– ¿El chico vino en coche?
Una vez más Astrid se encogió de hombros.
– No tengo ni idea -contestó-. De repente estaba ahí. Y cuando cerré la puerta ya no pensé más en él. Solo esperaba que llegara usted.
Helge Landmark levantó su pesada cabeza.
– Yo no vi nada -dijo-, pero tengo buen oído. El que llamó a nuestra puerta desapareció en una moto pequeña.
Lo ocurrido a Helge Landmark levantó polémica en todas las casas. ¿Basta simplemente con hacer una llamada, se preguntaba la gente, para poner en marcha todo ese espectáculo? ¿Aterrar y humillar con solo marcar un número? Sí, así era. Había llamado ese hombre, o chico, al que ahora estaban buscando. Y Arnesen, de la agencia funeraria Memento, que contestó al teléfono, no tuvo ninguna razón para dudar de esa voz educada. Así funcionaba la sociedad, estaba basada en la confianza mutua. Pero ahora surgió la pregunta de que tal vez deberían cambiarse algunas rutinas, sobre todo las que tenían que ver con la muerte y las desgracias. Y aunque Helge Landmark se negara a hablar con los periódicos, la gente obviamente se enteró de que estaba moribundo. Lo desgarrador de todo eso, el que la muerte hubiera llegado de visita preparatoria, que literalmente hubiera entrado marcha atrás hasta su puerta, dejó sin aliento a la mayoría.
Sejer estaba sentado bajo una lámpara leyendo sobre la enfermedad ELA. Esa enfermedad había atacado a Helge Landmark solo unos seis meses antes. Evolucionaba muy deprisa, y al cabo de algún tiempo conducía a la muerte.
«La esclerosis lateral amiotrófica es una enfermedad neuromuscular que ataca las motoneuronas de la médula espinal y del cerebro. La enfermedad no tiene cura y el tratamiento es exclusivamente sintomático.
»Los pacientes de ELA mueren cuando dejan de funcionar los pulmones debido a la desaparición de la musculatura respiratoria. En algunos pacientes los primeros síntomas son dificultades para hablar o tragar. O comienza asimétricamente, por ejemplo con una debilidad o torpeza en una mano.»
Al final se fijó en los nombres de algunos famosos enfermos de ELA: Mao Zedong, Stephen Hawking, Axel Jensen.
De repente le invadió un gran temor, un temor que le llegó por la espalda. ¿Podrían caracterizarse como ataques asimétricos sus pequeños mareos, que daban lugar a unos pasos vacilantes? La mera idea era tan sobrecogedora que le faltó el aliento. Para apartar esos ridículos pensamientos cogió una hoja que estaba al lado del teléfono, y en la que había hecho algunas anotaciones. Había llamado a Gunilla Mork y habían hablado un buen rato sobre muchas cosas. Lo más importante tenía que ver con ese estudiante polaco que había llamado a su puerta a pedir trabajo. Ella se había esforzado por recordar el aspecto del chico, pero admitió que estaba tan alterada por lo del anuncio que acababa de leer y que la había conmocionado de tal manera que no se había fijado en las cosas esenciales. Sejer había hablado luego con la joven esposa de Sverre Skarning. De ella sí había conseguido una buena descripción del hombre que había ido a la granja a comprar huevos. Al parecer se trataba más bien de un chico. También él había acudido en una pequeña motocicleta. Habían charlado un buen rato. El chico tenía una voz amable, dijo ella, muy clara y agradable, y además era muy simpático y prudente. Sejer habló al final un buen rato con Lily Sundelin. Ella se había acordado luego de un episodio en el hospital. Un chico con el brazo en cabestrillo había estado dando vueltas por el pasillo sin dejar de mirarlos fijamente. Sejer se había formado ya una imagen de la persona a la que creía idéntica a la que aterrorizaba a la gente: un chico o un joven delgado y menudo, de entre dieciocho y veinticinco años, con melena corta oscura y ojos marrones, que vestía vaqueros y zapatos de caña alta y se alejaba en una moto pequeña, probablemente roja. Su casco era de ese mismo color. Pero al parecer tenía un carácter amable y prudente, por lo que accedía fácilmente a la gente. Creían en él. Síntomas asimétricos, pensó, tocándose la cabeza. Esos malditos mareos. Como si alguien le diera un golpe en las rodillas de tal manera que las piernas se negaran a llevarlo. No, no tiene nada que ver con parálisis, está en la cabeza. Como si eso fuera mejor, siguió pensando. Intentó buscar cierto sosiego, pero lo había abandonado. Apoyó la cabeza en el respaldo de la silla y cerró los ojos. El infierno empieza ahora, pensó. Será la edad que viene a por mí, y que me hace pensar en la muerte. Eso es lo que quiere el tipo que está jugando con tanta crueldad. Mi corazón ha trabajado intensamente durante muchísimos años y ahora está a punto de iniciar la cuenta atrás.
Me corresponde un determinado número de latidos, así son las cosas.
Y sabe Dios lo que inventará ese chico la próxima vez.
El Hospital Central era un edificio de trece plantas, construido en 1964. Luego se habían añadido dos alas más. Entrando por la puerta principal se llegaba primero a un ancho mostrador de información arqueado, de madera clara. Junto a información había varios sofás pequeños, tapizados en azul. Allí esperaba la gente, por ejemplo los que acompañaban a alguien a alguna prueba médica o a recibir algún tratamiento. También había una amplia cafetería, un quiosco y una pequeña floristería que vendía ramos ya hechos. En el rincón había una sucursal de la farmacia de la población. El techo alto estaba decorado con un vertiginoso número de bombillas que hacían brillar todas las cosas. Siempre había mucha gente en torno al mostrador de información, un continuo murmullo de voces, tintineos de tazas de café y vasos, y el constante ruido de todos los ascensores que arrancaban y se detenían. A veces sonaba algún teléfono. También se oía el ruido de la puerta doble de entrada, que rugía cuando se abría y se cerraba. En el mostrador de información trabajaban por turnos un total de cuatro personas. Ese día era una de las más mayores, Solveig Groner, la que informaba a la gente. Llevaba un rato inmersa en un montón de papeles cuando algo le llamó la atención y le hizo levantar la cabeza. La puerta doble de cristal rugió, y entró a toda prisa una mujer. Estaba exhausta, como si hubiese llegado corriendo desde el aparcamiento. Solveig Groner soltó lo que tenía en las manos. La recién llegada tendría unos cuarenta años. El pelo, negro y abundante, lo llevaba recogido en la nuca. A pesar de la altura de sus tacones, llegó al mostrador en un tiempo récord.
– Evelyn Mold -dijo, sin aliento.
Pronunció este nombre, «Evelyn Mold», con una especie de expectación. Como si una serie de cosas fueran a suceder entonces y Solveig Groner tuviera que darse cuenta enseguida. Debería acudir gente a toda prisa, y deberían sonar las campanas. Pero nada de eso ocurrió. La mujer puso las manos en el mostrador, blancas en contraste con la madera clara. Tiró una caja de clips, pero hizo como si nada y esperó.
– Evelyn Mold -repitió, un poco más alto esta vez.
Solveig Groner mantuvo la calma. Durante sus muchos años de servicio en el hospital había visto casi de todo, y además era importante no equivocarse en ese edificio lleno de enfermedad y muerte.
– ¿Mold? -preguntó amablemente-. ¿Ha venido usted a visitar a alguien con ese nombre?
La mujer asintió. Se tocó la garganta con una mano. Sus mejillas ya no estaban enrojecidas, pues estaba a punto de quedarse pálida.
– Soy yo -respiró-. Evelyn Mold soy yo.
Solveig Groner no entendía muy bien lo que la mujer quería. Se inclinó hacia ella y bajó la voz, porque se dio cuenta de que algunos de los que estaban sentados esperando en el sofá azul observaban lo que sucedía. La discreción era importante. Era algo que ella siempre tomaba muy en serio.
– ¿En qué puedo ayudarla? -preguntó amablemente.
– Me han llamado ustedes -dijo Evelyn Mold-. ¡Me han llamado para que viniera! Y aquí estoy. ¡Ayúdenme pues! ¡Ayúdenme!