Colgó las camisas recién planchadas en perchas. Oyó a su marido carraspear débilmente, tal vez tuviera algunas flemas en las vías respiratorias, ya que no tenía fuerza para toser. Por eso quedaban gorgoteando en su garganta. A ella le molestaba ese gorgoteo, le resultaba un sonido repugnante. Como si el hombre tuviera cien años en lugar de cincuenta y nueve. Se encogió un poco sobre la tabla de planchar. Debía ser fuerte y sacrificada, estaría al lado de su marido hasta la muerte, incansable, indulgente y paciente. Lo ayudaría a morir con dignidad. Pero no funcionaba. Había en ella unos aspectos que le eran desconocidos y que ahora emergían a la superficie como monstruos envenenados; Astrid maldecía a Dios y a la vida humana, se maldecía a sí misma y a la muerte. Pero lo peor era que en sus momentos más negros también maldecía a su marido, Helge, que se veía expuesto a esa enfermedad, a ese terrible deterioro. Esto no coincidía con los planes que habían hecho juntos. Él siempre había sido grande y fuerte, risueño y bromista, organizando y arreglando todo. Ahora estaba allí sentado con las piernas viscosas y una piel que ya no parecía piel, era como si el cráneo hubiera sido forrado con un viejo hule. Pensando así y admitiendo su propia miseria, su desmesurada cobardía, se encogió aún más. ¿Y si él supiera lo que en el fondo pensaba ella? ¿Podía notarlo, podía olerlo? ¿Era su traición patente en el salón, oía él los susurros de los rincones? ¿Por eso había dejado de hablarle, aunque todavía era capaz de hablar?
¿En qué estaba pensando en ese momento?
Cuando me muera me meterán en la cámara frigorífica, Astrid, tendré que estar allí varios días. Mis mejillas se quedarán duras como una piedra. Luego arderé, Astrid, a dos mil grados. Hará tanto calor que el esqueleto se encogerá dentro del ataúd. Tengo mucho miedo, Astrid, búscame una solución, ¿no podrías hacer un milagro? ¿Podrías golpearme la mejilla y decir, despiértate, Helge, no es más que una pesadilla?
Astrid cogió otra camisa del montón.
Era azul, con el cuello y los puños blancos, tal vez una de las más bonitas que él tenía. La planchó con todas las reglas del arte, aunque sabía que nunca más la usaría, pues sería demasiado difícil con esos botones tan pequeños. Su garganta ya no gorgoteaba. A ella no le gustaba ese silencio. Cuando miró hacia atrás vio que la cabeza de Helge se le había caído sobre el pecho, como si estuviera dormido. Tal vez esté muerto, pensó, sin que me haya percatado de nada. Entonces lo oyó manipular algo en la mesa, acaso el mando del televisor. Querrá cambiar de canal, había muchos programas que ya no soportaba ver. No soportaba risas, gritos, ni música ruidosa. Lo único que le quedaba era la gravedad. Su mundo se había estrechado y reducido a un pasillo oscuro. En el que solo cabían él, su angustia y el dolor.
En ese instante, Astrid miró por la ventana porque oyó un ruido fuera, tal vez un coche que iba sumamente lento. Se paró junto a la verja unos instantes, y luego volvió a ponerse en marcha y avanzó unos metros más. Astrid soltó lo que tenía en las manos y estiró el cuello. Al parecer el coche quería entrar marcha atrás. ¿Qué significaba aquello? No esperaba a nadie, y, por cierto, ese coche era muy extraño. Permaneció muy quieta observando. Tal vez esté soñando, pensó, esto no puede ser. Un coche negro y grande, con una cruz en el techo, estaba entrando en el patio marcha atrás. Astrid estaba a punto de desmayarse. Tuvo que inclinarse sobre la tabla de planchar, mirando fijamente a su marido. También él había oído el ruido del coche. Ese murmullo bajo del motor. Las ruedas sobre la gravilla. Una puerta que se abría y se cerraba. A Astrid le entró pánico. No entendía nada de lo que estaba pasando, solo le preocupaba una cosa: Helge no debería por nada del mundo ver ese coche. Parecía intranquilo. Puso las manos sobre las ruedas de la silla, no le gustaba que acudiera gente a la casa, no quería que nadie viera lo mal que estaba. Astrid se acercó a la ventana. Tal vez se hubiera equivocado, tal vez ese coche llevara una especie de publicidad en el techo, algo que ella había malentendido. Pero era una cruz. Era un coche fúnebre. Un hombre de traje oscuro abrió la puerta de atrás y se quedó mirando la casa. Parecía prudente y reposado, era un profesional y eso era algo que hacía todos los días para ganarse el sustento.
– ¿Está llegando alguien? -preguntó Helge Landmark, angustiado-. ¿Tienen que entrar?
Su voz era débil.
Astrid se agarró al alféizar de la ventana.
– No -se apresuró a contestar- no van a entrar.
Estaba tan desconcertada que apenas podía hablar. Al mismo tiempo era presa del pánico, porque Helge intentaba maniobrar la silla de ruedas hacia la ventana, aunque costara más fuerza de la que él tenía.
– Se ha equivocado de casa -se apresuró a decir-. Voy a hablar con él.
Corrió hasta la puerta a la vez que vigilaba a su marido, que se movía en la silla, rodando lentamente por el parquet sobre sus grises ruedas de goma.
– ¡No! -gritó ella-. ¡Quédate sentado!
Como si pudiera hacer otra cosa. Pero él notó el pánico de ella, notó que quería mantenerlo alejado de lo que estaba sucediendo, y eso era algo que no aceptaba. Quería acercarse a la ventana. Quería ver lo que ella estaba viendo. Se encontraba a mitad de camino cuando ella abrió la puerta.
El hombre que había fuera tenía la misma edad que ella. Impecablemente vestido con traje oscuro, era muy amable. Le tendió una mano a la vez que se inclinaba profundamente.
– La acompaño en el sentimiento -dijo.
– ¿Cómo? -jadeó Astrid.
El hombre conservó su imperturbable tranquilidad. Tal vez hubiera visto eso antes, esa excitación en los allegados de los fallecidos cuando la muerte acababa de llegar a la casa.
– Soy Arnesen -dijo-. De Memento.
– ¿Arnesen?
– Vengo de Memento -repitió-. De la agencia. Ingemar Arnesen.
Astrid se puso a temblar a la vez que miraba la calle por si algún vecino veía el coche. ¿Y Helge? ¿Estaría ya junto a la ventana viendo lo que estaba sucediendo?
Se dejó caer hacia el marco de la puerta, como buscando apoyo.
– ¿A qué ha venido aquí? -susurró.
Tenía la boca completamente seca.
Ingemar Arnesen, de la Agencia Funeraria Memento, alzó una ceja. Por primera vez intuyó que algo podía ser diferente esta vez, pero no algo que él no pudiera tratar con dignidad, así que conservó la calma.
– Me han enviado -dijo- a recoger a Helge Landmark.
Lo miró directamente a los ojos.
Sus iris eran grandes y verdes.
Eso fue la gota que colmó el vaso para Astrid. Se aferró al marco de la puerta, mirándolo con los ojos abiertos de par en par.
– Helge Landmark no ha muerto -susurró-. En este momento está junto a la ventana mirándonos.