¿Qué más puede uno pedir?
Ingrid señaló hacia la ventana. Volvió a ponerse seria.
– Estaba junto a la ventana cuando entrabas con tu coche en la calle -dijo-. Reconocía tu coche y te vigilaba a cada instante. Todo el tiempo, papá. A cada instante.
Su padre asintió y sonrió. Pero en el fondo estaba nervioso ante lo que sabía que llegaría.
– Te vi salir del coche -dijo Ingrid-. Perdiste el equilibrio.
Él buscó algo que decir, algo que pudiera quitarle importancia a todo.
– Tengo la tensión algo baja -aventuró.
– ¿La tensión baja? -resopló Ingrid.
– Siempre he tenido la tensión baja -dijo-. Y cuando llevo mucho tiempo sentado en el coche y me levanto demasiado de repente…
– ¿Mucho tiempo sentado en el coche? ¿No vienes de la comisaría? Es un trayecto de tres minutos.
– Solo me he sentido un poco mareado -murmuró él-. A cualquiera puede pasarle, ¿no?
– ¿Has ido al médico? -preguntó ella.
– No puedo molestar al médico solo porque me maree un poco de vez en cuando.
– Sí puedes -contestó Ingrid-. ¿Acaso te da miedo el médico? -le preguntó desafiante.
– Es mucho lío, Ingrid -dijo Sejer-. Pruebas y todo eso. Tener que pasarse horas sentado en la sala de espera, quiero decir. No tengo tiempo para eso.
Ingrid se resignó. Se sentía un poco perdida. Su padre era sabio, cálido y generoso, pero también era inaccesible cuando se trataba de él mismo.
– Eres tímido -afirmó Ingrid-. No te gusta la idea de tener que desnudarte delante de una persona desconocida. Estar sentado en una camilla. Contestar a preguntas sobre cómo vives.
– Vivo bien -dijo él.
– Ya lo sé. No tienes por qué avergonzarte, porque en el fondo eres un tío magnífico. Pero no es normal que pierdas el equilibrio cada vez que te levantas.
– No me ocurre siempre, Ingrid, solo de vez en cuando.
Ella se inclinó hacia él y le pellizcó la nariz.
– Y si te invito a cenar… -le dijo-. Si te pregunto si quieres quedarte, me dirás que no. Porque tienes que ir a casa a sacar a Frank.
– Lleva solo desde las siete de la mañana -contestó Sejer.
Se levantó y empujó la silla hacia atrás.
– Cuando eras pequeña -recordó Sejer- hacías el puente para conseguir lo que deseabas.
– Y siempre me funcionaba -sonrió ella.
Se oyó la puerta. Matteus entró.
Sejer se fijó en que cojeaba.
Ingrid no mencionó la hamburguesa con queso.
Johnny Beskow no tenía muchas posesiones.
Su madre nunca había compartido nada con él, nunca le había regalado nada. Johnny poseía una Suzuki Estilete, un casco, un par de estupendos guantes de moto adornados con calaveras rojas, dos pares de vaqueros, unas camisetas descoloridas, un suéter con capucha y un par de botines que utilizaba durante todo el año.
Se paró en la puerta abierta de su habitación y se dio cuenta de que faltaba algo esencial.
Bleeding Heart había desaparecido.
Se quedó perplejo al ver la jaula abierta. Se acercó a mirarla más de cerca, metió la mano por la puerta abierta y levantó el pequeño laberinto de plástico, pero no había ninguna cobaya. Se puso a gatear buscando debajo de la cama. Miró detrás de la cortina, debajo del pequeño escritorio, detrás de los cojines y en la papelera del rincón. Bleeding Heart había desaparecido. El descubrimiento le entumeció. Dio la vuelta y fue sigilosamente al salón. Su madre estaba sentada en un sillón, con un montón de facturas entre las manos. Alzó la vista.
– ¡¿Qué has hecho con él?! -gritó Johnny-. ¡Dímelo!
Su madre lo miró con indiferencia. Luego puso el dedo índice en el montón de papeles amarillos con gesto cansado.
– Pronto nos cortarán la luz -murmuró.
– ¿Dónde está Bleeding Heart? -gritó Johnny.
Ella alzó los ojos al cielo.
– ¿Te refieres a esa ratita? -preguntó-. Andaba por aquí dentro. No puedo tener ratas sueltas corriendo por casa. Estaba comiéndose los cables, lo que puede provocar un cortocircuito y que la casa entera se nos queme. Estarías encantado, estoy segura.
A Johnny empezó a temblarle todo el cuerpo. Tras años de malos tratos y desatención se había hecho bastante resistente, pero esta vez se sentía desbordado.
– ¡No estaba suelta! -gritó-. No puede salirse sola de la jaula, porque hay un cierre en la puerta. La has sacado de la jaula, eso es lo que has hecho. La has sacado. ¡Dime ahora mismo dónde está!
La madre recogió las facturas, se levantó y las metió en un cajón. Miró a su hijo por encima del hombro.
– Pues sí, Johnny, ¿qué quieres que hagamos con una rata muerta?
El chico supo enseguida lo que ella había hecho. Estaba a un par de metros de su madre con los puños cerrados, y se dio cuenta de que ella había matado a lo que él más quería en la vida. De la manera que fuera. Y se llenó de maldad. Se volvió tan malvado que sus pensamientos se fueron a lugares terribles. Te clavaré la navaja suiza en la médula, pensó. Y te quedarás paralítica de ambas piernas. Tendrás que arrastrarte sobre los codos mientras yo estoy sentado en una silla explicándote cómo vas a morir. Se preguntó por el punto exacto de la espalda donde debería clavar el cuchillo, con el fin de dar en el nervio deseado.
– La metí en un cartón vacío de leche -dijo ella de repente.
Él respiró hondo. Dio unos pasos hacia ella, abriendo y cerrando los puños.
– ¿Y dónde está el cartón de leche? -preguntó-. ¿En la basura? ¿Estás diciendo que Bleeding Heart está en la basura?
– Sí -admitió su madre-. En el cubo de basura orgánica. No quiero tener ratas por aquí -repitió-. Huelen mal. ¡Esa jaula huele a orín, Johnny!
Johnny Beskow salió lentamente de la casa y fue hasta la verja, donde estaba el contenedor de basura. Lo abrió y miró dentro. Descubrió enseguida el cartón de leche. Ella lo había doblado, y a Johnny le temblaban las manos al abrirlo. Bleeding Heart se había enrollado como una pelota, y estaba empapada. Su madre la había ahogado. Tal vez en el lavabo del baño.
Permaneció un largo rato con la pelota mojada en la mano. Soy capaz de soportar casi todo, pensó. Año tras año he apretado los dientes. Pero llegará el día en que me levante y me vengue de una manera terrible. Ella no lo sabe, pero ese día está peligrosamente cerca. Todo lo que necesito es una buena ocasión. No me importan las consecuencias. La vida no es gran cosa, y tampoco la muerte. La gente podrá decir y pensar lo que quiera el día que me vengue, no me importa nada lo que opinen de mí. Por eso soy superior.
Recapacitó y se dirigió a la parte de atrás de la casa. Allí encontró una vieja pala oxidada. Dejó la cobaya en la hierba y se puso a cavar. Trabajó con mucha concentración y cavó un enorme agujero, metió dentro al animalito y volvió a llenarlo de tierra. Luego buscó una piedra y la colocó encima. Como una pesada tapadera. Espero que lo haya hecho lo suficientemente profundo, pensó, para que el tejón no pueda alcanzarte. Se enderezó y se secó el sudor de la frente. Estaba herido de muerte, pero no tenía intención de quedarse en el suelo. Se acercó a la Suzuki, se puso el casco y salió a la carretera.
Veinte minutos más tarde aparcó delante del centro comercial de Kirkeby, en una de las plazas reservadas para minusválidos, porque le producía siempre un gran placer infringir las reglas. Pues cuando Johnny tenía ocasión de infringir una regla, la infringía, y en ese momento lo único que deseaba era ser insoportable, después de todo lo que había pasado. Subió por la escalera mecánica hasta la primera planta y se metió en la tienda de animales. Una chica lo seguía con la mirada. Estaba manipulando unos papeles detrás del mostrador y mientras tanto vigilaba a Johnny mirándolo de reojo. Johnny fue primero al acuario a admirar los siluros. La chica se le acercó lentamente. Era larga y encorvada, y se mecía con pesados párpados y largas pestañas. Su boca exhibía un grueso labio inferior. Le recordaba a un camello.