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Wilma escuchó la breve conversación, y se imaginaba a su hijo internándose en el gran bosque.

– ¿Has pasado Granfoss? -preguntó Hannes-. Muy bien. ¿Te has encontrado con algún conocido? ¿Con nadie? ¿Y animales, has visto alguno? Vale. No pasas frío, ¿no? Muy bien. Ponte el jersey si se nubla. Te falta el aliento -añadió-. ¿Estás subiendo las cuestas de Myra, o qué?

– Más o menos a medio camino -jadeó Theo-. Tal vez tenga que descansar un poco.

– No hace falta que te des tanta prisa -le dijo Hannes-. Tienes toda la tarde por delante. Mamá quiere asegurarse de que todo va bien. Ya sabes cómo son las mujeres.

La voz de Theo se oía claramente por el altavoz del teléfono.

– Todo va bien.

– Y no tienes miedo, ¿verdad? No te han llegado ruidos tenebrosos del bosque, ¿a que no?

La risa de Theo sonó como perlas rodando por la habitación.

– Ningún ruido tenebroso del bosque y no tengo nada de miedo -dijo riéndose.

La voz del niño era suave y clara.

– Danos un toque cuando llegues al lago -dijo Hannes.

– Sí, señor capitán -contestó Theo.

Hannes dio por terminada la conversación y dejó el teléfono móvil sobre la mesa.

– Te diré una cosa -dijo Wilma-. Se han visto osos en terrenos tan bajos como Ravnefjell. Lo ponía en el periódico.

Hannes Bosch se tiró del pelo.

– Vale, en Ravnefjell… Pero el chico solo va al lago Snelle. En serio, Wilma -dijo, cogiendo las manos de su mujer-. ¿De verdad tienes miedo de que Theo vaya a toparse con un oso? No cambiarás nunca, ¿eh? ¿Has tomado demasiados analgésicos?

No pudo sino reírse, porque le parecía que su mujer se estaba pasando bastante. Ella apartó sus manos de las de él.

– Odio que se aleje de casa -admitió- que esté fuera de mi control. Me pone enferma.

Hannes acarició la mejilla de Wilma.

– Lo sé -dijo en voz baja.

Al mismo tiempo no pudo evitar cierta frivolidad.

– Este es un mundo peligrosísimo -dijo-. La gente muere como moscas. Vamos a sentarnos en la terraza y a tomarnos una botella de vino antes de que lo pille el oso.

* * *

Cuando Theo llegó a la fuente de San Olav se detuvo.

El agua, fresca y plateada, resplandecía.

En la fuente de San Olav había un cartel con una breve explicación. Su padre se lo había leído un montón de veces. Se quedó unos instantes muy firme, porque el agua de la fuente era sagrada, y a él le parecía que la superficie tenía un resplandor muy especial. San Olav era un hombre sagrado, pensó Theo, y esta agua es sagrada. Así que si bebo de ella seré sagrado yo también. Bebió un largo trago del agua sagrada. Opinaba que sabía muy bien. Algunos pensaban que esa agua tenía poderes curativos. También él lo pensó, pues al beberla se repuso enseguida del cansancio.

Luego prosiguió su camino. El agua sagrada le había dado nuevas fuerzas, estaba convencido de ello. Mientras andaba, usaba constantemente sus ojos y sus oídos, pero todo parecía tranquilo y somnoliento. Al parecer, la naturaleza estaba descansando, y no hacía ningún caso al chiquillo de pies grandes que venía andando por el camino forestal. En el suelo había excrementos de ovejas y vacas, y él andaba todo el rato en zigzag, canturreando una canción. Se preguntó si debería llamar a su padre para charlar un poco, pero cambió de idea en el último momento. Ya está bien, pensó. Lars Monsen no está llamando a todas horas cuando se encuentra en tierras salvajes. ¡Eso es! pensó, y aceleró el paso. Uno, dos, tres, y luego al revés. Que vengan las víboras, yo llevo zapatos gruesos.

Había encontrado su ritmo, y ya no era capaz de abandonarlo. Marchaba bosque adentro a buen paso. El ritmo lo mantenía cogido, proporcionándole velocidad y fuerza, y sus pensamientos estaban centrados en una sola cosa: llegar al lago. Resulta muy fácil ser un explorador, pensó, lo único que hace falta es decidirse. Y el equipamiento tiene que ser bueno. En ese momento se sobresaltó un poco porque un pájaro levantó de repente el vuelo del bosquejo. Eso dio lugar a un pequeño alboroto en su pequeño corazón de niño, pero pasó rápidamente.

* * *

Anduvo descalzo los últimos metros.

Pasó por encima de las rocas y bajó hasta el lago. Encontró un lugar estupendo, dejándose deslizar hasta que sus dedos blancos se toparon con el agua.

Joder, qué agua tan fría, pensó, porque eso era lo que habría dicho su padre si hubiera estado sentado a su lado con los dedos de los pies en el agua. Las zapatillas de deporte estaban ordenadamente aparcadas junto a él, con los calcetines dentro, como dos pelotas de algodón blanco. Se quitó la mochila de la espalda, la abrió, y colocó el paquete con las tres rebanadas de pan junto a los zapatos. A su lado colocó el termo con el zumo, y al final el transformer negro Optimus Prime. Respiraba un poco deprisa, porque había corrido el último trozo.

Estoy en la naturaleza salvaje, pensó, y soy bastante duro.

Por el camino había cortado una rama de un gran sauce, y ahora cogió la navaja del cinturón. Tuvo que esforzarse un poco para sacarla. Todo estaba tan tranquilo que incluso las cosas más pequeñas se percibían muy nítidas, un mosquito zumbando sobre el agua, hojas y brezo que crujían. Seguro que no es una víbora, pensó, mirando a su alrededor, porque se había quitado las zapatillas y sus dedos color rosa a lo mejor resultaban tentadores, redondos y parecidos al mazapán. Pero nadie lo molestó mientras estaba sentado junto al lago. Todo era bonito y tranquilo. Tallaba la rama sin cesar. La madera olía muy bien. En realidad, todo el bosque es comestible, pensó, las hojas, la hierba, el brezo, la corteza de los árboles y las bayas. Entonces oyó un ruido. Se levantó inmediatamente y miró hacia el camino. El sonido procedía de la lejanía y era cada vez más fuerte. Comprendió que era un motor. Un tractor, o tal vez un coche. El sonido iba y venía, y la imaginación de Theo se puso a trabajar. No trabajaba así cuando andaba por la carretera principal, porque entonces no paraban de pasar coches. Eso pensaba el pequeño Theo. Volvió a sentarse. Dejó la rama, se metió la navaja en el cinturón y se lanzó sobre la merienda. En el bosque había más gente aparte de él, no tenía por qué preocuparse. Al instante oyó voces, al parecer procedentes de unos hombres que llegaban en bicicleta por el camino forestal. Theo se levantó a mirarlos, uno de ellos lo saludó con la mano. Theo le devolvió el saludo. Vaya, pensó Theo, esto está lleno de gente.

Volvió a sentarse y comió con gran apetito. Su madre, Wilma, había hecho el pan, y lo mejor era la corteza. Aunque se había quedado más que satisfecho con las dos primeras rebanadas con salami y mortadela, se obligó a comerse la tercera. Estando de excursión necesitaba calorías, pensó. Volvió a sacar la navaja y se puso de nuevo con la rama. Hizo una lanza con una punta que parecía un punzón. Debería tener cuidado para no cortarse un dedo, ni clavarse la punta de la lanza en el muslo, porque sabía que, si algo así ocurría, nunca le permitirían hacer otra excursión por su cuenta. Lo que más ilusión le hacía era volver a casa y contar a sus padres todas sus vivencias. No es que hubieran sucedido muchas cosas durante el paseo hasta el lago Snelle, pero todavía existía la posibilidad de que ocurriera algo. Y si no pasaba nada, siempre podía inventarse un pequeño episodio, como de adorno. ¿No era un águila aquello que daba vueltas cazando muy arriba en el cielo? ¿No era una enorme trucha lo que nadaba en la superficie del agua allí a lo lejos? Con toda claridad podía ver los círculos en el agua agrandándose despacio y de un modo muy bello sobre el lago. En realidad, puede ocurrir de todo, pensó Theo, agitando el puntiagudo palo. Removió el agua como se remueve un guiso en una cacerola. El silencio junto al lago y los círculos que se agrandaban lo sumieron en una especie de somnoliento trance. Salió de la realidad para entrar en un paisaje diferente, de ensueño, que le resultaba tan familiar como el otro. También allí había un pequeño lago en el bosque, y también allí nadaban las truchas en la superficie del agua. Pero de repente llegaba un hombre remando en una canoa. Theo tuvo que parpadear varias veces, porque no se creía lo que estaba viendo.