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Meiner vivía en la calle Roland, en un chalet amarillo muy grande. Sejer y Skarre se fijaron en que había varios destartalados y viejos Mercedes en el patio. Permanecieron unos instantes observando la casa a distancia.

– La gente de este lugar al menos ya tiene una cabeza de turco -dijo Sejer-. Si esta noche se quema una casa en Kirkeby, le echarán la culpa a él. Aunque su verdadero talento reside en aterrorizar a la gente a distancia. De manera que no sé muy bien qué pensar de esto. ¡Vamos! -exclamó, echando a andar hacia la casa-. Entremos a ver a Else Meiner.

Fue su padre, Asbjorn Meiner, quien abrió la puerta. Meiner era grande y robusto, llegó dando portazos y era obvio que estaba muy alterado por lo sucedido.

– ¡Else! -gritó hacia el interior de la casa-. Ya están aquí.

Y cuando la chica no apareció inmediatamente, repitió:

– ¡Else! ¡La policía!

Esperaban encontrarse con una chica aterrada, sentada tal vez en el rincón del sofá, con las rodillas encogidas junto a la barbilla. Una chica con manos nerviosas y voz apenas audible, ofreciendo su explicación con frases cortas y susurrantes. Pero Else Meiner no era ese tipo de chica. Salió de una puerta que daba a la entrada, vestida con unos vaqueros descoloridos y un top con tirantes finos. Su corto pelo rojo, que ya no estaba recogido en una trenza, se erizaba por todos lados. Sobre todo parecía una troll gamberra.

Asbjorn Meiner se colocó como el capitán de un barco, con las piernas separadas y las caderas hacia delante.

– Fíjense la pinta que tiene -dijo resignado.

Else Meiner se apoyó en la pared.

– Tiene una pinta estupenda -dijo Sejer-. Permítanme decirlo.

Esto hizo sonreír a la pequeña Else. Su pelo parecía un incendio sobre su cabeza, y tenía unas orejas pequeñas y puntiagudas, como los elfos de los cuentos.

– El pelo le llegaba hasta el culo -dijo Meiner, muy dramático, gesticulando con sus largos brazos.

Sejer y Skarre hicieron sendos gestos con la cabeza.

– Pues sí -dijo Skarre-. Supongo que lleva mucho tiempo conseguir un pelo tan largo.

Meiner los condujo a un espacioso salón, pero Else se quedó en la puerta observándolos. Iba descalza, y tenía las uñas de los pies pintadas.

– Else -dijo su padre-. No te quedes ahí parada. ¡Tienes que colaborar!

La chica se encogió de hombros. Cruzó lentamente la alfombra y se sentó. Sejer siguió la pequeña figura con la vista. Else hizo lo que su padre le había ordenado, aunque no le tenía ningún respeto, solo que Asbjorn Meiner no lo sabía.

– ¿Estás bien? -preguntó Skarre con gran amabilidad.

Ella levantó la vista.

– Claro que sí. No es más que pelo -contestó.

– ¿Utilizó unas tijeras?

– No, una navaja.

– ¿Viste la navaja?

Ella asintió.

– Era un cuchillo pequeño con una hoja corta y un mango rojo -explicó-. Una especie de navaja.

– ¿Una navaja suiza? -preguntó Sejer-. ¿Sabes lo que es eso?

– Sí, porque tenemos una de esas en el cajón de la cocina.

Asbjorn Meiner cerró los ojos. Se dio cuenta de que los dos hombres de la policía tenían una línea abierta hasta su hija que él nunca había tenido.

– ¿Te asustaste? -preguntó Sejer.

– Me sobresalté -contestó ella sin más.

– ¿Viste algo?

– Uno de sus brazos. Intenté morderle. Él estuvo a punto de perder el control.

– ¿Viste algo más?

– Solo sus piernas cuando salió corriendo. Piernas rápidas -añadió.

Se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros.

– ¿Qué clase de calzado llevaba? -preguntó Sejer.

– Zapatillas de deporte de caña alta -contestó Else-. Con rayas negras. Viejas y desgastadas.

– ¿Te fijaste en algo más?

– La máscara que llevaba olía bien -dijo-. A caramelo. Digo yo que acabaría de comprarla.

Sejer asintió. Esa chica tenía algo especial, algo fresco y desafiante. Con ese pelo tan salvaje y despeinado y los vaqueros parecía más bien un chico un poco gamberro. No era de complexión fuerte, pero parecía segura. Era taciturna, pero no tímida. Llevaba las uñas pintadas, pero no parecía una cursi.

– ¿Lo oíste decir algo cuando te atacó? -quiso saber Skarre-. Quiero decir, antes o después de atacarte. ¿Dijo algo? ¿Oíste alguna moto o algo que arrancara? ¿Cómo escapó él luego?

– Desapareció entre los matorrales -contestó Else-. No oí nada, solo que respiraba muy deprisa.

– Ya, me lo puedo imaginar -intervino Asbjorn Meiner.

– ¿Sabes qué edad podía tener? ¿Crees que era un hombre o era un chico?

– Intenta adivinar la edad de un gorila -contestó Else.

Asbjorn Meiner, que se sentía algo ignorado, tomó de nuevo la palabra.

– Está bien que quieras mostrarte fuerte y valiente, Else -dijo-, y es maravilloso que no te hicieras pis en los pantalones. Pero tendrás que ayudar algo para que podamos coger a ese vagabundo de una vez por todas.

– No creo que sea un vagabundo -dijo ella con dulzura.

– ¿Dijo algo? -preguntó Sejer-. ¿Te amenazó?

– Solo quería la trenza -contestó ella.

Sejer observaba a Else Meiner con creciente entusiasmo. La piel de la chica era blanca como la leche; sus pestañas, relucientes como la seda. Tenía los ojos grandes e inusualmente oscuros para esa piel tan blanca, y la boca minúscula. Recordaba a una marioneta de un teatro de títeres, pensó, pero seguro que a Else Meiner nadie la dirigía con un hilo. Ella decidía su propia vida. Llegarás a destacar algún día, pensó. De una u otra manera.

Se levantó y se acercó a la ventana para echar un vistazo a la calle Roland. Luego se dirigió de nuevo a la chica.

– ¿Alguien te ha estado persiguiendo últimamente? -preguntó-. ¿Alguien te ha molestado o provocado? ¿O amenazado?

– No -contestó ella con firmeza.

– ¿Quiénes viven en las otras casas? -preguntó Sejer.

Asbjorn Meiner se acercó a él.

– Gente muy normal -intervino-. Aquí no van a encontrar ustedes nada extraño. A la derecha viven los Nome, en ese chalet marrón de estilo suizo. Al lado de ellos viven los Reinertsen y los Green, que son primos hermanos, por cierto. Como pueden ver, se trata del mismo arquitecto. Un poco ostentosas esas casas, en mi opinión. Luego están los Rasmussen, los Lie y los Medina. En nuestro lado de la calle viven los Hakonson, los Lie y los Glaser. En esa casa de cemento viven los Krantz.

– ¿Y la casa vieja al final de la calle? -preguntó Sejer señalando-. Es distinta.

Asbjorn Meiner asintió. Y cuando lo hizo, el movimiento se propagó por su enorme cuerpo como una ola.

– Pues sí, no es muy bonita -dijo-. Pero esa casa estaba allí mucho antes de que nosotros empezáramos a construir. De modo que tiene derecho a estar aquí. Esa casa se construyó cuando se utilizaban tablas de asbesto. En ella vive un hombre mayor, se llama Beskow. Henry Beskow. Pero no lo vemos mucho, porque no sale nunca. Lo atiende una asistente social. Viene por la mañana a ayudarlo a levantarse. Luego suele venir un adolescente en moto. Creo que es su nieto. Viene muy a menudo. ¿Quién es ese chico, Else? -preguntó, dirigiéndose a su hija.