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– Estate quieto -decía Lily en esos casos-. Vas a despertar a Margrete.

* * *

Jacob Skarre acababa de volver a casa. Había tenido guardia, y era por la tarde cuando abrió la puerta de su piso. Había comprado algunas cosas de camino a casa. Dejó las bolsas de la compra en la encimera de la cocina, estaban llenas de víveres. No había mucho espacio en la encimera de Skarre. Junto a la pared tenía toda clase de aparatos eléctricos, un robot de cocina, marca Braun, una cafetera eléctrica, un molinillo de café, una plancha y un tostador. Y también un centrifugador de lechuga que no cabía en el cajón. Justo cuando estaba a punto de colocar la compra, le sonó el teléfono móvil.

No conocía el número.

– Hola, Jacob -dijo alguien-. Soy Britt.

Era una voz de chica espabilada y agitada, pero él no conocía a ninguna Britt. Ahora bien, Skarre se había criado en la casa del párroco, y una parte importante de su educación había consistido en enseñarle a tratar a las personas con un talante indulgente y amable.

Siempre, y en toda clase de situaciones.

Mostrarse abierto y atento.

– Buenas tardes, Britt -contestó-. ¿En qué puedo ayudarte?

Britt gorjeaba como una golondrina. Y aunque él no podía verla, se formó una imagen de algo pequeño, dulce y muy peripuesto. Skarre sacó un pepino de la bolsa mientras rebuscaba en su memoria, por si la tal Britt pudiera proceder de algún episodio de su vida, tal vez de alguna noche tras unas cuantas cervezas, porque no se podía negar que Skarre despertaba cierta admiración entre el sexo opuesto, con esos rizos rubios, y con la educación que había recibido como hijo de pastor de la Iglesia en la parte sur del país.

– Acaba de estar aquí otra vez -dijo Britt-. Y creemos que volverá, porque se ha dejado los guantes.

Esa información fue presentada con gran dramatismo. La joven hacía chasquear la lengua entre palabra y palabra, como si tuviera un delicioso caramelo en la boca, pero Skarre seguía sin saber de quién se trataba. Llevaba más de ocho horas de guardia en la sección criminal, y había hablado de tantas cosas con tanta gente que su cabeza era un hervidero de pensamientos. Sacó de la bolsa un cartón de huevos y lo empujó hacia la pared. Seguía excavando en su memoria.

– ¿Que volverá? -preguntó, sin entender.

Sacó un queso brie francés y una tableta de chocolate negro y amargo mientras escuchaba a esa pequeña golondrina al otro lado del teléfono.

– Son guantes de moto -explicó Britt-. Negros con calaveras rojas. Nunca había visto unos guantes como estos. A decir verdad, o son muy cutres o son la leche. No logro decidirme del todo. ¡Calaveras nada menos! ¡No está mal!

Skarre sacó de la bolsa un bote de cerveza y lo puso sobre la encimera. Por fin empezó a hacerse la luz en su cerebro, como si de la primera luz de la madrugada se tratara.

– ¿Britt? -dijo a modo de pregunta-. ¿Del supermercado Spar?

Dejó la compra, cogió una silla y se sentó.

– Del supermercado Spar junto al lago Skarve -contestó ella-. Recuerdas que estuviste aquí, ¿no? Me diste tu tarjeta y todo. He hablado con las otras chicas como acordamos. Con las cajeras, me refiero. Me pediste que te llamara. Me olvidé de Ella Marit. Ella Marit ha estado de baja, siempre está enferma de algo, pero ahora está de vuelta en el trabajo. Recuerda un chico que llegó a la caja con uno de esos bloques de sangre de buey congelada. Aquel día no se fijó mucho; además, el chico llevaba puesto el casco dentro de la tienda. Pero se acordaba de sus guantes, con calaveras, porque es algo que no se ve todos los días. Y esos guantes están ahora en la trastienda, porque el chico acaba de estar aquí comprando y se los ha dejado olvidados. Estaban sobre la cinta cuando se marchó. Suponemos que volverá a por ellos, porque parecen caros -explicó Britt.

Skarre se levantó lentamente de la silla. De nuevo fue hasta la encimera, puso la mano sobre el bote helado de cerveza y le entraron unas ganas casi irresistibles de bebérsela de un trago. Pero optó por coger las llaves del coche y salir de casa.

* * *

Las chicas lo estaban esperando sentadas en un banco delante de la tienda. Ella Marit, que era la mayor, se había encendido un cigarrillo liado, y Britt estaba chupando un polo. Las dos llevaban sus uniformes verdes de Spar, y además se habían arreglado lo que habían podido, porque a su edad esas cosas son muy importantes. Al ver acercarse a Skarre, intercambiaron unas palabras en voz baja y se levantaron del banco de un salto para acompañarlo al interior de la tienda. Lo condujeron a la trastienda, que era donde se sentaban cuando les tocaba descanso. Era un cuarto muy poco acogedor, con una estrecha ventana en lo alto y paredes desnudas de cemento con grietas. Había una cafetera eléctrica y un pequeño frigorífico, una mesa y sillas para cuatro, además de una pila de fregar de acero.

Britt fue a por los guantes y se los enseñó.

Estaban hechos de una piel negra muy suave.

– Son pequeños -comentó Skarre.

Intentó ponerse uno, pero fue imposible.

– El chico no era muy grande -explicó Ella Marit colocándose delante de Skarre con los brazos en jarras-. Un adolescente, creo. Y flaco como un junco.

Skarre estudió minuciosamente los guantes. Se podían ajustar a la muñeca con un fuerte cierre a presión. Por dentro había una etiqueta sedosa, en la que ponía «Made in China». La calavera era roja, y estaba grabada en la piel de la parte superior del guante.

– ¿Qué aspecto tenía? -preguntó Skarre.

– De ángel -contestó Ella Marit-. Con el pelo moreno y bastante largo, era guapo.

– ¿Cómo iba vestido?

– Llevaba vaqueros y una camiseta con un texto, pero no pude ver lo que ponía. Qué pena.

– ¿Oíste su voz? ¿Dijo algo?

– No.

– Tenéis un tablón de anuncios en la entrada -dijo Skarre-. Haced un pequeño cartel y colgadlo en él. Podéis decir que habéis encontrado un par de guantes. Por si él no supiera que se los ha dejado aquí. Cuando el tipo aparezca tenéis que colaborar. Una puede ir a recoger los guantes, tomándose el mayor tiempo posible, mientras la otra sale a ver cómo es la moto. Tomad nota de la matrícula. Y llamadme enseguida.

Britt y Ella Marit asintieron.

– La primera vez que lo viste llevaba puesto el casco -dijo Skarre-. ¿De qué color era?

– Rojo -contestó Ella Marit-. Con unas pequeñas alas doradas a cada lado. Debe de ser bastante presumido, me parece a mí.

– Para terminar, quiero decir algo muy importante -añadió Skarre-. Han sucedido una serie de cosas desagradables, tanto aquí en Bjerkas como en Sandberg y en Kirkeby. Pero solo queremos hablar con él. No sabemos nada seguro. Así que no debéis hacer circular rumores que puedan perjudicarle.

Britt tomó la palabra.

– Aquí en Bjerkas hay mucha gente que va en moto -explicó-. El servicio de autobuses para ir a la ciudad es malo. Por eso hay motos por todas partes, me refiero a esas que pueden conducir los menores de dieciocho años. Porque todos los que tienen dieciocho tienen coche. Me pondré nerviosísima cuando aparezca -añadió-, si se presenta de repente en la caja preguntando por esos guantes.

Ella Marit se reclinó en el banco. El uniforme de Spar le quedaba estrecho, y revelaba bastante sobrepeso. Cuando hablaba lo hacía con un tono melodioso que podía tener su origen en Finnmark, al norte de Noruega. Tenía unos espabilados ojos negros y facciones laponas, y en la mano derecha llevaba un anillo de plata enroscado alrededor del dedo.