– Me estás mintiendo -dijo Johnny-. ¡Como estar flotando en la marea!
Se oyeron de nuevo unos gruñidos a modo de risa procedentes del viejo. Agitó un instante su maza de clavos, haciendo a Johnny una torpe caricia.
– Estoy bien, chico -dijo.
– Pero quiero saber cómo es -volvió a insistir Johnny-. ¿Es algo de la luz, o de la acústica?
Henry susurró.
– Supongo que veo lo mismo que tú -contestó-. Todo el mundo vive su vida en su rincón. La vista es la misma. Todo lo demás es mentira.
– ¿Dónde has estado hoy? -preguntó Johnny-. ¿Qué has hecho?
Johnny se acomodó mejor en el puf. A pesar de su liviano peso, el pequeño mueble crujía entre plásticos y costuras.
– No gran cosa -dijo-. He estado en un café y me he tomado un bollo de vainilla. Y luego he ventilado un poco el periódico.
Está claro que me van a pillar, pensó.
Antes o después. Está bien. Y mientras espero a que me cojan, me estoy divirtiendo. Me gusta este juego, siempre gano yo. Pero si llegara a toparme con alguien superior a mí, no me importaría. No me quejaré. Fue divertido mientras duró, y me he hecho notar por todas partes.
Se quedó varias horas con Henry. Hojearon juntos el periódico del día, mientras hablaban de todo y de nada, y a ratos se limitaban a callar en un silencio de gran complicidad muy juntos en la sofocante habitación. Cuando Johnny por fin se levantó para irse, vio a Else Meiner por la ventana, y cuando salió, ella lo vio a él. Estaba sentada a horcajadas sobre la bicicleta azul de marca Nakamura, que parecía encontrarse en perfecto estado. Las cubiertas estaban totalmente nuevas. Johnny arrancó la Suzuki y se puso el casco, luego salió lentamente a la calle. Ella esperaba. Su rostro era una gran sonrisa. Pensó en algo que había dicho su abuelo alguna vez. Que una persona que te martirizaba a menudo era alguien que en el fondo estaba muy interesado por ti, incluso tal vez enamorado. Por esa razón miró con más detenimiento que nunca a Else Meiner. A esa carita puntiaguda de niña con grandes dientes incisivos. ¿Enamorada de él? ¿En el fondo? Prosiguió su camino. Esta vez no desvió la mirada, no miró al volante, ni al cielo, sino que la miró fijamente a los ojos. Ella tampoco desvió la mirada ni un instante. Johnny se dio cuenta de que nunca había mirado de verdad esa sonrisa, en realidad era una sonrisa fresca y burlona. Sabe que soy yo el que le reventó las cubiertas, pensó, eso es lo que intenta decirme. Por esa razón no me gritará como suele hacer, porque ahora estamos en paz. ¡Joder! ¡Por fin estamos en paz! Aceleró y bajó la calle a toda velocidad. Al pasar por delante de ella, Else Meiner levantó el dedo corazón.
– ¡Cara de sapo! -gritó todo lo que pudo.
Su risa tableteaba como dados rodando sobre una mesa.
Johnny se enfureció tanto que le ardían las mejillas.
– ¡Niña estúpida! -gritó, devolviéndole el saludo-. ¡Iré a por ti! ¡Iré a por ti esta misma noche!
Entonces se acordó de que era jueves, lo que significaba que la banda de música del colegio ensayaría en el gimnasio del colegio de Hauger, y que Else Meiner estaría sentada en una silla con su trompeta soplando hasta que se le hincharan las mejillas. Emplearé la navaja suiza, pensó.
Te pincharé ambos pulmones.
Después de eso no habrá mucho sonido en tu trompeta.
Luego se quedó pensando en lo de la banda de música del colegio de Hauger, en que Else Meiner iría en la bici con la trompeta dentro de una pequeña caja sobre el transportín. Estaría sentada en el gimnasio soplando durante dos horas. O una hora y media. No sabía cuánto duraban los ensayos, pero se acercaría hasta allí a mirarlos por la ventana. Antes de irse buscó en el cajón de la cómoda de su habitación una sorpresa para Else Meiner. No quería ir sin estar preparado. Al final metió la mano en la jaula de Butch y lo acarició cariñosamente.
– No es país para viejos -susurró.
Y salió.
El verano estaba tocando a su fin.
La vegetación se estaba secando, no quedaban ya ni colores ni frescura. Nada de optimismo en la naturaleza, nada de fuerza. Era como si un espíritu o un gigante hubiera barrido toda la urbanización Askeland, dejando pesadas huellas tras él. No os volváis a levantar. Ahora llegará el frío, y la oscuridad. Johnny Beskow miraba las casas conforme pasaba, como hacía siempre. Sabía que en Askeland se podía comprar heroína, dos veces lo habían parado para ofrecerle una dosis. La había rechazado con una arrogante sonrisa. Apreciaba demasiado conservar despejada la cabeza, y sabía que era rápido, ligero y agudo. Los yonkis que andaban por Askeland parecían zombis.
Cuando estaba ya cerca del colegio de Hauger, frenó y echó una rápida mirada a su alrededor. El cobertizo estaba lleno de bicicletas, y había algunos coches en el aparcamiento. Una cuerda daba golpes al asta de la bandera como si de un azote se tratara, y oyó un tambor y el mazo que golpeaba a intervalos iguales la piel tensada. Sabía que era el gran tambor, el mismísimo latido del corazón de la marcha, con un ritmo regular y decidido. La banda estaba ya tocando, con batería e instrumentistas de viento. Un flautín gritaba con un sonido chillón por encima de todos los demás. Se bajó de la moto y la empujó el último trecho hasta el cobertizo, porque no quería que Else Meiner lo oyera. Con ella no se sabía nunca, era muy espabilada. Aparcó la moto y dio una vuelta por el patio de recreo observando. En el asfalto había pintadas dos rayuelas y Johnny no resistió la tentación de saltar las dos, aunque le faltaba la piedra. No peso mucho, pensó al saltar, pero soy ágil. Joder, soy un fenómeno saltarín. Esa modesta actividad gimnástica sobre el asfalto hizo que su corazón latiera más deprisa y la sangre bombeara rápidamente por su cuerpo delgado. Se quedó en el patio de recreo contemplándolo todo. Entonces descubrió un sendero para peatones y ciclistas que estaba cerrado con una barrera pintada de rojo y blanco. Él había ido por ese sendero varias veces antes de tener la Suzuki. Era estrecho y estaba asfaltado, y se llamaba el Sendero del Amor. Else Meiner había ido por allí, de eso estaba seguro, porque vivía en Bjornstad. Y cuando la chica volviera a la calle Roland, después del ensayo de la banda, desaparecería por allí en su bicicleta azul Nakamura. Al menos eso creía él. O mejor dicho, con eso contaba al poner en marcha su malvado plan, elaborado minuciosamente en el transcurso de unas vespertinas horas llenas de odio. Animado por esos pensamientos fue andando deprisa hacia la barrera. No tendría ningún problema en atravesarla con la Suzuki. Y luego la esperaría en ese sendero, escondido detrás de unos arbustos, porque aquello era muy frondoso y ofrecía muchos escondites. El corazón le latía aún más deprisa. Estaba lleno de esa cosa tan dulce como la miel, esa cosa llamada venganza. Se quedó un rato pensando junto a la barrera, miró a derecha e izquierda, y estudió la vegetación, que era seca y espesa. Luego volvió al colegio. Fue de puntillas hasta un ventanuco del sótano y miró hacia el interior del gimnasio. Vio al director en medio de la sala agitando tremendamente la batuta blanca, su cuerpo entero se esforzaba al máximo para empujar hacia delante a la banda, y lo hacía con todo, con codos puntiagudos, rodillas oscilantes y gestos intensos de su peluda barbilla. En el lado izquierdo de la sala estaban sentados los instrumentistas de madera. Uno de los clarinetes parecía un pájaro piando. La batería estaba en la parte de atrás. Y delante, a la derecha, estaban los que tocaban instrumentos metálicos de viento. Vio a Else Meiner con su trompeta. Tenía las mejillas abombadas, justo como se había imaginado. Pero, maldita sea, la tía sabía tocar, era la única que sacaba tonos puros, la única que llevaba bien el ritmo. Johnny se hundió sobre el asfalto y luego se quedó sentado con la espalda apoyada en la pared algo alejado de la ventana, escuchando cómo la banda ensayaba una marcha tras otra. Lo que más le interesaba a Johnny era el tambor grande. La maza se movía con precisión y energía, manteniendo a los demás en su sitio, llevándolos por la buena senda, por así decirlo, porque no se podía negar que tocaban campo a través. Se paraban a intervalos regulares, y entonces se oía un sonido agudo. Era el director, golpeando la batuta contra el atril. Cuando la banda llevaba una hora tocando, se hizo de repente el silencio en el gimnasio. Johnny miró con cuidado por la ventana. De repente se dio cuenta de que era una pausa. Los músicos se levantaron, dejaron los instrumentos sobre las sillas y subieron a la planta principal. Los chicos seguramente irían a fumar a escondidas, las chicas jugarían a la rayuela, o tal vez harían alguna virguería con el chicle mientras pudieran. Johnny se levantó bruscamente del asfalto y se escondió tras la esquina del edificio, desde donde los veía salir en grupos. Else Meiner llevaba vaqueros y una chaqueta clara que se había puesto al revés, porque tenía los botones a la espalda, pero bueno, él ya lo sabía, ella tenía mucha cara y era diferente. Estaba confabulada con otras dos chicas, parecían compartir alguna chuchería. Las voces de chicas flotaban por el aire, claras como un carillón. Se apretó contra la pared para vigilarlas, para tomar nota de sus gestos, de cómo actuaban entre ellas. Meiner era la jefa, las demás la escuchaban a ella. Como había imaginado, la pausa duró quince minutos, y de repente entraron corriendo en el edificio, y el patio quedó desierto de nuevo. Cuando vio que todos estaban sentados en sus sillas abajo en el gimnasio, entre espalderas y gordos, entró de puntillas en el vestíbulo. Todavía oía la trompeta de Else Meiner. En la pared de la derecha había un tablón de anuncios; se acercó a leerlos. Ponía lo que él sabía desde hacía tiempo, que el colegio de Hauger ensayaba los jueves, de seis a ocho. Pero había más actividades durante la semana en ese viejo edificio escolar. Aeróbic para principiantes y expertos, los martes. El grupo de ajedrez los miércoles a las siete. Fútbol los lunes. Cursillos de cocina y de manualidades. Vaya, cómo se esfuerza la gente, pensó Johnny Beskow. Dio un breve paseo por el vestíbulo. Bebió ruidosamente un poco de agua fría de una fuente junto a la pared y miró las fotos. Buscaba a Else Meiner y por fin la encontró, disfrazada de abeto. Llevaba algo de franela verde, pero su barbilla puntiaguda la delataba. Participaba en alguna función de teatro. El bosque vivo.