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Knoop contestó modestamente que no con un gesto de la cabeza.

Landmark miró al jefe, ahora con los ojos brillantes.

– Tendrá usted que permitir que lo conduzca -dijo-. Hay que dejar paso a los jóvenes. Aguantan mucho más que nosotros.

Se hizo una breve pausa. Astrid se retorcía las manos, porque no sabía muy bien lo que vendría después. Helge había tomado una decisión, ella lo veía en sus ojos.

– Háblenme entonces del coche -les pidió-. ¿Qué clase de coche es?

Los hombres se animaron inmediatamente, y Arnesen tomó la palabra.

– Es un Daimler -explicó-. Un Eagle Daimler. Modelo del ochenta y siete.

– No está mal -dijo Landmark-. Una maravilla conducirlo, supongo.

– Un encanto -contestó Arnesen con énfasis.

– No se había conducido antes en este país, ¿a que no?

– Lo compramos a Wilcox Limousines -contestó Arnesen-. En muy buen estado. Antes perteneció a una agencia llamada Morning Glory.

– Justo. Ja, ja -se rió Helge Landmark-. Morning Glory. Ya, ya, es una manera de decirlo.

– Ciento sesenta y cuatro caballos.

– Ah.

– Un coche como este fue el que llevó a la princesa Diana -dijo Arnesen-. El que la recogió en el aeropuerto, quiero decir. Cuando volvió a Inglaterra desde París.

– No habrá sido barato -dijo Landmark.

– Cuatrocientas mil -contestó Arnesen-. Tiene cuero y madera noble por todas partes. Y otros lujos. Debería usted ver lo bien que huele por dentro. Digamos que huele a lujo y refinamiento.

– Y no habrá ningún pasajero que dé la lata en el asiento de atrás -dijo Helge con un guiño.

– Así es -carraspeó Arnesen-. No hay nadie que dé la lata. El coche es como un barco en el mar. Un agradable balanceo. Apenas el ruido del motor.

Helge Landmark volvió a mirar el coche, y luego a los hombres.

– ¿Puedo hacer un encargo? -preguntó.

– ¿Un encargo?

Arnesen lo miró interrogante. Knoop tenía la vista fija en un punto del suelo, al parecer había un nudo en las tablas de roble.

– Me gustaría ir en ese coche -dijo Landmark, haciendo un gesto hacia la ventana-. Cuando llegue la hora.

Se hizo el silencio en el salón de los Landmark. Pero ese silencio no duró mucho, porque los hombres atravesaron la habitación y le estrecharon la mano.

– Será un honor y un placer -dijo Arnesen.

– Un honor y un placer -repitió Knoop.

– Muy bien -dijo Landmark-. Y así todo será más fácil para Astrid. Cuando ustedes dos llamen a la puerta, ella ya los conocerá. ¿De acuerdo, Astrid?

Ella dijo que sí con los ojos llenos de agua.

* * *

El breve encuentro había acabado. Astrid acompañó a los hombres hasta la puerta y se despidió de ellos. En el momento en que el Daimler de Memento salía lentamente a la calle, Helge Landmark pidió a su mujer una copa enorme de coñac.

Ella lo miró insegura. Hacía mucho tiempo que el hombre no bebía una copa, y a ella le daba miedo que el alcohol con todas las medicinas que tomaba fuera una mezcla explosiva.

– ¿Crees que es aconsejable? -le preguntó con mucha delicadeza-. ¿Mezclar de esa manera?

Landmark dio un puñetazo en el brazo de la silla con las pocas fuerzas que le quedaban.

– ¿Para qué voy a hacer cosas aconsejables, Astrid? ¿Me lo puedes decir?

Ella hizo lo que le había pedido. Se acercó al armario como una niña obediente a buscar la botella, y le temblaban las manos cuando echó el coñac en la copa. Se sentía muy rara. Preocupada y animada a la vez.

Luego se refugió en la cocina a preparar masa para pan. Trabajó vigorosamente la masa con los puños. Mientras estaba ocupada en ello llamaron a la puerta. Pensó que sería la policía, y se apresuró a abrir.

Pero solo era un muchacho desconocido que preguntaba por el camino al Centro Comercial de Sandberg.

* * *

Sejer se sentía muy indignado por lo que le había pasado al matrimonio Landmark. Les preguntó si alguna vez habían sido objeto de algún tipo de vejación, si tenían alguna idea de quién podía haber enviado el coche fúnebre. Helge Landmark no tenía fuerzas para responder. Cuando le pidió a su mujer la copa de coñac, se sentía muy repuesto. Casi como un hombre, tras el encuentro con los dos de la agencia funeraria. Los había dejado atónitos, y eso en sí había sido un aliciente. Pero volvió rápidamente a la cruda realidad. El aguardiente lo dejó K.O. Los párpados se volvieron pesadísimos y le zumbaba la cabeza. El coñac francés le había proporcionado un momento de alegría, una intensa y reconfortante embriaguez, un sabor a la vida y a todo lo que era bueno. Pero no lo toleró. Con un estruendo fue devuelto a su silla de ruedas con el catéter, la botella de oxígeno y la falta de fuerzas. También había algo en ese inspector de policía que le hacía sentirse molesto. El hombre era de su misma edad, alto y fuerte, y ancho de hombros. Con todo lo mejor del resto de la vida por delante. Con la posibilidad de envejecer con estilo y dignidad, no gorgoteando y resoplando como él.

– ¿Quién sabe que está usted enfermo? -preguntó Sejer.

Landmark permaneció callado. Astrid se inclinó hacia delante para contestar.

– Mucha gente -contestó-. La familia. Y los vecinos.

– ¿Alguien viene regularmente a la casa?

– No. Nos las apañamos nosotros solos. Al menos por ahora.

Al decir esto último no miraba a su marido. Estaba sentada con las manos entrelazadas y parecía muy desconcertada.

– Pero pasamos mucho tiempo sentados en el jardín cuando hace buen tiempo -recordó de repente-. Entonces todo el mundo puede vernos. Pueden ver cómo estamos.

Sejer se acercó a la ventana y miró al jardín. Estaba lleno de viejos manzanos, arbustos de bayas y plantas perennes. Contra la pared había un conjunto de muebles de madera, y una gran sombrilla blanca. Le pidió a Astrid que intentara recordar el último par de días. Llamadas telefónicas, correo, o gente que había llamado a la puerta. Ella le relató su vida rutinaria, tal y cómo era desde por la mañana hasta por la noche. No recordaba nada extraño, ni ninguna sorpresa.

– Por aquí no viene mucha gente -explicó-. Excepto para vender algo, o preguntar por el camino. Tenemos un hijo, pero vive en Dubái y no está casado. Solo viene a casa por Navidad, y entonces se queda dos semanas.

Sejer los miró a los dos. Helge Landmark parecía inmensamente cansado. La mayor parte del tiempo tenía los ojos cerrados.

– ¿Quién ha preguntado por el camino? -dijo Sejer, mirando a Astrid Landmark-. ¿Ha venido alguien hace poco?

Ella se acordó de que había sonado el timbre mientras estaba trabajando la masa de pan.

– Solo era un chico desconocido que preguntaba por el camino al centro comercial -recordó.

Sejer hizo un gesto con la cabeza.

– Un chico desconocido. ¿Qué aspecto tenía? ¿Puede describírmelo?

Astrid repasó en su cabeza lo que había ocurrido. Buscaba imágenes en la memoria, pero apenas encontró algo más que una voz. Un voz baja y modesta con una pregunta cortés. ¿Quién estaba ante su puerta? ¿Cómo iba vestido? ¿Por qué no acudía nada a su memoria, ningún detalle, ningún recuerdo nítido, si ese chico había estado delante de su puerta mirándola a los ojos?

– ¿Dice usted que era un chico? -preguntó Sejer.

Ella se encogió de hombros, resignada. Ya no estaba segura de nada. Ese coche negro de Memento la había aturdido hasta el punto de borrar de su memoria todo lo demás.

– Parecía joven -contestó-. Pero resulta muy difícil adivinar la edad de la gente… saber si tenía diecisiete o veinticinco.

– Inténtelo -la animó Sejer-. Seguro que usted se ha fijado en algo.

– Creo que ni siquiera lo miré -confesó Astrid-. Es como si solo fuera una sombra. Yo no dije nada, me limité a señalar calle arriba. Pues el centro está justo allí arriba.