Sejer se quedó mirando fijamente la mano vendada.
La Amabilidad echó agua en la máquina.
Su espalda era estrecha como la de una niña.
– Y no aprenderá nunca el noruego -prosiguió Skarning-, pero eso no importa. No la quiero para que ande por la casa expresando a todas horas sus opiniones sobre esto y aquello. Bueno, puede opinar sobre algunas cosas, tan mezquino no soy. Pero no tengo por qué estar escuchándola constantemente.
Volvió a chupar la pipa. Pof, pof.
– Tiene que limpiar -dijo-.Y hacerme cafés.
La Amabilidad dejó todo lo que tenía en las manos. Se volvió y los miró con sus ojos negros y almendrados. Luego atravesó la cocina, se colocó tras su marido, y se agachó a besarle la reluciente y quemada calva.
– No asustes a nuestros invitados -dijo ella-. Son de ciudad. No saben cómo son los campesinos. A lo mejor creen que estás hablando en serio. Mi viejo campesino.
Le dio otro beso. Luego se rió de buena gana, mientras agitaba la mano vendada.
– Fui al centro comercial a devolver un vídeo -explicó-. Pero la tienda estaba cerrada y tuve que meter la película por una rendija de la puerta. Después no podía sacar la mano. ¿Toman azúcar?
Sejer y Skarre asintieron a la vez.
Ella cerró el puño y dio un suave empujón a su marido.
– No bales tanto -le dijo-. Pasas demasiado tiempo con las ovejas. Pronto te saldrá lana a ti también.
Skarning dirigió una ancha y enamorada sonrisa a su mujer.
– Vengan a sentarse -les dijo-. Tráete unas cucharillas, y podremos remover todos un poco. Ay, deberíamos haber tenido una copita de aguardiente -añadió-, pero supongo que están ustedes de servicio. Ja, ja, los de la policía siempre están de servicio.
La Amabilidad se sentó junto a la mesa. La porcelana tintineaba cuando todos se pusieron a remover el café.
– Estaba aquí con un comprador de huevos cuando llegaron los del periódico local -dijo ella-. Sverre se fue en el coche con el remolque a recoger la oveja naranja. Y a todas las que habían invadido la carretera.
– ¿Un cliente de huevos? -preguntó Sejer.
– Tenemos unas cuantas gallinas -explicó la mujer-. Y vendemos los huevos que nos sobran. No se lo digan ustedes a nadie, porque no nos da la gana declarar esas míseras coronas, nadie de por aquí lo hace. Vino un hombre y se llevó un cartón entero. Nos quedamos charlando un buen rato. Luego pasó otra media hora y Sverre volvió. Cuando vi lo que traía en el remolque casi me desmayo -añadió.
Se ajustó el pañuelo. Era de color burdeos con flores doradas.
– ¿Quién utiliza por aquí los caminos forestales? -preguntó Sejer.
– Todos los que viven aquí en Bjerkas -contestó Skarning.
Dio unos sorbos del expreso caliente haciendo un ruido de placer que indicaba lo bueno que estaba.
– También viene gente de Kirkeby a montar en bici o a pescar en el lago Snelle. En otoño esto está plagado de polacos que vienen a coger frutos del bosque. Por aquí hay mucho tráfico. Los que vienen en coche aparcan junto a la barrera. Así que ¿qué opinan ustedes? ¿Se trata del mismo chiflado, que ahora quiere mostrarnos que también tiene sentido del humor?
– Es demasiado pronto para decir algo sobre eso -opinó Sejer.
– ¿Cuál es el castigo por pintar una oveja con spray? -preguntó la Amabilidad.
Sejer no supo qué contestar.
– Vayan a por palos al granero y pondremos aquí una picota para exponer al tipo ese a la vergüenza pública.
A la vuelta pasaron por el lago Skarve y entraron en el supermercado Spar a comprarse algo de beber. Anduvieron un rato entre los estantes, y los dos cogieron alguna que otra cosa.
– Parecía una quinceañera -dijo Sejer.
Se estaba refiriendo a la Amabilidad.
Skarre negó con la cabeza.
– No tienes ni idea, Konrad. Como mínimo tiene treinta. ¿Por qué no usas gafas? -añadió-. Estás bastante miope.
Estaban junto al mostrador de congelados. Skarre eligió un paquete, lo estudió y lo volvió a dejar en su lugar.
– También podrías hacerte lentillas -dijo-, o someterte a una operación de láser. Luego verías como una anguila. Cuesta treinta mil, pero te lo puedes permitir.
Cogió un enorme bloque congelado de la cámara. Estaba empaquetado en plástico y era casi negro. Lo sopesó en una mano.
– Vaya, mira lo que he encontrado.
Miró el precio en la etiqueta.
– ¿Sabes lo que es? -preguntó.
– No -contestó Sejer-. Como bien has dicho, soy miope.
– Uno coma dos kilos -leyó Skarre-. Precio: treinta y dos coronas. Fecha de caducidad: octubre de 2008. Es sangre. Sangre congelada. ¿Qué me dices?
– Treinta y dos coronas -dijo Sejer lacónicamente-. Cogió el bloque congelado de la mano de Skarre y lo estudió a fondo.
– Venden sangre -dijo extrañado-. ¿Quién puede comprar esto?
Skarre se encogió de hombros.
– Las mujeres de las granjas, tal vez. Hacen pudín de sangre y cosas así, ¿no?
Sejer fue hacia el mostrador de productos frescos con el bloque en la mano. Allí se dirigió a un tipo robusto con delantal blanco.
– Hemos encontrado este bloque en el mostrador de congelados -explicó-. Y ahora tengo una pregunta: ¿vende usted mucho de esto al cabo del año?
El hombre negó con la cabeza.
– No, no, solo una pequeña cantidad -contestó-. Encargué diez litros en primavera. Por ahora habré vendido dos, creo. Pero tiene que formar parte de nuestra oferta. Pueden decir lo que quieran, pero las cosas hechas con sangre son muy sanas. Y saben bien, aunque no lo crean. Lo que pasa es que la gente tiene miedo a probarlo. No son más que prejuicios -dijo con sensatez.
– ¿Quién compra esto?
– Eso tendrán que preguntárselo a las cajeras -contestó-. Yo no controlo esas cosas.
– ¿Es sangre de buey?
– Exacto.
Sejer se paseó por entre las estanterías y encontró la caja. Puso el paquete de sangre congelada sobre la cinta, y reconoció a Britt, con la pequeña espada perforándole la ceja.
– No lo marques -se apresuró a decir-. Solo quiero hacerte una pregunta. ¿Recuerdas haber vendido un paquete como este hace poco?
La cajera leyó la etiqueta. Vio que era sangre e hizo un gesto negativo con la cabeza.
– ¿Hay más gente aquí que trabaje en la caja? -preguntó Skarre, echando un vistazo a su alrededor.
– Hoy no -contestó la chica-. Pero en total somos tres cajeras. Gunn, Ella Marit y yo. Nos vamos turnando. Hoy estoy yo sola. Ni siquiera puedo comer -dijo algo ofendida, apartándose el mechón blanco y negro de la frente.
Skarre sacó una tarjeta de visita del bolsillo interior y se la dejó en la cinta.
– Habla con las otras dos -dijo-. Pregúntales si recuerdan a alguien que haya comprado sangre de buey. Luego me llamas enseguida y me cuentas los detalles.
Ella asintió, muy interesada. Cogió la tarjeta y la sostuvo un instante en la mano antes de metérsela en el bolsillo de su uniforme verde de Spar. Luego marcó lo que Sejer había comprado: una botella de agua con gas, una Coca-Cola y dos periódicos.
– ¿Sueles fijarte en lo que compra la gente? -preguntó Skarre.
La chica ladeó la cabeza y frunció los labios, haciéndose de rogar.
– A veces. Porque conocemos a la gente. Sabemos lo que comen y esas cosas.
– Ponme algún ejemplo -le pidió Skarre-. De cosas en las que te fijas.
Tal vez le resultara demasiado embarazoso reconocer que tenía mentalidad de espía, de manera que vaciló, debatiendo consigo misma sobre su reputación, mientras miraba de reojo a Skarre.
– Si la gente compra paté de pulmón, me fijo -admitió-. Porque no entiendo que la gente pueda comer pulmones. Tienen una pinta asquerosa, son grises. Un poco esponjosos. Entonces los miro fijamente.