– Dios sabe lo que pasará cuando lo cojan -dijo-. Cuando la gente descubra quién es. Pienso bastante en ello. Entonces tendremos película de suspense en Bjerkas.
– Exactamente -sonrió Skarre-. Película de suspense.
Era a mediados de septiembre.
Del cielo caía una lluvia tan suave y fina que recordaba al humo de una cascada. La humedad proporcionaba un resplandor propio a todas las cosas, a los tejados y fachadas de la ciudad, al asfalto azul, a los contenedores de basura y a los soportes para bicicletas. Al cabo de un rato, el sol apareció por entre las nubes. También los arbustos y árboles tenían su propio resplandor, como algo limpio y renovado. Sejer paseaba por las calles con su perro Frank. Andaba a paso ligero y sin esfuerzo, pensando en su infancia. Había tenido todas las cosas importantes, las que debían ser un derecho para todo el mundo. Había tenido seguridad, el pilar necesario para salir adelante en la vida. Esa seguridad se la había aportado su madre, que cuando ocurría algo, un accidente o una enfermedad, estaba siempre cerca de él para asegurarle que todo iría bien. Todo irá bien, dijo ella aquella vez que él se precipitó sobre el manillar de la bicicleta y se fracturó la muñeca. Luego irá mejor, le dijo cuando murió su perro y apenas podía soportarlo. Luego todo irá mejor, estoy segura. Las palabras iban siempre acompañadas por sus abrazos y por su voz, que era cálida y segura, porque ella era una adulta y sabía cómo era todo. Así la seguridad estaba anclada en el fondo de su ser, unos cimientos sobre los que se apoyaba toda su vida.
Otros niños tenían otras cosas. Madres que se tapaban la cara lamentándose, ¡Dios mío, qué va a pasar ahora! Los lamentos daban lugar al miedo, y el miedo daba lugar a que los cimientos desaparecieran bajo sus pies. Luego se pasaban la vida entera buscando algo a qué agarrarse. Así estaba el mundo lleno de chiquillos descarrilados.
Paseaba despacio por las calles brillantes, parándose de vez en cuando para que Frank pudiera realizar sus investigaciones. Le vino a la memoria la casa blanca de la calle Gamle Mollevej, en la ciudad danesa de Roskilde, donde se crió, donde la malvarrosa trepaba por las paredes, y las pequeñas gallinas blancas andaban por el césped, donde había sido niño, jugando entre los árboles del jardín, cogiendo grosellas ácidas y gastando bromas con su amigo Ole. Se reían con cualquier cosa, y, al acabar el día, él podía entrar sin miedo en casa, y ser recibido como algo único, algo amado. Como si él, el pequeño Konrad, fuera un acontecimiento en sí que por fin volvía a casa tras una larga ausencia. Pero la vida no es así para todo el mundo, pensó. Hay niños que abren la puerta de su casa con miedo, que se encogen y entran en ella de puntillas, que no saben lo que les espera. Que se refugian en la calle porque lo que ven en sus casas no se puede soportar. Borracheras. Maldiciones. Violencia. O todas estas cosas en una diabólica y destructiva mezcla. Volvió a pensar en su amigo de la infancia, Ole, que no era más que un huésped en la casa de su propia madre. No, ahora no podéis estar dentro, decía ella, hace bueno fuera. No, hoy no, estoy haciendo limpieza. Una amiga mía ha venido a verme. Tengo jaqueca. Tenéis que estar fuera. Sal ya. Sal. ¡Fuera! Y Ole salía. A la lluvia, a la tormenta y al frío. Por las noches volvía a entrar a escondidas en su casa, se preparaba cualquier cosa para cenar y luego se iba a la cama como un perro sin dueño. En su casa nadie le pegaba, ni nadie se emborrachaba. Pero nadie lo amaba tampoco. Sejer se agachó y acarició a Frank. Algunos decían que no se podía culpar a las madres por las desgracias que sucedían a los hijos. Él disentía profundamente de eso. Se podía culpar a las madres de bastantes cosas. El niño está sometido a sus caprichos, sus enfados, su desesperación, su amargura y sus carencias. También está sometido a la desesperación del padre, a su ausencia y a su falta de participación.
Frank se había detenido a husmear un bollo mordisqueado. Al acabar, levantó la pata y meó sobre una valla vieja y oxidada. Luego, el hombre alto y canoso y el pequeño perro arrugado prosiguieron su paseo por la ciudad. Creo que mis pasos son algo más pesados que unos años atrás, pensó Sejer. Pero también soy mayor y más sabio. En ese momento le sobrevino de nuevo uno de esos repentinos y pasajeros mareos. La ciudad y los edificios daban vueltas ante sus ojos. Por si acaso, se acercó a la pared de un edificio y se apoyó. Cerró los ojos y esperó a que el ataque pasara. También Frank se detuvo. Miró a su amo con sus ojos negros. Acabo de caerme un par de pasos hacia la izquierda, pensó Sejer. Siempre me caigo hacia la izquierda. Es una especie de simetría, ¿no? No, no, déjalo ya, se dijo a sí mismo, supongo que tengo algunas venas calcificadas en la nuca. Tal vez tenga anemia.
Prosiguió su camino.
Sonó el teléfono en su bolsillo interior.
Reconoció el número de la pantalla y oyó el informe de Skarre sobre los guantes olvidados en la caja del supermercado Spar. Cuando estaban a punto de acabar la conversación, Skarre mencionó algo que se había guardado para el final.
– Helge Landmark ha empeorado -dijo-. Está ingresado y conectado a un respirador.
Johnny Beskow soñaba a veces que todo el mundo lo estaba buscando. Que la policía había enviado a un montón de hombres con pastores alemanes con las fauces abiertas a perseguirlo por el bosque. Era noche cerrada y buscaban con linternas. Podía ver los haces de luz entre los troncos de los árboles, y oía amenazas, gritos, y perros que jadeaban, pero era más rápido y más listo que ellos.
Se escapaba como un lince.
Encontraba una cueva donde esconderse, y se sentaba muy quieto y encogido junto a la roca escuchando. Luego se subía veloz como el rayo a un árbol y los observaba desde lo alto a través de las hojas. Después vadeaba un río para que sus perseguidores perdieran su rastro.
Tenía ese sueño constantemente. Siempre se despertaba con una sensación de júbilo porque no era una pesadilla, sino una especie de juego que él ganaba siempre.
No me capturan ni siquiera en los sueños.
Porque yo soy más rápido, pensó.
Soy Johnny Beskow, y soy invencible.
La Suzuki se negó a arrancar. Expulsó un par de toses secas y se apagó. En el depósito apenas había gasolina, pero, como Johnny no tenía dinero, se fue andando. Tenía buenas piernas y llevaba buen calzado, y en su casa no quería estar. Mientras andaba, se acordó de que había perdido los guantes, y se le ocurrió que tal vez se los hubiera dejado en el supermercado del lago Skarve. Puede que se los hubiera quitado y los hubiera puesto en la cinta al ir a pagar para salir pitando, dejándoselos olvidados. Podría haber sucedido así, entonces tal vez alguien los hubiera guardado. Decidió acercarse a la tienda a preguntar por ellos, así que tomó el camino que conducía al lago. Andaba deprisa. El calor le llenaba el cuerpo de los pies a la cabeza, haciéndole sentirse ligero y bien. Antes de entrar, se dio un paseo por la playa, admirando los patos y esos hermosos círculos en el agua. Al cruzar el aparcamiento y acercarse al supermercado, se quedó unos instantes vacilando. Algo sonó en su conciencia, como un reloj de alarma. Se sentía observado. En ese instante divisó un cartel en el escaparate que decía que se habían encontrado un par de guantes negros y rojos.
Pregunten por Britt.
Abrió la puerta, entró, aún algo vacilante, y se acercó a la caja, donde había dos chicas mano sobre mano, mirándolo fijamente con ojos grandes y redondos.
Cuando más adelante pensó en ese momento, reparó en que las chicas se habían comportado de un modo muy extraño. La sencilla pregunta de si podían darle los guantes había dado lugar a un nerviosismo que él no entendía. Abrieron los ojos de par en par e intercambiaron rápidas miradas. Una de ellas desapareció al instante dentro de la trastienda, y tardó una eternidad en volver. La otra salió disparada al aparcamiento y se puso a dar incomprensibles vueltas. Como si estuviera buscando algo. De vez en cuando se paraba y miraba extrañada a su alrededor, como si algo faltara allí fuera. ¡Joder! Está buscando la Suzuki, constató Johnny para sus adentros. Lo del depósito vacío de gasolina había sido una suerte. Entonces la otra volvió por fin de la trastienda y le dio los guantes. Johnny salió disparado y emprendió el camino hacia Bjerkas.