– Supongo que lleva el móvil en el bolsillo de atrás -opinó Hannes-. Y que lo está buscando con sus manitas. O está muy ocupado en otra cosa. Tranquila, cariño, volveremos a intentarlo.
Fue Skarre quien informó a Sejer.
Estaba tan agitado que le fallaba la voz. En el transcurso de los años habían visto muchas cosas, gente flotando en el mar, gente colgando de vigas del techo. Habían presenciado pequeñas y grandes tragedias, y habían encontrado su manera de mantener la calma. Esto era algo diferente, algo aterrador.
– ¡Tienes que venir enseguida!
Sejer se apretó el teléfono móvil contra el oído.
– ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Dónde estás?
Se palpó automáticamente el bolsillo en busca de las llaves del coche, porque sabía que tenía que acudir. Oyó a Skarre respirar, y voces bajas cerca. También ese murmullo de fondo resultaba fatídico.
– ¿Dónde estás? -repitió.
– Estamos en Bjerkas -respondió Skarre-. En dirección a Saga, por ese camino que llaman Glenna. Tienes que venir ya. Sverre Skarning ha abierto la barrera, puedes pasar con el coche. Estamos en el primer cruce, en Skillet. Hay un enorme cartel de madera con un mapa. Vas a vernos enseguida -añadió.
– De acuerdo, ¿y de qué se trata? -preguntó Sejer.
– No lo sabemos muy bien -tartamudeó Skarre-. No entendemos lo que ha pasado. Pero entre tú y yo: aquí ha pasado algo horrible.
– ¿Podrías ser un poco más explícito? ¿De qué se trata?
– Por lo que podemos ver, se trata de los restos de un niño.
Treinta minutos más tarde, Sejer llegó a Glenna.
Vio un grupo de gente al final del camino. Unos daban vueltas, otros se llevaban las manos a la cabeza, otros se habían sentado en unos troncos en el borde, como si no soportaran estar de pie. Una agente de policía lloraba tapándose la cara con las manos. Un coche patrulla y una ambulancia estaban aparcados al borde del camino. Sejer abrió la puerta del coche y salió, vio el gran cartel de madera y el mapa con caminos y senderos señalados. Había algo en el suelo en medio del camino un poco más adelante. Enseguida se sintió intranquilo, notaba como un enorme hoyo en el estómago. Sin quererlo, el corazón empezó a latirle más deprisa. Aflojó el paso, mientras miraba fijamente a las personas allí reunidas, unas ocho o diez personas, mujeres y hombres, un grupo de técnicos. Al verlo acercarse, se apartaron para que pudiera pasar.
Sobre el camino había una lona verde.
Solo había una pequeña prominencia en medio, lo que indicaba que cubría un cuerpo bastante pequeño.
– No te desmayes -dijo Skarre-. No es muy agradable.
El fino material sintético crujió cuando alguien retiró la lona.
Sejer contuvo la respiración. Había algo delante de él en el camino, algo incomprensible. Un niño, habían dicho, los restos de un niño. Pero no era más que un caos de miembros, una mano, un pie, un ojo ciego de mirada congelada. El cuerpo se encontraba en una postura imposible. Vio una pequeña mochila con publicidad de chocolates Kvikklunsj, estaba abierta, y algo parecido a un juguete se había caído de su interior. Se veían huesos saliendo de la carne como delgados palitos blancos, el brazo izquierdo había sido arrancado a la altura del codo, faltaba parte del rostro. Unas pequeñas muelas redondas de niño pequeño brillaban en las rojas encías. Sejer vio también un trozo de tela color caqui, que tal vez fuera parte de un pantalón corto, y una zapatilla blanca de deporte. Miró automáticamente en torno suyo en busca de la otra zapatilla, pero no estaba. Tampoco se veía el trozo del brazo arrancado que faltaba. Se le ocurrió, como si de un mero reflejo se tratara, que tenía que alejarse de ese lugar. Estuvo a punto de marcharse. Quería llegar a su coche. Dadme algo de beber, pensó, ¡rápido!
– ¿Alguien lo ha tocado? -preguntó en voz alta.
Todos negaron al mismo tiempo con la cabeza. La agente que estaba sentada en un tronco llorando se esforzó mucho para secarse las lágrimas, pero su rostro estaba lleno de dolor.
– ¿Quién lo encontró?
– Dos ciclistas que estaban entrenando -contestó Skarre-. Los mandamos a casa. Hablaremos con ellos más adelante.
– ¿Adultos?
– Sí, bastante adultos.
– ¿Habían oído algo?
– No. Pero parece que el chiquillo estaba arriba, en el lago Snelle. Lo habían visto al subir. Estaba sentado en la roca merendando.
– ¿Solo?
– Sí -contestó Skarre-. Creían que estaba solo. Pero llevaba consigo a este.
Cogió el juguete del suelo y se lo enseñó a Sejer.
– Optimus Prime -explicó.
Sejer no entendía lo que decía.
– Es un Transformer, ¿sabes? uno de esos muñecos que pueden cambiar de forma y convertirse en otra cosa.
Skarre se quedó un rato con el robot en la mano. En realidad, no sabía qué decir o hacer, porque todo era imposible, y aquello que estaba en el suelo también lo era. Volvió a meter la mano en la pequeña mochila y encontró un termo. Y un trozo de papel arrugado. Y un teléfono móvil. Justo cuando lo tenía en la mano, el aparato emitió una pequeña señal.
«Llamada perdida.»
– Alguien ha intentado llamarlo.
Se quedó con el teléfono móvil en la mano. Sejer tenía todo el rato la sensación de que los hombres lo estaban esperando, esperando una orden, tal vez. Echó una mirada a los restos del niño.
– ¿Qué demonios ha pasado aquí? -preguntó Skarre.
– Perros -contestó Sejer-. Más de uno.
Una pareja llegaba por el camino forestal.
Andaban rápida y resueltamente, como si estuvieran buscando algo. Al ver el grupo de gente en el camino, cambiaron de ritmo, se detuvieron, intercambiaron unas palabras y echaron a andar de nuevo más deprisa esta vez.
A uno de los policías le entró pánico y se puso a gritar.
– ¡No, no! No pueden andar por aquí, tienen que dar la vuelta inmediatamente. ¡Regresen!
No se dieron la vuelta. Se fijaron en esa voz desesperada, aceleraron el paso y se acercaron ya a toda prisa. La mujer iba cogida de la mano del hombre. Los policías volvieron a tapar al niño con la lona y formaron una fila como si fueran soldados de guardia.
– ¡Tienen ustedes que dar la vuelta! ¡No pueden acercarse!
Por fin se detuvieron.
El hombre empezó a gritar.
– ¡Vamos a por el chico!
A por el chico. Lo que había sido su hijo estaba ahora debajo de la lona verde hecho pedazos.
Un brazo ha desaparecido.
Sejer fue a su encuentro. Les tendió la mano para saludarlos.
– Somos los Bosch. Vivimos muy cerca de aquí -dijo Hannes-. Solo vamos a buscar al chico. Salió a dar un paseo. Intentamos llamarlo, pero no contestó. Así que hemos venido a buscarlo, por si acaso. ¿Qué pasa aquí? ¿Ha sucedido algo?
Estiró el cuello para ver mejor. Su mirada se posó en la lona verde, y un aire de espanto cruzó su rostro.
– Un accidente -dijo Sejer-. No podemos permitir el paso a nadie.
Hannes dio un paso al frente. Estaba pálido de preocupación.
– ¿De qué clase de accidente se trata? ¿Tiene algo que ver con nuestro hijo? ¿Qué significa esa lona? ¿Lo han atropellado?
Sejer buscó en lo más hondo de sí mismo compostura y tranquilidad. Las palabras iban y venían, pero las rechazó todas. Y sin embargo, su voz sonaba controlada cuando se dirigió a Wilma.
– Cuéntenos algo de su hijo -dijo.
– Theo -contestó ella-. Se llama Theo Johannes Bosch y tiene ocho años. Está de excursión por aquí, iba al lago Snelle. O, mejor dicho, ahora estará volviendo a casa. Hemos salido a su encuentro. Nada más que eso. No podemos seguir aquí perdiendo el tiempo, tenemos que pasar. ¿Qué ha sucedido? ¿Pueden decirnos algo?