Los perros habían estado fuera.
Todos estaban llenos de sangre.
Lo importante ahora era mantener la cabeza despejada. Había muchas cosas en juego. Estaba en juego su futuro y el de sus perros. Su nombre y su buena reputación. Su vida entera estaba en juego. Tiró de la manguera, llegaba justo hasta la perrera. Corrió al sótano a abrir la llave, volvió a subir a toda prisa, cogió la manguera y se puso a lavar a los perros. Ellos intentaban escapar buscando los rincones, pero no lograron evitar el duro chorro de agua helada. Los regó hasta que estuvieron completamente limpios, a la vez que estaba atento a posibles ruidos de gente o de coches. Pero si yo cierro siempre la puerta, pensó, les doy de comer y luego cierro la puerta. Tres rápidos movimientos. Cerrar la puerta, echar el cerrojo y bajar el gancho. Además, no soy el único que tiene perros por aquí. Junto al lago Svarttjern vive un tipo que tiene cuatro huskys. ¿Cómo se llama? Ah, sí, Huuse. Tal vez pueda librarme, pensó Bjorn Schillinger. Vale que hayan cogido una oveja. Pero hay tantas ovejas… Y de los perros que yo tengo solo hay siete. Seguía limpiándolos con la manguera, el chorro les alcanzaba por todas partes, en los ojos y en la boca. La sangre corría por el suelo. Lo jodido es que la gente se pone completamente histérica y exige enseguida que se sacrifique a los perros sin tener en cuenta lo que han hecho, pensó Schillinger, si han cogido a un zorro o a un ciervo. Estuvo un buen rato echándoles agua. Los perros estaban chorreando y completamente limpios cuando por fin enrolló la manguera y la tiró al suelo. Volvió a entrar en la perrera y se acercó a Attila, el perro alfa. Se agachó, levantó la cabeza del animal y miró fijamente sus ojos amarillos.
– ¿Dónde habéis estado? -gruñó-. ¿Dónde coño os habéis metido?
Tras la enorme cantidad de agua helada, el perro había vuelto a ese estado de sumisión en el que debía estar, razón por la que lamió la comisura de los labios de su amo. Schillinger le dio un fuerte empujón, profiriendo terribles maldiciones. Acto seguido salió de la perrera y cerró escrupulosamente la puerta.
Cerrar la puerta, echar el cerrojo y bajar el gancho.
Tiró dos veces de la puerta de barrotes para estar seguro.
No puedo haberme olvidado de la puerta, pensó. Alguien tiene que haber estado aquí. Habrán cogido una oveja, y habrá un enorme barullo. La gente no aguanta nada.
De repente se acordó de que el Landcruiser seguía con el motor en marcha, y se acercó a apagarlo. Había un silencio sepulcral. Ya no se oía ningún ruido, ni procedente del bosque ni de los perros. Entró en la casa y se sentó junto a la ventana a esperar. Miraba constantemente la verja, por donde sabía que iban a llegar.
Wilma Bosch perdió el juicio.
Ocurrió cuando le explicaron cómo había muerto su hijo. Que habían sido varios perros, seguramente una jauría entera, que se habían abalanzado sobre él, que le habían arrancado la piel de los músculos, y los músculos del esqueleto. La ingresaron inmediatamente en el Hospital Central, donde recibió un tratamiento por shock. La ansiedad y el dolor la hicieron trizas, sentía los dientes y las garras hasta la médula. Y gritaba. Gritaba como había gritado Theo. Le administraron fuertes tranquilizantes para que se durmiera. Cuando despertó, seguía gritando.
Los restos de Theo Bosch fueron metidos en una bolsa engomada que llevaron al Instituto Forense. A los padres se les recomendó encarecidamente no ver a su hijo. Al principio Hannes insistió, pero luego se retractó, colorado de vergüenza.
Fue por mi culpa, pensó. Fue por mi culpa, y soy un cobarde. Cuando Sejer y Skarre fueron a verlo, estaba sentado en un sillón con Optimus Prime sobre las rodillas. Intentaba convertir al robot en un coche, como hacía siempre Theo con la mayor naturalidad y unos simples trucos. Pero no lo conseguía. Llevaba allí sentado mucho tiempo. Varias veces había oído un pequeño chasquido en la entrada, y pensaba que era Theo que volvía, que se había encontrado con papá Pim al otro lado y que este le había ordenado volver al mundo. Porque mamá Wilma lo necesitaba. Y porque los niños debían mantenerse en la tierra el mayor tiempo posible. Una y otra vez oyó el pequeño chasquido. Pero ningún Theo entraba en la habitación. Estoy perdiendo el juicio, pensó, como le ha ocurrido a Wilma. Luego volvió en sí, y recordó que la policía estaba allí esperando.
– No puedo quedarme en el hospital -murmuró-. Ella no para de gritar. Y no quiere verme.
– Necesitamos una relación de la gente de este lugar que tiene perros -dijo Sejer-. ¿Podría usted facilitarme algunos nombres?
Hannes se quedó pensando. Parecía un infeliz niño gigante, sentado con el robot sobre las rodillas. Formular frases con los pensamientos le costaba un gran esfuerzo.
– Aquí en el campo todos tienen perros -dijo-. Hay bastantes dálmatas. Y un pastor alemán. Y dos abajo, donde está la parada del autobús. Más allá hay dos perros labrador. Son muy grandes. Y hay un tío un poco más lejos que tiene dos boyeros australianos.
– Suponemos que se trata de una jauría -dijo Sejer-. Las lesiones indican que fueron varios.
Hannes reflexionó un buen rato.
– Huuse -dijo por fin-. Y Schillinger. Huuse tiene huskys. Cuatro o cinco. Vive cerca del lago Svarttjern. Pero creo que está fuera. Y ese Schillinger tiene otra raza. Perros esquimales americanos. Hay gente que dice que esos perros no están permitidos aquí en Noruega, así que ha habido algo de discusión con los vecinos.
De nuevo se puso a torcer y a tirar de los brazos del robot. Pero era como si el robot no quisiera obedecerle como había obedecido a Theo.
– ¿No están permitidos? -preguntó Sejer-. ¿Por su carácter?
– No lo sé. Pero alguien lo dijo.
Skarre tomaba notas en una libreta.
– ¿Schillinger?
– Bjorn Schillinger. Vive arriba, en la cuesta de Saga. En la casa roja.