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– ¿Buscas algún pez?

– No -dijo Johnny-. Quiero comprar una cobaya. Una de esas de tres colores, negro, marrón y blanco. Un macho. No me importa lo que cueste.

– No tenemos cobayas -contestó ella.

– ¿Qué? ¿Ni una sola?

No daba crédito a sus oídos. Estaba en una tienda de animales y no tenían cobayas.

El camello fue hacia una serie de jaulas colocadas junto a la pared, señaló y le explicó lo que podía ofrecerle, lo cual era, a decir verdad, bastante.

– Tenemos conejos enanos -lo tentó-. Y hurones. Ratas encapuchadas. Y también tenemos una gran chinchilla, pero es bastante aburrida, porque duerme casi todo el día.

Johnny Beskow vaciló. No quería volver a casa sin una nueva mascota, así que estudió todos esos animales de compañía con gran interés.

– También tengo un hámster -se acordó la chica camello-. Se ha quedado solo. Sus hermanos se han vendido.

Abrió las jaulas y sacó una pelotita de piel color champán.

– Los hámster son muy bonitos -dijo-. Y mucho más espabilados que las cobayas. Luego se vuelven muy mansos.

Johnny cogió al animal y se lo puso junto a la mejilla.

– Vale -contestó, y volvió a meter al animal en la jaula. No quería precipitarse y estuvo mucho tiempo en la tienda. Las ratas eran chulas, olían a clavo, y eran veloces como el rayo. Una era albina y tenía los ojos rojos, como rubíes. La chinchilla era muy arrogante, apenas parpadeaba de vez en cuando, y los conejos enanos eran más apropiados para niñas pequeñas. Johnny sacó los animales de sus jaulas uno por uno, los sopesó en la mano y se los puso junto a la mejilla, valorando y meditando.

– El hámster -dijo, decidiéndose por fin, y fue hacia el mostrador.

La chica camello fue tras él con el animalito en la mano.

– Necesitarás los accesorios -le explicó-. Jaula, juguetes, platillos para la comida y el agua. Y harías bien en comprar este suplemento vitamínico que tienes que echar en el agua de beber. A los animalitos les encanta hacerse nidos. Puedes comprar estropajo de algodón en la gasolinera de aquí al lado, no cuesta casi nada.

»Aquí están las vitaminas. Y estos polvos con minerales. Hay que echarlos encima de su comida por la mañana. Es para el esqueleto. Es importante que te acuerdes de hacer todo eso.

– ¡No! -protestó Johnny-. No me des la lata con eso, ya tengo jaula y todo lo necesario. No puedo permitirme el lujo de comprar todas esas cosas. Joder, no es más que un hámster. ¡Y mi casa no es un hotel!

La chica metió el hámster en una caja agujereada. Apretó los labios con tanta fuerza que la boca se le quedó como una estrecha raya. Estaba ofendida por las negativas del cliente a escuchar sus consejos de experta.

Pero Johnny estaba contento. Pagó doscientas cincuenta coronas por el animalito, y salió de la tienda con su nuevo amigo bajo el brazo. Si ella ahoga también a este, le meteré en casa una tarántula, pensó.

O una serpiente.

* * *

Cuando volvió a casa pudo ver que su madre se había puesto un vestido.

Era algo que ocurría muy rara vez, razón por la que el chico se quedó boquiabierto en la puerta de la cocina. El vestido era azul oscuro con una franja blanca abajo; en realidad, parecía del siglo pasado, pero al menos constituía un cambio, quizá incluso una mejora, pues ataviada con aquella prenda hasta se movía de otra manera. En los pies llevaba zapatos de tacón alto y correa alrededor del tobillo. Los tacones parecían bobinas, estrechos por el centro y gruesos por arriba y por abajo. Se había cepillado su negro pelo, y a primera vista podía pasar por una persona que controlaba su vida, una persona con un alto grado de disciplina, voluntad y capacidad de decisión. Pero, a pesar de todo, su mal quedaba patente. Ese mal, la dependencia del alcohol, se revelaba en un gesto amargado de la boca, en la mirada ofendida. Un temblor de la mano, su forma de tambalearse cuando se movía por la habitación. Quedaba patente que era una persona que había pasado por muchos sufrimientos, que había sido tratada injustamente, y que no era en absoluto responsable de su situación. El hecho de que fuera una víctima del alcohol se debía a algo totalmente ajeno a ella, opinaba su madre, de la misma manera que la gente es alcanzada por un rayo. Se trataba de un ataque contra el que ella no había tenido posibilidad alguna de defenderse. Era una víctima. No tenía elección, escuchaba a su cuerpo, que se llenaba de dolores en cuanto la embriaguez empezaba a abandonarla. Y el malestar era algo que no soportaba. Ella era incapaz de cumplir, de agradar, de servir o de participar, era un naufragio. Se había escorado. Pero ahora se había puesto un vestido, y estaba completamente sobria, al menos eso creía Johnny, su madre había izado las velas. Y el propósito, pensó el chico mientras la miraba, el propósito es dinero. La mujer se bamboleaba sobre altos tacones, y él contuvo el aliento al ver cómo se esforzaban sus tobillos para mantener el equilibrio con su peso.

Apenas podían.

Llevaba la cabeza bien erguida. Se alisó el vestido. A él lo ignoró por completo. Johnny se apretó contra el marco de la puerta con la caja a la espalda. El hámster arañaba la caja y hacía ruido, pero ella no oía nada. Miró por la ventana, vio que estaba nublado y cogió un abrigo de una percha en la pared. El abrigo era viejísimo, de imitación de piel, en tono grisáceo con algunas manchas más oscuras.

Se lo puso delante del espejo de la entrada.

Seguro que va en busca de dinero, pensó Johnny, de alguna subvención que ha descubierto y de la que se cree merecedora. A lo mejor ha leído algo en el periódico sobre leyes nuevas, y es verdad que el gobierno ha prometido ayudar a los pobres. Para eso tiene que estar presentable. Si los tacones de sus zapatos aguantan, si la gente se fija en la franja blanca de la parte de abajo de su vestido. Permaneció callado, apretado contra la pared escuchando los pasos de su madre, el agudo clic clac. Los zapatos hablaban su propia lengua. Tengo derecho a… decían los tacones decididos. No es pedir demasiado, suplicaban, estoy en mi pleno derecho.

Al final cogió un bolso y desapareció por la puerta. Él se apresuró hasta la ventana, y con la caja en la mano la vio andar con dificultad hacia la parada de autobús de Askeland. Allí se colocó. Irá a la ciudad, pensó él, a alguna oficina donde se pondrá a llorar. Luego se secará las lágrimas de un modo teatral. La vio tambalearse por la altura de los tacones. A Johnny le ardían las mejillas porque todo el mundo podía verla, los vecinos y la gente que pasaba en sus coches. El abrigo manchado le hacía parecer una hiena, una hiena en busca de carroña. Sin querer, sintió lástima por ella. Era tan vulnerable ahí fuera con esa luz tan intensa… Eso le molestaba y le preocupaba. La compasión lo rebajaba, haciéndole sentirse pesado, triste y descorazonado, así que intentó convertir sus sentimientos en rabia. La rabia le daba energía y capacidad de acción. Cuando por fin estuvo fuera de su vista, se metió en su habitación para observar más de cerca al hámster. Decidió llamarlo Butch. O, dicho de otra manera, el Carnicero de Askeland. Estaba muy bien. Lo colocó en la jaula, y el animal parecía satisfecho con su nuevo hogar. Después de comerse unos cereales, Johnny volvió a salir y arrancó por segunda vez la Suzuki. Se puso el casco, salió a la carretera y echó un vistazo hacia la parada del autobús.

La hiena había desaparecido.

Johnny comprobó la aguja de la gasolina y aceleró. En las manos llevaba los estupendos guantes de conductor con calaveras. La velocidad le hacía sentirse superior, inatacable, más rápido y más listo que todos los demás. Aquí viene Johnny Beskow, pensó, vosotros podéis levantar vuestras torres, pero yo las derrumbaré. Esa es la clase de chico que soy. Capaz de derrumbar las torres.