El camino atravesaba un paisaje de amarillos campos cultivados, Johnny pasó por delante de la iglesia y el lago Skarve, atravesó el centro de Bjerkas, luego fue en dirección a Kirkeby, y de allí hacia el este, a Sandberg. En esa parte la gente tenía más dinero. Se notaba en las casas, eran más grandes y mejor conservadas que las de Askeland. Chalets de estilo suizo. Garajes dobles. Grandes parcelas. Pequeñas fuentes cursis en los jardines, farolas de células solares. Miraba hacia todas partes mientras conducía la moto. Se estaba acercando al centro de Sandberg. A su izquierda había una ladera de hierba que subía hasta unas instalaciones deportivas, y a su derecha un gran chalet. Se encontraba en la calle Sandberg. El número quince estaba a su derecha. Redujo la velocidad porque avistó algo en el jardín que enseguida captó su atención. Había una pareja sentada al sol, cada uno a un lado de una mesa puesta. El hombre sobresalía en varios aspectos.
Era mayor que la mujer.
Era delgado y encorvado.
Y estaba sentado en una silla de ruedas.
Este descubrimiento hizo a Johnny dar un fuerte frenazo.
Sacó la Suzuki de la carretera y la tumbó en la ladera. A continuación se sentó en la hierba y se puso a mirar fijamente a la pareja del jardín. Ellos lo vieron enseguida. Se sentían observados, porque no dejaban de mirarlo. Johnny sacó el teléfono móvil, hizo como que marcaba un número y se puso el aparato al oído. Entonces la pareja volvió a lo suyo.
Johnny los observaba a escondidas. El hombre de la silla de ruedas llevaba un pantalón corto, sus piernas desnudas eran de un blanco azulado y aparentemente no podían soportar su peso. Tenía el pelo despeinado y ralo. Sus manos reposaban sobre las ruedas, aparentemente también sin fuerza. Tendrá algo más que parálisis de las piernas, pensó Johnny, y mirándolo más de cerca descubrió que el hombre tenía un tubo de plástico que le atravesaba el cuello. Eso significaba que también necesitaba ayuda para respirar, lo que a su vez quería decir que la debilidad ya le había subido por el cuerpo, llegando hasta la musculatura de alrededor de los pulmones. La mujer se movía alrededor de él, cuidándolo, dándole de beber, sujetándole la taza junto a la boca. Le secaba la barbilla y la frente con un pañuelo, le colocó un cojín que el hombre tenía en la espalda. Movió al tuntún una fuente de sándwiches que había sobre la mesa, pero que ninguno de los dos tocaba.
Tras haber observado fijamente durante un buen rato a la pareja del jardín, Johnny dio unos pasos por la carretera. Se detuvo junto al buzón de la casa y leyó el nombre y la dirección. Luego volvió a sentarse en la ladera. Se llamaban Landmark. Astrid y Helge Landmark, calle Sandberg 15. Johnny consiguió su número de teléfono en Información y llamó.
La mujer oyó el teléfono a través de la puerta abierta del jardín y desapareció en el interior de la casa para contestar.
El hombre se había quedado solo en el jardín, abandonado con sus piernas marchitas. Intentó averiguar dónde había ido la mujer, la ayudante de la que tanto dependía. Si ahora necesitaba algo, tendría que gritar. Si fuera capaz de gritar. Una inquietud que apenas era capaz de transmitir físicamente, apenas era visible en su cuerpo viscoso.
Johnny apagó el teléfono móvil. Unos segundos más tarde volvió a salir la mujer, un poco confundida porque alguien la había engañado para que abandonara su puesto. Enseguida se acercó al hombre y le acarició el brazo. Entonces Johnny se sentó en la Suzuki y se marchó. El desamparo del hombre y la preocupación de la mujer le habían dejado sumido en un extraño estado de ánimo.
De camino a casa se pasó por la presa de Sparbo.
Empujó la Suzuki el último trecho a través del bosque, y la apoyó contra el tronco de un abeto. Estaba a punto de llegar a la presa cuando descubrió algo entre los árboles. Alguien había llegado antes que él. Y ese alguien se había colocado sobre el muro de la presa, donde él solía sentarse. Se sintió tan decepcionado que le entraron ganas de gritar, porque era su sitio, su punto secreto junto al agua, y nunca había visto a nadie elegir justo ese lugar. Entonces descubrió una bicicleta. Estaba en el brezo a su derecha, una bicicleta azul. Se escondió detrás de un árbol y miró con tanta intensidad que le escocían los ojos. La bicicleta era una Nakamura. La que estaba sentada en su sitio era Else Meiner, esa estúpida que tanto gritaba. Estaba leyendo un libro. Y no tenía ni idea de que él estaba detrás de un árbol, mirándola fijamente. Se quedó contemplando su trenza pelirroja. El sol la hacía brillar como un grueso cable de bronce. Un empujoncito, pensó, e irás derecha al agua con tu puntiaguda nariz por delante. Volveré a por ti, pensó. Encontraré el momento oportuno, y entonces recibirás tu merecido. Permaneció unos minutos contemplando la estrecha espalda. Luego volvió sigilosamente por el brezo. Se sacó la navaja suiza del cinturón y rajó las dos cubiertas de la bicicleta de la chica. El sol había calentado el caucho, lo que facilitó la penetración del cuchillo. Y luego el viento en la cara, lágrimas en los ojos y júbilo en el corazón.
Su madre aún no había vuelto cuando él entró en el patio.
Fue derecho a su habitación, abrió la puerta de la jaula y se llevó a Butch con él a la cama. Butch era más pequeño que Bleeding Heart, y su cuerpo más redondo, pero tan vibrantemente vivo como lo era la cobaya. Dejó al hámster corretear por el edredón, y, antes de poderlo evitar, el animal había depositado unos minúsculos excrementos en la sábana. Eran secos y duros, y fáciles de recoger. Tal vez debería guardarlos, pensó, para luego mezclarlos con la comida de la hiena. Luego fue de puntillas hasta el dormitorio de su madre. Allí permaneció un rato contemplando sus cosas y su desorden. Aquí vive la hiena, pensó, esta es su madriguera. Voy a hacerme con un cepo para zorras, pensó, y te lo colocaré delante de la puerta. Así caerás en la trampa cuando te levantes y salgas al pasillo. Luego te verás obligada a andar con el cepo puesto hasta que el hierro se oxide y se te pudra el pie.
La gente oirá tus aullidos por toda la urbanización Askeland.
Salió de la habitación, cerró la puerta y fue al salón. Decidió ver un vídeo, rebuscó un poco en el estante y eligió por fin una película de terror que se llamaba Los vivos y los muertos. Se acomodó en el sillón. La película tenía un prometedor subtítulo.
«Un descenso de pesadilla al infierno.»
Capítulo 3
La mujer se llamaba Astrid Landmark y acababa de cumplir cincuenta años. Su marido, Helge, tenía cincuenta y nueve, pero sentado en la silla de ruedas parecía mucho mayor. Su mujer lo había llevado en la silla frente a la pantalla del televisor, pero no seguía el programa. Estaba como adormilado, y el centelleo azulado y la luz le hacían parecer mortalmente pálido.
Astrid estaba de espaldas, planchando alguna prenda. Resultaba difícil mirarlo a los ojos, porque la parálisis le iba subiendo inexorablemente por el cuerpo, como la marea. Pronto no sería capaz de tragar, hablar o respirar. Los dos lo sabían, conocían el desarrollo de la enfermedad hasta el mínimo detalle. El temor a la muerte ya se había instalado en él, y no tenía fuerzas para combatirlo. Ella ya no podía soportarlo. No sabía dónde fijar la mirada ni qué decir. Casi todas las palabras eran peligrosas, casi todo era ya innombrable. Palabras como en la primavera que viene, o las próximas Navidades, o en otra ocasión, eran ya imposibles, porque no habría próxima vez. Deberían hablar de muchas cosas, cosas importantes como la muerte y el entierro. ¿Y qué debería hacer ella con la cabaña de la montaña, que tan cara les había salido? ¿Debía conservarla? ¿Sería capaz de ocuparse del mantenimiento de la casa? ¿Sabría arrancar la máquina cortacésped o la quitanieves en el invierno? ¿Quién daría aceite a la casa? Necesitaba ya una nueva capa. Y habría que podar los frutales, ¿no? Estaba muy acalorada planchando. En realidad no hacía falta planchar, porque las camisas habían pasado por la secadora y estaban suaves y lisas. Pero ella prefería estar haciendo algo, así parecía muy ocupada, y, mientras estaba ocupada, él se mantenía tranquilo, y la verdad, esa terrible verdad, se barría debajo de la alfombra. Ahora se sentía tranquila, porque estaba de espaldas, y entonces él no la molestaría. Luego bajaría al sótano a poner otra lavadora. También tenía planeado hacer masa para pan, fregar el cristal de la puerta de la entrada y pasar la fregona por el suelo de la cocina. Mientras él estaba en la silla de ruedas. Mientras la angustia y el miedo le subían como hormigas. Y cuando ella por fin se sentara en un sillón a su lado a descansar, él se daría cuenta de la desesperación de ella, y no sabría afrontarla. Entonces solía pedirle ayuda para acostarse, y luego la mujer tenía una hora para ella, sola en la penumbra. Él estaría en el dormitorio, llorando contra la pared, mientras ella sollozaba en el sillón delante del televisor.