Ella lo oyó y fue hacia él a toda prisa.
– Así que te vas -dijo-, ahora que estoy preparando comida para los dos.
– Ya comeré más tarde -contestó él-. No me esperes. Tú come cuando quieras.
La madre se dio la vuelta y se dirigió a la cocina, donde se puso a dar vueltas con el cucharón la olla envenenada. Lo único que Johnny veía de ella eran sus piernas con venas azules.
Johnny Beskow estuvo fuera muchas horas.
Estaba acalorado, sofocado y agitado por lo que acababa de hacer. Ya no había vuelta atrás. La imaginación lo llevaba a lugares de locura, creando imágenes dramáticas en su cabeza, imágenes de su madre comiendo de la olla envenenada. Se imaginó que ella comía directamente del cucharón y que le chorreaba comida por la barbilla, se imaginó que vaciaba la cacerola y lamía el fondo. Vio imágenes de su madre con espasmos, vio cómo los dientes le castañeteaban en la boca. Un momento se derrumbaba sobre la mesa, y al siguiente daba tumbos por la cocina, mientras gritaba como si se estuviera muriendo, con los ojos sanguinolentos y espumarajos alrededor de la boca. Emitía sonidos estertóreos, gritaba mientras se le caía la baba, pero luego se levantaba de nuevo y se ponía a dar vueltas por las habitaciones. Corría al teléfono a pedir ayuda, pero su visión ya estaba distorsionada, era incapaz de ver claramente. Intentaba abrir una ventana para llamar a la gente que pasaba por la calle, pero sus dedos no la obedecían, no conseguía abrir, además, se había quedado sin voz. Porque había sido envenenada. Sus brazos y piernas estaban envenenados, el corazón y el cerebro estaban envenenados, y el veneno recorría todo el cuerpo con la sangre y encontraba hasta el lugar más recóndito, con su efecto mortal. Por fin su madre se desplomaba, tal vez arrastrando algo consigo en su caída, y haciendo muchísimo ruido. Porque ella no moriría pacíficamente, sino que abandonaría este mundo con dolor y gritos.
Eso pensaba Johnny Beskow. Fue en la moto hasta la laguna Sparbo. Aparcó la Suzuki contra el tronco de un abeto y dejó los guantes dentro del casco. Dio diez pasos sobre el muro de contención de la presa y se sentó. El agua bramaba y espumeaba camino de la tubería. Estuvo fuera mucho tiempo, esperando a que el veneno hiciera efecto. Daba vueltas nerviosas por los senderos del bosque, iba de acá para allá en la Suzuki, controlando el tiempo. Tras cuatro horas pensó que todo habría acabado. Entonces se dirigió hacia su casa, entró en el patio empujando la moto y aparcó.
Se quedó escuchando.
La casa nunca había estado tan silenciosa.
Se la imaginó tumbada en el baño.
Boca abajo en el suelo, con la cara contra los viejos azulejos amarillos. O se había desplomado delante del sofá, en un intento de tumbarse en él. O tal vez se hubiese arrastrado hasta su dormitorio para echarse sobre la cama. Johnny permaneció muy quieto en la entrada, no se oía ni un soplo. De allí se fue al baño, y del baño al cuarto de estar. Allí estaba ella, rebuscando en un cajón del escritorio. Se sobresaltó al verlo.
– ¿Qué te pasa? -le gritó-. ¿Por qué vas por la casa como un ladrón? Dios mío, qué susto me has dado. ¿Por qué me miras de esa forma? -añadió-. ¿Has visto un fantasma o qué?
Agitaba vigorosamente las manos y estaba viva y coleando. Tenía pulso y sonido. Aún era capaz de pensar, de componer palabras y formar malvados pensamientos como también él había hecho. Y también seguía siendo capaz de llenarse de vodka. Johnny se quedó tan perplejo que perdió el habla. Su madre no parecía estar en absoluto enferma. Incluso había en sus mejillas un atisbo de color.
Johnny se fue a la cocina, se sentía muy confuso. La olla seguía sobre la placa, pero estaba vacía. Su madre había metido la comida en un gran recipiente de plástico azul con tapadera. En ese momento entró en la cocina y lo vio mirar la comida.
– Come lo que quieras -dijo-. Mete el resto en el congelador. Así tenemos para otra vez.
Johnny se refugió en su habitación pesado, triste y decepcionado por no haber organizado algo espectacular, y no haberse podido librar de ella de una vez por todas, como se había imaginado. Permaneció toda la tarde sentado en la cama meditando, mientras Butch correteaba sobre el edredón. Lo más probable era que su madre no hubiese comido la suficiente comida envenenada, o no hubiese comido nada.
Llegó la noche y se acostó.
Oyó a su madre zascandilear en su cuarto. Entonces se le ocurrió una idea lógica. Podía ser que hubiese comido, incluso podía ser que hubiese comido bastante. Pero claro, el raticida era de efecto lento. Lo ponía en la caja, que había que dar a las ratas varias dosis antes de que estas respiraran por última vez. Tal vez la hiena tardara en morir. Se excitó con la idea de que la tortura tal vez durara varios días. Pensó en el envenenamiento como en una guerra, que los granos atacaran conforme a un determinado sistema. Primero atacarían el hígado y los riñones, luego se desplazarían a los pulmones y al corazón.
Se abrigó bien con el edredón, que se convirtió en una cálida cueva de plumón y tela.
Intentó hacer algunos planes para el día siguiente. Debo cometer alguna locura, pensó, mientras espero a que el veneno surta efecto. Mientras espero a que la hiena se arrodille.
El pequeño Theo Bosch llevaba mucho tiempo sentado frente al televisor con una bolsa de Pop Delight en las manos. Los Pop Delight solo contenían un nueve por ciento de grasa y eran por ello aprobados por su madre, Wilma, a la que preocupaban mucho esas cosas. Theo estaba sentado muy concentrado en el sofá. Había puesto un DVD, y seguía muy atento lo que sucedía en la pantalla. Vio la canoa verde de Lars Monsen surcar las aguas. En el fondo, Lars Monsen parece un salvaje, pensó Theo, con tanto pelo y tanta barba. Lars Monsen pescaba truchas. Lars Monsen hacía una hoguera, y Lars Monsen se echaba a dormir bajo el cielo raso. Aunque el lobo aullara en la oscuridad, él no tenía miedo, porque solo era un lobito bueno reuniendo su camada. Lars Monsen era un hombre sin temores. Se abría camino en tierras vírgenes con una naturalidad que hacía soñar a Theo. Después de ver dos episodios completos se levantó de un salto del sofá y fue corriendo a buscar a su madre. Pero no la encontró ni en la cocina ni fuera en el jardín. Su padre, Hannes, entró mientras Theo la estaba buscando.
– Se ha tumbado un rato -le dijo-. Le dolía la cabeza. Ya sabes, cosas de mujeres. Se las arreglan para tener sus cuartitos donde poder estar en paz.
Theo se apresuró hasta el dormitorio de sus padres en la planta de arriba. Allí estaba su madre, tumbada en la cama de matrimonio con la cara vuelta hacia la pared. Hacía mucho calor. Se había quitado la ropa y se había tapado solo con una sábana, pero la sábana se había escurrido, de modo que su gran culo blanco lucía en la habitación en penumbra.
Theo se quedó mirando con un dedo en la boca.
Hannes se acercó sigilosamente y se colocó en la puerta, mirando él también.
– ¿Has visto? -dijo-. Ese culo es como dos enormes peras en lata.
Luego se rieron entre dientes como suelen hacer los chicos.
– ¿Me dejas ir solo hasta el lago Snelle? -preguntó Theo.
Hannes Bosch arrugó la frente. Volvió a mirar una vez más el tentador culo de su mujer y luego a su hijo. Theo era un niño obediente. Era educado y dócil, pero era tan insistente que solía conseguir lo que quería.
– ¿Hasta el lago Snelle? ¿Tú solo? ¿Quieres decir ahora mismo? -preguntó Hannes.
Theo asintió. Miró a su padre con insistencia. Su cabeza, y también su corazón estaban repletos de la vida en la naturaleza salvaje. Oía cómo cantaban los grandes abetos. Quería ir al bosque a escuchar el canto de los pájaros, quería ir a los lagos para ver saltar los peces en la superficie. Quería ser Theo, el aventurero.