– ¿Qué llevaba su hijo? -preguntó Sejer.
– Una mochila -contestó ella-. Con merienda y termo.
Hannes tomó la palabra.
– Y una navaja en el cinturón. Una navaja de caza. Intentamos llamarlo, porque tiene su propio teléfono móvil, pero no nos contestó, así que hemos venido a buscarlo, por si acaso. Espero que no sea un niño eso que está ahí en el camino. ¿O sí? ¿Es un niño?
Permaneció sin moverse, esperando la respuesta.
Pronto se pondrán a gritar, pensó Sejer. Se pondrán a gritar hasta que el cielo reviente.
Notó que se sentía mareado, y tuvo que dar un paso hacia un lado. Joder, ¿por qué no podían dejar de darle esos mareos?
– Hemos encontrado a un niño -empezó a decir.
Miró hacia atrás, al grupo de personas. Estaban a la espera con rostros graves, mientras observaban lo que se decía. El tener a los padres a solo unos metros de distancia los cohibía terriblemente.
– Creo que puede tratarse de Theo -dijo Sejer-. Pero no podemos precisar lo que le ha sucedido.
– Pero esa ambulancia… -tartamudeó Wilma-. Hay ahí una ambulancia. ¿Está herido? ¿Por qué está tapado? ¿Puede explicarme qué está pasando?
Sejer le puso una mano en el hombro. Nunca en su vida se había sentido tan miserable, nunca había visto nada tan terrible, nunca se había sentido tan limitado como en ese momento.
– El niño que hemos encontrado está muerto -dijo.
Wilma se despegó de Hannes y echó a andar por el camino. Sejer la detuvo.
Entonces se desplomó y cayó al suelo, donde se quedó agitando piernas y brazos, intentando levantarse de nuevo, pero las rodillas no la sostenían.
Hannes Bosch trató de arrojar una pequeña esperanza, que tal vez se equivocaran todos. Había más gente por el bosque y nada era seguro. Se quedó mirando fijamente la lona verde. Buscó en el bolsillo de su camisa, y encontró el teléfono móvil, marcó un número y se puso el teléfono junto al oído, mirando a Jacob Skarre, que todavía tenía el teléfono de Theo en la mano.
Inmediatamente empezó a sonar la frágil melodía.
Joy to the world, the Lord is come. Let earth receive her King.
Los ayudaron a entrar en el coche patrulla y los alejaron del lugar, acompañados por una agente. Los técnicos se pusieron en marcha, tenían por delante un intenso trabajo. Tomaron fotos. Skarre daba vueltas por el camino forestal. De vez en cuando sacudía la cabeza, como si estuviera discutiendo con una voz interior. Luego se acercó al médico forense Snorrason y le preguntó:
– ¿Cuánto tiempo tardó en morir?
Snorrason, que estaba en cuclillas junto al maltrecho cuerpo, levantó la vista y miró a Skarre, muy apenado.
– No puedo contestar a eso -murmuró-. Aún no.
– Esos perros se lanzan derechos al cuello, ¿verdad? -aventuró Skarre-. Cabe la posibilidad de que muriese enseguida, ¿no?
– Puede.
– ¿Qué vamos a hacer si los padres quieren verlo?
– Solo nos quedará rezar -dijo Snorrason.
Sejer llegó andando a paso lento, las piernas le pesaban como si fueran plomo.
– Nunca había visto nada tan horrible -dijo-. Nunca en mi vida he visto nada parecido. Tenemos que averiguar quién es el dueño de esos perros.
Bjorn Schillinger tenía una casa en la cuesta de Saga.
Era una casa grande, pintada de rojo, y con un edificio anexo de cincuenta metros cuadrados. Todo parecía muy idílico y rústico. Detrás de la casa estaba el tupido bosque. Schillinger conocía todos los senderos. Uno iba a Saga, otro a la Fábrica de Cristal, y otros hasta los lagos Snelle y Svarttjern. Había andado innumerables veces por esos senderos, había corrido por ellos de niño y de adulto para mantenerse en forma. Delante de la casa había un patio abierto. El propio Schillinger había construido una mesa y dos bancos de madera para poder sentarse fuera en días buenos como ahora, en el bajo sol de septiembre. Subió la empinada cuesta hasta la casa en su Landcruiser color oro mientras canturreaba una sencilla melodía. La vida no está mal, pensó, al fin y al cabo no está mal. Eso pensaba a pesar de que su mujer, Evy, lo había dejado hacía poco. Pues la vida de soltero era cómoda, aunque la economía se hubiese vuelto algo más difícil. No estaba nada deprimido. Era dueño de su vida, y miraba con voluptuosidad a otras mujeres cuando le apetecía. Tenía mucho contacto con su pequeña hija, June, que era lo que más quería en el mundo. Ahora volvía de su fiesta de cumpleaños, de juegos, canciones, tartas de chocolate y bebidas gaseosas. June, que cumplía seis años, llevaba un vestido rojo con puntitos blancos, y él le había tomado el pelo diciéndole que parecía una pequeña seta envenenada. Los niños tienen algo especial, pensó Bjorn Schillinger. Son tan frescos, sanotes y descarados… Tienen toda la vida por delante, y pueden disfrutar con las pequeñas y grandes alegrías. Como por ejemplo un cumpleaños con regalos. Le había regalado unos patines. Y ella no se los había quitado en una hora. Evy, su ex mujer, se había puesto furiosa, claro, porque le estropeaban el parquet de roble. En eso piensan las mujeres, pensó Bjorn Schillinger. Se preocupan por suelos, muebles, alfombras y papel pintado. Solo Dios sabe de qué están hechas, pues no reparan en lo importante, solo piensan en lo externo, en el aspecto de las cosas.
Y en lo que piensan los demás.
Ya había llegado a la casa.
Entonces frenó en seco. El gran Landcruiser se detuvo tan bruscamente que la gravilla se levantó por las ruedas.
La perrera estaba vacía.
La puerta estaba abierta de par en par. Bjorn Schillinger se quedó completamente aturdido. No entendía cómo era posible y permaneció sentado, agarrado al volante. Aunque parpadeó varias veces y se dio golpes en la frente, la imagen seguía siendo la misma. La perrera estaba vacía. La puerta estaba abierta. Los siete perros habían desaparecido. Alguien tiene que haber estado aquí, pensó. Pero ¿por qué, coño? Era completamente imposible que los perros hubieran salido de la sólida perrera por sus medios, ni de coña, ¿cómo iban a haberlo hecho? Y la puerta estaba en perfecto estado, él se ocupaba de eso, era consciente de su responsabilidad. Porque los perros eran grandes y fuertes. ¿Qué coño está pasando? Pensó. ¿Ha venido alguien? ¿Adónde han ido los perros? ¿Hay algo que haya olvidado? Salió del coche. En ese instante lo vio, junto a la pared de la casa estaba Lazy lamiéndose las patas. Lamía con mucha energía, y tenía la boca ensangrentada y manchada. Schillinger atravesó el patio. Había dejado el coche con el motor en marcha, su corazón latía con dificultad, como si hubiese subido la cuesta corriendo, y no conduciendo su Landcruiser color oro. La perrera estaba vacía. Los siete perros estaban fuera y habían estado cazando. Habían cogido una presa, y los restos de sangre en las fauces de Lazy procedían de ella, que ojalá no fuera un animal doméstico. No debo perder la serenidad, pensó, tiene que haber una explicación. El Landcruiser seguía rugiendo, mientras Schillinger iba hacia la casa. Andaba con los mismos sentimientos que cuando cruzaba aguas heladas en el invierno, repartiendo equitativa y cuidadosamente el peso. Se sentía algo débil. Se detuvo a medio camino, se inclinó y se arrodilló un instante. Lazy interrumpió su actividad y dejó de lamerse las patas. El gran perro esquimal levantó la cabeza y lo miró, Schillinger siguió andando lentamente, grande y seguro con las piernas separadas, sin ceder un milímetro, aunque el perro no se comportaba normalmente. Se levantó y bajó su gran cabeza. Restos de sangre, pensó Bjorn Schillinger. Dios mío, cómo me late el corazón, habrán cogido un gato, pensó. O un zorro. O un perro. Que no sea un perro. En ese momento oyó un gruñido bajo. Lazy le enseñó los dientes. El que el perro ya no se sometiera a él ni lo tratara como el jefe de la jauría lo preocupaba y enfurecía a la vez. Tomó impulso y se abalanzó sobre Lazy, lo presionó contra el suelo, lo agarró fuerte y le abrió las fauces. Estaban llenas de sangre y con restos de piel. Habrán cogido una oveja, pensó, tendré que hablar con Sverre Skarning para calmarlo, y recompensarle por la pérdida del animal. Pagarle muy bien. Mientras estaba de rodillas luchando contra el pánico, y con el perro Lazy de espaldas debajo de él, llegaron dos perros más del bosque, trotando despacio. Vio que uno era Ajax y el otro Maratón. También ellos tenían las fauces llenas de sangre. Por unos instantes se sintió débil, luego sintió náuseas. Quería actuar, pero el cuerpo le pesaba y los brazos se negaban a obedecerle. La perrera. Estaba abierta. ¿Cómo había sucedido? Enfurecido, se inclinó y gruñó contra el cuello de Lazy, gruñó como un salvaje. Por fin el perro se rindió, gañó débilmente, y su cuerpo fuerte se quedó flácido. Bjorn Schillinger fue a por los otros dos y los hizo entrar en la perrera. Se quedaron merodeando allí dentro mirándolo de reojo, moviéndose de un lado para otro con una energía que ya no eran capaces de canalizar. Se habían convertido en unos perros diferentes, por los que él ya no sentía nada, no eran más que grandes fieras con afilados caninos. Les mostró los dientes y no pudo evitar que se le escaparan unas lágrimas. Examinó la puerta de barrotes. No estaba rota ni cortada. El cerrojo y todo lo demás estaba intacto. Es imposible que haya olvidado cerrarla, pensó. Entonces vio más perros llegar corriendo del bosque, también ellos llenos de sangre y comportándose de un modo diferente al habitual. Los pensamientos daban vueltas en su cabeza. También había gente en el bosque esos días tan buenos del final del verano. Algunos iban en bici, otros iban andando hasta los pequeños y numerosos lagos a pescar. Y si esos siete perros… no, no quería ni pensar en algo así. Ahora lo importante era actuar. Consiguió meter a Bonnie y a Yazzi, luego a Attila y Goodwill, cerró la puerta con un estallido, echó el cerrojo y fue a toda prisa a por la manguera.