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– ¿Ha estado casada antes? -preguntó amablemente, mirando a Lily Sundelin.

Ella lo miró sorprendida. Luego hizo un gesto negativo con la cabeza.

– ¿Algún novio? ¿Convivió con alguien?

Ella se mostró ligeramente incómoda.

– Bueno, algún que otro novio sí he tenido -admitió-, pero también tengo criterio.

Seguro que sí, pensó Skarre, pero la vida nos depara sorpresas.

– ¿Y usted? -preguntó, dirigiéndose al marido-. ¿Podríamos encontrar algo en una relación anterior? Estoy pensando en celos, por ejemplo. O sed de venganza.

– Estuve casado antes -dijo Karsten, circunspecto.

– Entiendo.

Skarre hizo una anotación. Luego volvió a levantar su mirada azul.

– ¿Se separaron ustedes como amigos?

– Murió -contestó Karsten-. De cáncer.

Skarre recibió la información con serenidad. Se tocó los rizos con una mano, creando cierto caos en ellos.

– ¿Alguno de los dos ha tenido algún conflicto con alguien? -preguntó-. Recientemente, o hace más tiempo.

Karsten Sundelin se colocó junto a la pared, como si quisiera a toda costa jugar con ventaja. Igual que el inspector Sejer, era impresionantemente alto y ancho de hombros. Bajó la mirada y observó a Lily y Margrete, de las que se sentía responsable. Algo le subió por el cuerpo, algo que jamás había sentido. Le gustó la sensación, le gustó la embriaguez. Supongo que habrá sido un niñato de mierda, pensó. Pobre de él cuando lo coja.

– Nosotros no nos peleamos nunca con nadie -dijo en voz alta.

Algunos llegan rápidamente al punto de ebullición, pensó Skarre.

Sejer fue a buscar una silla y se sentó al lado de Lily. Parecía amable, y a Lily le gustaba. Daba la impresión de ser una persona íntegra y segura de sí misma, pero no de un modo desagradable: inspiraba confianza, como un modo de decir que él se ocuparía de todo.

– ¿Dónde viven ustedes? -preguntó.

– En Bjerketun -respondió ella-. En la urbanización.

– ¿Conocen a los vecinos?

– Los conocemos bien -contestó Lily-. Hablamos con ellos todos los días. También conocemos a sus hijos. Juegan en la calle. Los mayores pasean a Margrete en el cochecito por delante de nuestra casa, para que yo pueda verlos desde la ventana.

Sejer asintió con un gesto. Levantó la mano, se inclinó sobre Margrete y le acarició la mejilla con un dedo.

– Yo también tuve un bebé como este -dijo, dirigiendo a Lily una mirada especial-. Hace muchos años, porque crecen. Pero no crea usted que me he olvidado ni un instante de cómo era.

A Lily se le arrasaron los ojos de lágrimas. Le gustaba la voz profunda de aquel hombre, su seriedad y su comprensión. Se dio cuenta de que también los policías eran seres humanos que tenían problemas y penas, como todo el mundo. Que también a ellos les ocurrían cosas, y que tenían que actuar y quedarse en lugares de donde otros se retiraban asustados.

– Cuando llegue a casa -dijo Sejer-, quiero que lo anote todo. Esta noche, cuando la niña esté dormida y ustedes dos se hayan tranquilizado, siéntese y anote todo lo que se le ocurra. A partir del día de hoy. Desde que se levantó, todo lo que hizo y lo que pensó. Si alguien pasó por delante de su casa en coche, si alguien llamó por teléfono, alguien que tal vez colgó cuando usted contestó. Si recibió correo o si alguien pasó andando despacio por delante de la casa. O si de alguna manera se ha sentido observada. Si se acuerda de algo sucedido hace mucho tiempo, una disputa o algún conflicto. Apúntelo todo. Iremos a verlos, porque tenemos que examinar la parte de atrás de su casa. La persona en cuestión puede haber dejado algo, y en ese caso tenemos que buscarlo urgentemente.

Sejer se levantó, y lo mismo hizo Skarre.

– ¿Cómo se llama la pequeña? -preguntó.

– Margrete -contestó Lily-. Margrete Sundelin.

Sejer los miró a los dos. A Lily debajo de los nenúfares y a Karsten debajo de las montañas. Y a aquel bultito en pañales.

– Esto es algo que consideramos muy grave -dijo-, porque es una acción de muy mal gusto. Pero permítanme recordarles algo: Margrete no sabe nada.

* * *

Más tarde ese mismo día, cuando Sejer y Skarre estaban ya de vuelta en la comisaría, se pusieron inmediatamente a hacerse una composición de lugar del delito. Porque estaba claro que se trataba de un delito, algo mucho peor que una broma cruel. Era descarado, calculado y perverso, y no se parecía a nada de lo que habían visto hasta entonces. Los rumores sobre el bebé encontrado bañado en sangre se propagaron como fuego por los pasillos. Por fin llegaron al jefe de la sección, Holthemann, que entró ruidosamente en el despacho de Sejer con su bastón en la mano derecha, dando airados golpes para mostrar su repulsa. Por qué había empezado a usar bastón era un misterio para todos los que trabajaban en la comisaría. Un alma benévola le había preguntado en una ocasión si se trataba de algo duradero, es decir, si necesitaría el bastón para el resto de su vida. Llevaré este bastón a cuestas mientras sea necesario, gruñó, y si necesito apoyo para el resto de mi vida, no creo que haya nada malo en ello, ¿no?

– Pero ¿qué le han hecho a esa criatura? -se quejó-. ¿No pueden limitarse a robar coches o atracar un banco? Eso es comprensible. ¿Y los padres? -preguntó a continuación-. ¿Son personas de recursos, o se trata de gente que va a venir a darnos la lata a todas horas?

– El padre es fuerte, está indignado y enfurecido -dijo Sejer-. La madre es asustadiza como un corzo.

– Habrá sido algún conocido -dijo Holthemann, dando golpes con el bastón-. Hay muchos líos entre la gente. Acoso y otras miserias. Terror y omisiones. Tal vez encontréis algo en su pasado. Algo que han olvidado, o cuyo significado no entienden.

Retiró una silla con la que arañó el suelo. Luego se dejó caer pesadamente sobre ella. No cabía duda de que el hombre tenía una vena dramática, e iba por buen camino. El suceso no tenía ninguna gracia. El bebé del cochecito daría que hablar durante mucho tiempo.

– ¿Tienes algo de beber en esa nevera? -preguntó, señalando con el bastón.

Sejer sacó una botella de agua mineral. Skarre se apresuró a imprimir un mapa que luego colgó en una pizarra. Hizo algunas marcas con un rotulador. Habían ido a echar un vistazo a casa de los Sundelin, y habían reparado en algunos detalles. Bjerketun era una urbanización de principios de los noventa, con casas bonitas y bien conservadas. La mayor parte de ellas tenía jardín y garaje doble, y una espaciosa terraza delantera. La urbanización se encontraba a cuatro kilómetros del centro urbano de Bjerkas, y constaba de sesenta casas; algunas de las que lindaban con el bosque habían sido ampliadas. Lily y Karsten Sundelin no habían ampliado la suya, pues preferían mantener un espacio abierto en la parte de atrás, pensando que Margrete jugaría allí cuando creciera. Tal vez chapoteara en una piscina, saltara en una cama elástica, o se tumbara en una manta a leer. Detrás de la casa de los Sundelin había un tupido bosquecillo, y al otro lado de ese bosquecillo había otra urbanización más grande llamada Campo de Askeland. Constaba de setenta y cuatro casas. Era una urbanización más vieja; las casas se habían construido en la década de los sesenta, y parecían grandes y descoloridas incubadoras. El Ayuntamiento disponía de una tercera parte de ellas para usuarios de Asuntos Sociales, lo que llevaba a una inevitable y creciente decadencia.

Sejer estudió el mapa y siguió con el dedo índice la carretera nacional desde Bjerkas, donde vivían unas cinco mil personas, primero hasta Bjerketun, y a continuación de Bjerketun a Askeland.