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De repente un hombre salió por una puerta, llevaba una bata de nailon gris.

– ¿Estás buscando algo?

Era el conserje. Johnny se largó sin contestar, abrió la puerta de un empujón y cruzó el patio más veloz que el rayo. Cogió la Suzuki del cobertizo, salió del patio empujándola, atravesó la barrera y siguió por el sendero de peatones y ciclistas. Se detuvo para tranquilizarse y recobrar el aliento. La banda ensayaría hasta las ocho. Luego charlarían un poco antes de despedirse, colocarían los instrumentos en sus respectivas cajas, se levantarían, subirían, cogerían sus bicis y se irían. A las ocho y cuarto, pensó Johnny. Entonces aparecerá ella en su bicicleta azul. Iba despacio por el Sendero del Amor, buscando un buen escondite. Tendría que haber suficientes matorrales como para esconderlos a él y a la moto. Y cuando hubiera cometido su fechoría, tendría que permanecer escondido hasta que ella hubiese desaparecido. Mientras caminaba, se le ocurrió un pensamiento completamente idiota. La mera idea lo hizo ponerse colorado desde el pelo hasta el cuello. Tuvo que pararse. Luego se quedó inclinado sobre la moto, sonrojado y ardiendo de vergüenza. ¿Qué posibilidades había en realidad de que Else Meiner apareciera montada en su bicicleta por ese sendero? Podría elegir la carretera principal. El trayecto era más corto y había más tráfico, pero podría elegirlo. Y luego: ¿qué posibilidades había de que fuera sola? ¿No había al menos treinta chiquillos en esa maldita banda? Tal vez fueran cuatro o cinco juntos. El ataque de vergüenza le duró más de un minuto. Era incapaz de moverse. ¿Y si alguien supiera lo tonto que era? Recapacitó con un gran esfuerzo, enderezó los hombros e irguió la cabeza. Soy rápido, pensó, y ellos se quedarán todos como estatuas. Tampoco me reconocerán, pensó. Y empujó la moto otro trecho. Al cabo de un rato el sendero se dividía en dos. Eligió el de la izquierda, porque pensó que iba en dirección sur, hacia Kirkeby. Algunos seguirán por el otro camino, pensó, con lo que quedarán solo dos o tres. Y tal vez haya otro cruce de caminos. Sí, lo había, unos minutos después. Ese sendero iba hacia la derecha, hacia Sandberg. Allí se despediría alguno más. Ya solo quedarán dos chicas, pensó. A dos chicas sí puedo manejarlas. Al cabo de otro par de minutos vio unos espesos matorrales a la izquierda. Empujó la moto fuera del sendero, la escondió entre la maleza y se sentó a esperar a Else Meiner.

Los matorrales estaban llenos de ortigas y helechos.

En la mano llevaba la navaja suiza.

* * *

Ella eligió el Sendero del Amor.

Iba sola y cantando una de esas canciones que se oían en Radio 4 varias veces al día, no recordaba exactamente cuál, pero le irritaba. La bici azul brillaba, seguro que se la ha comprado su papá, pensó Johnny, y también sería su papá el que se había ocupado de comprarle nuevas cubiertas. Porque la persona que tiene un padre también tiene a quien acudir cuando algo se rompe. Johnny salió lentamente a cuatro patas de los matorrales, y serpenteó por el suelo como un reptil. Su plan era aparecer de repente, levantarse y abalanzarse sobre ella por detrás, habría que aprovechar el factor sorpresa en la medida de lo posible. Aprovechar esa parálisis que según sus cálculos se apoderaría de la chica. Tuvo suerte. La chica se acercaba lentamente sobre las suaves cubiertas de goma. Seguía cantando y haciendo ruido. Johnny se sacó la navaja suiza del cinturón, desplegó la hoja más larga, y empezó la cuenta atrás. Estaba temblando de excitación, los temblores lo pusieron rabioso, y la rabia le devolvió la calma. Ya no podía esperar más. Se levantó y se tiró hacia delante con una enorme fuerza. Se lanzó sobre la bicicleta y se agarró al transportín de la chica de tal manera que la caja de la trompeta cayó al asfalto con un estallido. La chica puso los pies en el suelo desconcertada, su frágil cuerpo se estremeció. En el instante en que ella intentó girarse, él se acercó por detrás, le puso un brazo alrededor del cuello y tiró. El cuello de la chica era tan fino como el tallo de una cereza, y las venas verdes parecían finos hilos. Ella se fue al suelo, igual que la bici, y Johnny perdió el equilibrio y se cayó, la sangre le bombeaba el cuerpo como golpes duros. Permanecieron en el suelo luchando, y en el fragor de la lucha Johnny se sintió extrañado. Ella ni gritó ni se quedó paralizada, sino que se puso a patalear con una fuerza tan enorme que él se sentía extenuado. Solo tenía libre el brazo izquierdo, porque con el derecho empuñaba la navaja, y ella pataleaba como un burro. Se retorcía como un gusano, serpenteaba como una víbora. Luego le clavó los dientes en el antebrazo con una gran fuerza. El dolor hizo que se le saltaran las lágrimas y por unos instantes estuvo a punto de perder el control. Ella aprovechó el susto del otro y se volvió para verle los ojos. A través de la pequeña máscara de gorila él vio perfectamente la pecotosa cara de Else Meiner, esa pesada que le envenenaba la existencia, ese dragón que siempre salía de su gruta cuando él pasaba por delante. Iba a humillarla de una vez por todas. De modo que apretó los dientes, la empujó contra el asfalto, se sentó a horcajadas sobre su estrecha espalda, agarró su pelo rojo y levantó la navaja. Con un único y rápido movimiento le cortó la trenza como si fuera una cuerda. Se metió jadeante la trenza en el bolsillo sin soltar a la chica, como para hacerle saber que si quería también podía cortarle el cuello si no se comportaba. Por fin la chica dejó de moverse. Johnny le clavó una rodilla en la espalda, la agarró del pelo que le quedaba y tiró con fuerza un par de veces, dándole un último empujón de advertencia. Se levantó y volvió a esconderse en los matorrales. Corrió en zigzag hacia dentro y se agachó hasta quedarse sentado escondido entre los helechos, observándola mientras ella intentaba sobreponerse. Parecía ligeramente fuera de sí. Dio unos pasos al tuntún, tenía las mejillas pálidas. Pero consiguió enderezar la bicicleta y colocar la trompeta sobre el transportín. Luego levantó la mano en busca de su trenza en la parte posterior de la cabeza. Johnny, encogido en la hierba, apenas se atrevía a respirar. Se había restregado con unas ortigas, se había pinchado con unos cardos, y Else Meiner le había mordido el brazo. Pero él contenía el aliento. Esto no es más que un aviso, pensó. La próxima vez te corto las orejas.