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Arnesen cerró los ojos. La avalancha de pensamientos en su cabeza solo se manifestó como una ligera contracción junto a la boca. En medio de todo, Astrid sintió compasión por él.

– Pero ¿quién le ha llamado? -preguntó.

El hombre abrió los ojos y enderezó la espalda. Su mirada vagó hacia la ventana y luego hacia atrás, al coche negro.

– Su médico de familia -contestó.

– ¿El médico de familia?

– El doctor Mikkelsen, del Centro Médico Sandberg. El médico de Helge Landmark. Informó de su fallecimiento hace dos horas.

Ella movió la cabeza sin entender nada.

– No conocemos a ningún doctor Mikkelsen -explicó-. El médico de mi marido se llama Onstad. Martin Onstad. Del Hospital Central.

Astrid miró perpleja al coche abierto, estaba aterrada.

– Alguien nos está tomando el pelo -susurró.

– Eso parece -dijo Arnesen.

– Pero ¿quién es el doctor Mikkelsen? ¿Usted lo conoce?

Arnesen pareció algo confundido. Ella se fijó en la raya de su pantalón, era afilada como un cuchillo. Zapatos negros relucientes. Camisa blanca como la nieve.

– Nos llaman muchos médicos -explicó el hombre afligido-. Siempre hay alguno nuevo. Y luego están los suplentes. Es imposible conocer todos los nombres. Pero él me envió aquí. A esta dirección.

Abrió las manos, desconcertado.

– ¿Es Helge Landmark el hombre de la casa?

– Está enfermo -susurró Astrid.

Se estremeció, porque la puerta del asiento del pasajero del coche negro se abrió, y salió un hombre algo más joven, también él de traje oscuro. Claro que son dos, pensó ella, tienen que cargar. Nerviosa, miró hacia la ventana, pero el brillo del cristal le impidió ver nada.

El hombre más joven se acercó a la escalera. También él saludó a Astrid con una respetuosa inclinación.

– ¿Nos hemos equivocado de dirección? -preguntó.

Había un leve indicio de susto en la joven cara.

– Más bien sí -contestó Arnesen. Su voz era tensa-. Nos hemos equivocado de todos los modos posibles.

– Pero ¿qué dijo? -preguntó Astrid-. Ese hombre que decía llamarse doctor Mikkelsen. Díganme lo que dijo.

– Fue muy breve. Tal vez estaba un poco alterado. Parecía muy joven, pensé que tal vez era un recién licenciado. No dijo gran cosa, solo indicó la dirección. Y el nombre, claro. Dijo que Landmark llevaba enfermo mucho tiempo, y que era un fallecimiento esperado. Le pregunté por el certificado. Si nos lo podía enviar por correo. Dijo que sí, que nos lo enviaría por correo.

– ¿El certificado?

– El certificado de defunción -explicó-. Huelga decir que lo tenemos que tener antes de iniciar nuestra labor. Muchos médicos lo envían por correo.

Astrid reunió fuerzas para volver a entrar en la casa.

– Tenemos que denunciarlo -dijo Arnesen-. Inmediatamente.

– Hágalo usted por mí -le rogó Astrid-. Tengo que volver con Helge.

* * *

Helge estaba sentado junto a la ventana.

La luz crepuscular bañaba su cara, más pálida que nunca.

El coche de la agencia funeraria arrancó, pero aún seguía en el patio. El motor apenas se oía, nada más que un rumor de mal augurio.

– ¿Qué están haciendo? -preguntó Helge Landmark.

Astrid lo miró con cara de pena.

– Alguien los ha llamado -explicó-. Es todo pura invención. Vamos a denunciarlo a la policía. Ya sabes que han sucedido cosas extrañas últimamente, esquelas falsas y cosas así. En los periódicos. Y algo pasó con un bebé en Bjerketun, ¿te acuerdas? Seguro que se trata de la misma gente. Tal vez algunos chiquillos para divertirse.

Ella seguía de pie en medio de la habitación, mirándolo fijamente. Sin entender por qué, tenía la sensación de que su marido le estaba echando la culpa de lo sucedido. Como si fuera ella la que había puesto en marcha esa cruel broma. Nos estamos cayendo por el precipicio, pensó, la muerte ha llegado a nuestra casa. Ese invitado del que nunca nos hemos atrevido a hablar.

Helge Landmark se concentró para decir algo. Astrid veía cómo se esforzaba.

– Podría haberme ido con ellos -dijo amargado-. Habría sido lo más práctico.

Salieron de él unos sonidos, unos débiles jadeos. Helge Landmark se estaba riendo. Y su risa era tan amarga que Astrid se sentía muy apenada. Ella entendió enseguida lo que a él le hacía falta, y lo que ella debía hacer: acercarse corriendo a su marido y asegurarle que aún lo necesitaba. Y así era. Necesitaba a Helge Landmark, el mecánico de vuelo, ese hombre erguido y ancho de hombros a quien conoció cuando tenía diecinueve años y con el que se casó luego. Pero no necesitaba a ese pobre hombre en la silla de ruedas. La enfermedad estaba impregnándolo todo, se había instalado en las paredes y en todas las habitaciones. Un sillón váter en el baño. Una cuña en el dormitorio. Una caja con medicinas dosificadas en la cocina. Lo último que ella veía antes de dormirse por la noche era la silla de ruedas. Esa gran rueda de goma gris llenaba todo su campo de visión. Le hacía pensar en una turbina que la aspiraba hacia dentro, haciéndole dar vueltas a una velocidad vertiginosa hasta que ya no sabía lo que era arriba y lo que era abajo. Luego se despertaba con esa misma rueda por la mañana.

– ¿Por qué no se van? -preguntó ella angustiada.

El coche todavía seguía allí.

– Está hablando por el móvil -contestó Helge-. Supongo que ha llamado a la policía.

Acercó la cara al cristal de la ventana para ver mejor.

– Mira el coche -dijo-. Es una limusina.

Los dos miraron al patio.

– Diles que entren -dijo de repente Helge.

Astrid lo miró asustada.

– ¿Qué?

– Ve a pedirles que entren -repitió Helge-. Tengo algo que decirles.

– Pero, Helge -dijo ella-. Ellos no tienen la culpa.

Entonces Helge la miró con insistencia y rozó su brazo con una mano torpe. Era una reacción poco corriente en él, era como si se despertara por primera vez en mucho tiempo.

– ¿Puedes hacer lo que te digo? Tienes las piernas sanas, ¿puedes darte prisa y llegar antes de que se vayan?

Astrid corrió hacia la puerta. Llegó al coche en el instante en que se iban. Los hombres la miraron interrogantes a través de la ventanilla, que se bajó lentamente.

– Mi marido quiere hablar con ustedes -dijo Astrid, resignada-. ¿Les importaría entrar a verlo? Siento molestarles, pero esto resulta muy difícil.

Los hombres de Memento vacilaron. La idea de tener que mirar a los ojos a Helge Landmark les resultaba sumamente incómoda. Pero hicieron lo que Astrid les pedía. Salieron del coche y entraron en la casa tras ella. Se quedaron en medio del salón mirando a Helge Landmark en la silla de ruedas.

– Buenas tardes.

Helge Landmark saludó con la cabeza, y ellos le devolvieron el saludo. Él señaló por la ventana con una mano blanca.

– Les estoy entreteniendo -dijo-, pero se trata de ese coche.

Los hombres lo miraron, pendientes de lo que iba a decir.

– Quiero decir -dijo Landmark- que es un coche realmente cojonudo.

Ambos no pudieron sino sonreír.

– Sí que lo es -confirmó Ingemar Arnesen.

Landmark seguía estudiando el vehículo a través del cristal. Se tocó el pelo despeinado.

– ¿Lo tienen desde hace mucho? -preguntó.

– Desde el mes de mayo.

Landmark miró al más joven de los dos hombres. Era realmente muy joven, y esa situación en la que se veía envuelto le había producido manchas rojas en las mejillas.

– ¿Y tú cómo te llamas? -le preguntó en tono rudo.

– Knoop -contestó-. Karl Kristian Knoop.

Volvió a inclinarse, por si acaso.

– ¿Eres aprendiz? -le preguntó Landmark.

El joven asintió. Se esforzaba por manejar la situación de un modo correcto, con continuas y rápidas miradas a su jefe, que estaba a su derecha.

– ¿Y te han dejado conducirlo?