Solveig Groner notó cómo el nerviosismo de la mujer la estaba contagiando. Una cosa cada vez, pensó, cuida de hacerlo todo bien. El nombre y cosas así.
– ¿Ha venido a visitar a alguien? -repitió.
La mujer estaba a punto de derrumbarse. Perdió la paciencia y se estaba enfadando. No entendía por qué no acudía nadie a recibirla, deberían haber llegado corriendo.
– Francis -dijo-. Mi hija, Francis Mold. Conduce una moto pequeña.
Solveig Groner asintió. Moto pequeña, pensó.
– ¿Adónde le dijeron que acudiera? -preguntó.
– Aquí -contestó Evelyn Mold.
– ¿Aquí? ¿A información?
Evelyn Mold se sentía ya tan mal que estaba perdiendo la voz.
– ¿Ha tenido un accidente de tráfico? -preguntó Solveig Groner.
Evelyn Mold se echó a llorar. El pelo, recogido en la nuca, le caía por las mejillas.
– Dijeron ustedes que era grave -sollozó-. He cogido el coche y he venido a toda prisa. ¿Puede usted preguntar a alguien? ¿Indicarme el camino? ¡Tiene que darse prisa, dijeron que era grave!
Solveig Groner descolgó el teléfono y marcó un número. Se sentía muy insegura. Aquello no coincidía del todo con los procedimientos del hospital. Evelyn Mold esperaba. Veía todas las cosas como a través de un túnel de luz. También oía el murmullo creciente y menguante de voces, el tintineo de tazas y vasos en la cafetería, y el repentino y agudo crujido de un periódico, justo el sonido que uno hace para indicar que acaba de decir algo importante. Luego oyó la voz de Solveig Groner.
– Francis Mold. Sí. Accidente de tráfico. Su madre ha llegado. No, es una chica joven. ¿Cómo? ¿Qué dices?
Se hizo el silencio. Evelyn esperaba. La espera le producía dolores en las piernas, tanto esperó que se le saltaron las lágrimas. Pronto vendría alguien, la cogería del brazo y la llevaría hasta la cama de su hija. O tal vez se encontrara ya en el quirófano. ¿Qué se habría lastimado en el accidente? ¿Las piernas o acaso la cabeza? ¿Volvería a ser como antes? ¿Ya no tendría dieciséis sino tres años, habría retrocedido a la etapa infantil, o peor aún: había desaparecido? ¿Era ya solo algo que respiraba por tubos y agujas? Se tapó la boca con una mano, y nerviosa, cambiaba el peso de un pie al otro. Estaba a punto de vomitar sobre el mostrador de información.
Solveig Groner empezó a hablar en voz baja.
– Evelyn -dijo con mucha delicadeza, extendiendo un brazo-. No sé muy bien lo que significa todo esto. Pero aquí no ha ingresado nadie con ese nombre. Y tampoco ha llegado nadie a quien no hayamos podido identificar. ¿Lo entiende?
Evelyn temblaba ya tanto que le castañeteaban los dientes.
– Ustedes me llamaron -sollozaba-. Diciendo que tenía que acudir enseguida.
Solveig Groner buscaba desesperadamente una explicación. El pánico de la mujer estaba a punto de desbordarla. Entonces se le ocurrió otra posibilidad, y se aferró a ella al instante.
– ¿Pudo ser del Hospital General? -preguntó-. ¿Puede usted haberse equivocado de nombre?
Evelyn tuvo que pensarlo. El Hospital General. Estaba a una hora de coche de donde ellos vivían. ¿Podría Francis haber ido tan lejos en su pequeña moto? Pues sí, podría, porque la moto era nueva y ella tenía mucha afición. Pero no era lo que le habían dicho. ¿Podrían haber dicho Hospital General? Intentó recordarlo. ¿Fue un hombre o una mujer quien llamó? ¿Cuáles habían sido las palabras exactas? ¿Por qué era todo un lío? ¿Por qué era incapaz de sacar algo concreto de todo eso? Solo recordaba algo de hospital, algo de Francis, si era su hija, que cuándo había nacido, y algo de un accidente. Que tenía que acudir inmediatamente. Luego ella pidió detalles, que cómo estaba la chica. Entonces le dijeron que no se podían dar detalles por teléfono.
Pero ¿es grave? preguntó. Sí, contestó la voz. Es grave. Es importante que acuda enseguida.
Estaba balanceándose como una enferma, agarrada al mostrador.
– Voy a llamar al Hospital General -dijo Solveig Groner-. ¿Cuál es el nombre completo de su hija?
– Francis Emilie Mold. Nació en el noventa y cuatro. Tiene quince años.
Tras haber pronunciado esas palabras se derrumbó. Esperaba el veredicto. Tenía la sensación de que alguien la había colgado de un gancho, pues ya no tenía contacto con el suelo. Solveig Groner llamó al Hospital General, se presentó y pidió que la pasaran con el responsable del ingreso de accidentados. Cogió un bolígrafo y se agarró a él. Había algo incómodo en esa situación, algo desconocido. No solía tener problemas manejando catástrofes, pero en todo aquello había algo extraño. Cuando le contestaron, se confirmaron sus sospechas. Dio las gracias y colgó. Echó un vistazo sobre el mostrador a Evelyn Mold. Reunió todo su coraje. Tenía la sensación de que ella misma estaba moviéndose al borde del precipicio.
– ¿Tiene su hija un teléfono móvil? -preguntó en voz baja.
Evelyn estaba a punto de derrumbarse.
– Dijeron que era grave -tartamudeó-. No entiendo lo que quiere usted decir.
Solveig Groner sabía que corría un riesgo, pero estaba obligada a hacerlo.
– Le sugiero que intente llamarla -dijo-. Llámela ahora.
– Pero ¿para qué?
– Si no ha ingresado ni aquí ni en el Hospital General tenemos que intentar otra cosa.
Se inclinó sobre el mostrador y miró a Evelyn a los ojos.
– ¿Sabe usted? Han ocurrido muchas cosas raras últimamente.
Evelyn Mold necesitó unos instantes para entender lo que la mujer le estaba diciendo. Era como si su cerebro con todas sus habitaciones estuviera cerrado a todo lo demás, y solo la cámara del terror permaneciera abierta. Sacó el teléfono móvil del bolsillo. Miró sin saberlo al techo y descubrió cientos de lucecitas que ahora brillaban como estrellas. Volvió a oír el crujido de un periódico cerca, como si de una confirmación se tratara.
– ¿Tantas cosas raras? -susurró, con la mirada clavada en Solveig Groner.
– Ya sabe usted, ese tipo que engaña a la gente -le explicó Solveig-. Ese del que todo el mundo habla, el que entrega esquelas y comunicados falsos.
Evelyn marcó el número de su hija. Y mientras esperaba que contestara, alzó la mirada hasta las estrellas del techo.
Llegaron a casa casi al mismo tiempo.
Evelyn vio la moto en el momento de detener el coche.
No se dijeron gran cosa, habían sido empujadas dentro de una habitación desconocida, y ahora estaban buscando la manera de salir de allí, para volver a lo conocido y querido. Lo cotidiano y seguro, con la luz del sol entrando por las ventanas y el canto de los pájaros en los árboles detrás de la casa. El sonido del televisor encendido en un rincón. Y las conversaciones entre ellas, que siempre fluían ligeramente y sin esfuerzo, conversaciones con bromas, cariño y risas. Ahora todo se había detenido y se sentían torpes, porque no sabían exactamente cómo manejar lo que les había sucedido. Evelyn Mold siempre se había considerado una persona fuerte y resistente. Una persona realista. Capaz de encajar algún que otro golpe. Al menos eso era lo que creía. Había hecho rafting por el río Soja, bueno hacía unos años, pero le gustó lo dramático de ese deporte. Había corrido la maratón de Oslo dos veces, también cuando era más joven. Y definitivamente no era de las que se tomaban la vida como algo obvio. Cuando le compró la moto a Francis sintió por dentro un ligero miedo, miedo de que su hija pudiera ser atropellada por un coche. Lo pensó y a continuación apartó ese pensamiento. Era una persona racional. No se preocupaba de antemano. Pero este suceso la había llevado a lugares desconocidos. Cuando entraron en casa y Evelyn hubo cerrado la puerta tras ellas, dio un par de pasos hacia el salón y se derrumbó por completo. Se quedó inclinada sobre la mesa, con las manos plantadas en el tablero, jadeando por falta de aire. Francis siguió sus pasos, un poco torpe ella también. Mamá, estoy aquí. No pensemos más en esto.