¿Ese hombre no era Lars Monsen en su canoa verde?
Lars sacó el zagual del agua. La canoa siguió moviéndose sin ruido, como un cuchillo cortando el agua, hacia la orilla donde estaba sentado Theo. El pelo rizado le había crecido a lo salvaje, sus ojos eran como estrechas rayas, y dentro se veía el iris, afilado y negro como el sílex. La canoa golpeaba suavemente contra la roca.
– Por lo que veo estás de excursión -dijo Lars Monsen-. ¿Llevas mucho tiempo aquí?
Theo negó con la cabeza. Estaba sentado con la lanza sobre las rodillas, mirando con devoción a su gran héroe.
– Tenía pensado ir a Ravnefjell -dijo con voz resuelta-. Pero me he quedado sin víveres.
Señaló el papel arrugado sobre la roca. No quedaban más que unas migas.
– Mala planificación -dijo Lars Monsen, riéndose entre dientes.
Sus dientes eran afilados y blancos.
Theo asintió. La canoa verde tenía unas profundas grietas en la proa, de tanto rozarse contra la roca. Dentro de la canoa había dos bolsas de cuero, además de un rifle y una caña de pescar.
– ¿Has pescado alguna trucha? -preguntó Theo.
– Sí señor -contestó Lars Monsen-. Pesqué dos enormes un poco más arriba esta mañana.
Callaron durante un buen rato. Lars Monsen llevaba una gorra en la cabeza. Tiró de la visera para que sus ojos quedaran en oscuridad.
– Así que estás de regreso a tu casa -dijo.
– Sí -contestó Theo-. Espero estar en casa dentro de una hora. Mañana haré una excursión más larga. Y me traeré más comida -añadió.
– ¿Y dónde tienes tu tienda? -preguntó Lars, guiñándole un ojo.
– Bueno, la tienda… -tartamudeó Theo- esto no es más que una excursión de día -dijo, un poco avergonzado-. Pero conseguiré una tienda. Y una canoa -se apresuró a añadir-. Una como la tuya.
Metió el papel de la merienda en la mochila, pues él no era de los que ensucian la naturaleza.
– Me encontré con un oso allí arriba -dijo Lars Monsen señalando.
Theo se quedó boquiabierto de miedo.
– ¿Qué? ¿Un oso?
– Sí señor -contestó Lars Monsen-. O mejor dicho, unos osos. Una enorme osa con dos crías. Joder, qué tamaño, deberías haberla visto. Peluda como un abejorro, pesada como un hipopótamo. Y mierda fresca de oso por todas partes.
El corazón de Theo, que había sido un pequeño músculo duro, se convirtió en algo caliente y fluido que le corría por el cuerpo.
– Le eché un par de maldiciones -dijo Lars Monsen, riéndose entre dientes-. Fue demasiado para mamá osa. A las damas no les gustan los tacos -añadió-. Estaban arriba, en Ravnefjell. No vas por allí, ¿verdad? Supongo que vas hacia el sur, a Saga, y luego bajarás por Glenna, ¿no es así?
Theo levantó la lanza que tenía sobre las rodillas.
Se sentía inseguro.
– Tengo una lanza -dijo-. Y navaja de cazador.
Sacó la navaja de la funda y la agitó en el aire. Entonces vio el rifle de Lars en la canoa verde. Uno de esos debería haber tenido él. Y podría haber enviado a paseo a la osa y sus crías.
Lars Monsen soltó una carcajada. Echó su rizada cabeza hacia atrás, riéndose tan ruidosamente que sonaba por todo el lago, espantando a pájaros y ardillas.
– ¿Así que le vas a clavar un palo a la osa? -dijo-. ¿Acaso lo has hecho en manualidades en el colegio? Ja, ja -se rió Lars Monsen-, qué divertido. La osa se asustará, ya lo creo que sí. Ja, ja.
Agarró el zagual con ambas manos. La canoa verde tomó velocidad. Theo pudo oír las risas del explorador hasta que la canoa desapareció tras el cabo. Tengo que irme a casa, pensó alterado, y recogió sus cosas. Se puso los calcetines y las zapatillas de deporte. Metió todo lo demás en la mochila. No puedo perder más tiempo. ¿Lars Monsen? Bueno, impresionante encontrarlo remando por el lago Snelle. Y sin embargo, pensó Theo, aunque solo se tratara de una de sus muchas fantasías, Lars Monsen no debería haberle asustado de esa manera. Hablarle de osos, cuando todo el mundo sabía que no había osos tan al sur. Theo se puso la mochila a la espalda y volvió al camino forestal. Intentaba andar tranquilamente, pero esta vez no consiguió adoptar un ritmo fijo. Empezó a correr campo a través, y de repente empezó a soplar un viento frío que puso el bosque en movimiento. Theo perdió la calma, estaba convencido de que alguien estaba a punto de atraparlo por atrás. Alguien lo estaba observando por todos lados, y algo terrible lo esperaba más adelante.
Hannes Bosch era óptico, como lo había sido su padre, Pin, antes que él, y le gustaba todo lo que tenía que ver con la luz, las refracciones y lo que alegraba la visión. Levantó la copa de vino hacia el sol para admirar el profundo color burdeos a través del cristal. Wilma tenía un periódico en la mano. Miró a su marido, colocado con las piernas sobre la mesa.
– Esos pies tan enormes que tienes parecen panes integrales -comentó.
Hannes asintió y brindó.
– Sí -dijo- son tan grandes que puedo dormir de pie.
El vino lo había dejado aturdido. Se sentía feliz y a gusto.
– En lo que se refiere a ti y a tus excelencias, me voy a callar -dijo riéndose-. Porque no soy tonto.
– Tú nunca tienes miedo -dijo ella, volviendo la cabeza para poder ver sus ojos grises de buena persona.
Él le tiró del pelo. Era un pelo abundante, de color rubio rojizo, y olía a jabón.
– No hasta que es completamente necesario -contestó él tranquilamente-. Y ahora no lo es. Estoy aquí, sentado contigo al sol, y bebiendo vino en una copa de cristal de bohemia.
– Pero ¿por qué no ha llamado? -se quejó Wilma.
Hannes se enroscó en el dedo un rizo del pelo de su mujer.
– Tal vez intente indicarnos algo. Decirnos que él tampoco tiene miedo. Es una manera de manifestarse. No debemos estropeárselo dándole la lata.
Wilma se acurrucó en los brazos de su marido.
– Estás tan seguro de todo… -dijo-. Me alegro por ello. Por eso quiero estar contigo para siempre. Pero tú tampoco eres más que un ser humano, y puedes equivocarte.
– No me equivoco a menudo -dijo Hannes, dejando que la suave embriaguez del vino tinto lo transportara a otros lugares. El rizo de Wilma era como una correa sedosa entres sus dedos.
– Imagínate que en el fondo tiene miedo -dijo Wilma-. Pero a lo mejor es demasiado orgulloso para admitirlo. Y entonces anda por ese camino forestal con el alma en vilo queriendo hacerse el duro ante nosotros. Y a lo mejor está deseando que lo llamemos porque así le ahorramos esa humillación. También podría pensarse eso.
Entonces Hannes se levantó del balancín. Dio un par de pasos por la terraza, y una mezcla de voluntad y peso hacía que las tablas crujieran a cada paso que daba. Se sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de su hijo. Mientras esperaba, se puso a cantar con una voz impresionante:
– Joy to the world, the Lord is come. Let earth receive her king!
– ¿Por qué estás armando tanto escándalo? -preguntó Wilma. No pudo más que reírse de su marido bramador.
– Es la melodía de su móvil -explicó Hannes-. Es del Mesías de Händel, creo. Joy to the world. La conoces, ¿no?
Dio varias vueltas por el suelo de madera. Wilma lo seguía con la mirada.
– ¿No contesta? -preguntó.
– Tranquila -dijo Hannes-. Seguro que el móvil está en el fondo de la mochila. Ya sabes que es un poco torpe.
Esperaron. Hannes oía la señal.
– ¿No contesta? -repitió Wilma, levantándose bruscamente del balancín, que se meció un par de veces antes de dejar de moverse.