarnos a los seres humanos. Pero por ahí anda suelto un bromista, de eso no cabe duda.
Dio un golpecito al trasero de la oveja. Salió del redil y cerró la puerta.
El sol les cegó la vista cuando salieron del establo.
– Deberíamos tomarnos un café -dijo Skarning-. ¿Tienen tiempo? Llamaré a mi mujer. No protesten. Las autoridades policiales no vienen a visitarme todos los días.
Se fue de nuevo hacia la casa, con las maneras prudentes de los campesinos, un poco inclinado hacia delante y con los brazos a la espalda. Sus grandes manos parecían duros tubérculos. Había perdido casi todo el cabello de la parte de arriba del cráneo, donde había una mancha reluciente quemada por el sol. Dejó las botas de goma en la escalera y condujo a los policías a una impresionante cocina. Por todas partes había relucientes ollas de cobre, muebles rústicos decorados con la pintura tradicional, y alfombras antiguas tejidas a mano en alegres colores. En un rincón había un gato dormido, gordo y rayado, como una caballa.
– Siéntense -les pidió Skarning.
Entonces una chica entró en la cocina, descalza y sin hacer ruido. O acaso fuera una mujer, resultaba difícil adivinar su edad, porque un pañuelo le cubría la cabeza y era menuda y con las mejillas muy lisas. Llevaba un fino vestido de verano, y tenía la mano derecha vendada. Al ver a los hombres se detuvo, saludó con la cabeza y murmuró su nombre, algo exótico que ellos no captaron.
– ¿Café? -preguntó Skarning, esperanzado.
La menuda criatura fue hacia la encimera. Debajo de la ventana había una gran máquina de café expreso de diseño moderno que en esa rústica cocina resultaba tan exótica como la chica. Tenía el pelo cubierto por el pañuelo, pero sus ojos eran negros y las cejas finas y delgadas. Manejó la máquina con manos experimentadas, su mano vendada no estaba del todo inmovilizada. Skarning cogió la pipa del cenicero y volvió a encenderla. Pequeñas nubes de un humo blanco y dulzón salían de su boca.
– Me he buscado una pequeña campesina con pañuelo -dijo, riéndose entre dientes-. No está mal, ¿a qué no? Maneja estupendamente esa máquina. De ese cacharro salé un café que no tiene igual. Nada que ver con esa porquería que hacen en los cafés de la ciudad.
Hizo un gesto con la cabeza señalando hacia la Amabilidad, que estaba junto a la encimera.
– Pero a veces tengo que ponerla en su sitio. Cuando se vuelve demasiado exigente. Entonces le meto la mano en el hierro de hacer gofres -explicó-. Y mantengo la tapadera baja mientras cuento lentamente hasta diez. Entonces ella vuelve a su sitio.
El hombre sopló varias nubes de humo blanco y las siguió hasta el techo con la mirada, donde se convertían en hilos que se retorcían en torno a una impresionante araña de hierro forjado.