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– Pero si tiene varios perros, tienen que estar en una perrera, ¿no?

– Lo están -contestó Hannes, cansado-. A veces los oímos chillar por las tardes. A las siete y media. Que es cuando les da de comer. Entonces suenan como lobos. Y lo serán, supongo.

Calló durante un buen rato. No dejó un solo instante de manosear a Optimus Prime. Le resultaba difícil, porque estaba a punto de derrumbarse.

– Hablen con Huuse -dijo-. Y también con Bjorn Schillinger.

Dejó el robot, y posó la mirada en Sejer.

– El responsable de esto se va a pudrir en la cárcel. Y los perros recibirán una bala entre los ojos.

Estuvieron una hora con Hannes.

A Sejer no le gustaba que el hombre se quedara solo.

– Tiene usted una cama en el hospital -dijo-. Si necesita a alguien cerca.

– No quiero a nadie cerca -dijo Hannes-. No me lo merezco. He perdido todos mis derechos. Pregunten ustedes a Wilma.

Su voz era dura y áspera.

Sejer salió a la terraza. Vio un balancín con cojines de flores. Se le ocurrió que se estaba meciendo suavemente, como si alguien acabara de levantarse. Volvió al salón.

– Sé que es una tontería -dijo a Hannes-. Pero hay medicamentos. Dígame si necesita algo. Aquí tiene mi número de teléfono. No dude en llamarme, ya sea de día o de noche.

Le dio su tarjeta a Hannes, que la recibió con indiferencia.

– Ahora vamos a hablar con Schillinger -dijo-. Lo mantendremos informado.

* * *

Se detuvieron delante de la casa roja.

Aparcaron junto al Landcruiser y se acercaron a la perrera, donde se quedaron contemplando a los animales a través de los barrotes. Los perros parecían muy cariñosos, saltaban y bailaban, y de vez en cuando soltaban unos amables ladridos.

Habían vuelto con su amo, y ya no parecían para nada lobos.

Un hombre salió de la casa e iba hacia ellos. Los habría visto por la ventana. Había algo vacilante en su manera de moverse, con pasos cortos y los hombros levantados. Llevaba ropa deportiva verde, pantalón con estampado de camuflaje y unas gruesas botas negras que no había tenido paciencia de atar. Schillinger tenía unos cuarenta y tantos años, y una cara marcada por la vida al aire libre. Entrenaba a sus perros durante todo el año y en toda clase de condiciones climáticas. En la casa anexa guardaba dos trineos y un carro que usaba por los caminos forestales en verano.

– ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Puedo ayudarlos en algo?

Había un tono duro en su voz.

– Tal vez -contestó Sejer, haciendo un gesto en dirección a los perros-. Magníficos perros -añadió.

Schillinger golpeó el suelo con la bota. Tenía la barbilla hacia delante y la espalda encorvada.

– ¿Perros esquimales americanos? -preguntó Skarre.

El otro vaciló.

– Pues sí, sí. Son raros aquí en Noruega -se apresuró a contestarles.

– Raros -dijo Skarre-, ¿y acaso no legales?

Schiller se rascó la nuca.

– Sí, sí que están permitidos. Ya lo creo que lo están. Pero la gente ha inventado unos extraños rumores. El que solo haya unos pocos ejemplares no significa que sean ilegales. Los he importado de forma normal, permítanme subrayarlo. De manera completamente normal. Tengo los papeles, y puedo ir a por ellos, si ustedes quieren. Tengo documentos para cada uno de ellos.

Hablaba más deprisa ya. Se tocó el pelo, estaba sin afeitar.

– ¿Y ahora han estado de excursión? -preguntó Skarre muy serio-. ¿O me equivoco?

Schillinger notó un agujero en el estómago. ¿Y si se han metido en una caballeriza? pensó, se ha dado el caso de que algunos perros van a por los caballos. No, será una oveja. Claro que se lanzan sobre una oveja cuando tienen ocasión, no son caniches, coño. Tomó aliento. Echó una mirada hacia el bosque y luego a los siete perros. Tres de ellos se habían acomodado en el suelo. Los otros cuatro seguían junto a la puerta, husmeando por los barrotes.

– ¿Se ha quejado alguien? -preguntó.

– Sí -contestó Sejer en voz baja-. Alguien se ha quejado.

Schillinger se puso a andar hacia delante y hacia atrás. Evitaba mirarlos a los ojos y daba vueltas como un animal enjaulado.

– Echo el cerrojo en la puerta cuando me ausento para bastante tiempo -dijo-. Esta vez no fue más que una hora. La perrera estaba vacía cuando volví. Simplemente vacía.

Abrió las manos en ademán de impotencia. Sejer y Skarre esperaron a que continuara.

– Entonces, ¿quién se ha quejado? -preguntó-. La gente se pone muy nerviosa con estos perros, al parecer creen que tengo la perrera llena de animales salvajes, o algo por el estilo.

Tampoco a esta observación recibió respuesta. No comprendía por qué los hombres estaban tan callados, se asustó al ver cómo lo miraban. Él continuaba su nervioso paseo.

Sejer señaló la mesa y los dos bancos hechos por Schillinger.

– Creo que debemos sentarnos -dijo.

– ¿Por qué? -preguntó Schillinger, desconfiado.

– Siéntese -le ordenó Sejer-. Lo va a necesitar.

Se acomodaron. Schillinger se puso a arrancar astillas de la madera. Sus manos eran grandes y rudas, con suciedad debajo de las uñas. En el dedo anular derecho tenía una estrecha marca de un anillo que había estado allí mucho tiempo, pero que había dejado de estar.

– Hemos encontrado a un niño -dijo Sejer-. Lo encontramos junto a Glenna. Todo parece indicar que fue atacado por perros.

Schillinger tomó aliento. En solo un segundo se puso mortalmente pálido. Se lanzó sobre las astillas de la mesa, tirando de ellas como si de su vida se tratara.

– ¿Es grave? -preguntó-. ¿Está muy mal?

Y luego, con una mirada hacia la perrera:

– ¿Voy a perder a los perros?

– Va usted a perder a los perros -dijo Sejer-. Y el niño ha muerto.

Bjorn Schillinger enmudeció. La gravedad le alcanzó como un golpe.

– No -jadeó-. No es verdad. Mis perros no. No, no, tienen que hablar con Huuse, ¡tiene cuatro huskys! Mis perros no -repitió.

Sejer y Skarre lo contemplaban en silencio. Les impresionó ver a ese hombretón perder la compostura.

– Huuse se ha llevado a sus perros y se ha marchado a Finnmark -dijo Sejer tranquilamente-. Hemos hablado con gente que tiene casas de verano en Svarttjern. Huuse lleva cuatro semanas fuera.

– No -volvió a decir Schillinger-. Mis perros no. Un niño no. Me niego a creerlo.

Se derrumbó sobre la mesa. Su rostro estaba gris por el miedo.

– Sus perros están mojados -comentó Skarre-. ¿Ha empleado usted la manguera con ellos?

– Tienen calor -se apresuró a explicar Schillinger-. Quería refrescarlos. Con tanto pelo se ponen enseguida al rojo vivo. ¡Jamás me olvido de cerrar la puerta después de darles de comer! -gritó.

Se tapó la cara con las manos. No era capaz de reaccionar ante lo que esos hombres le estaban contando. Un niño. Y esos siete ejemplares detrás de los barrotes. No, no, se negaba a creerlo.

– Siempre cierro la puerta cuando salgo -repitió-. ¡No se me puede responsabilizar a mí!

Dio un puñetazo en la mesa.

– Entremos -dijo Sejer, señalando hacia la casa.

Entraron en el salón de Schillinger. Un pequeño y callado séquito de hombres serios. La casa estaba en penumbra, había pocos muebles. La madera de los suelos estaba astillada por garras de perros. En un rincón había una vieja estufa de leña, y junto a ella un sillón lleno de pelos de perro.

– ¿De quién es ese niño? -preguntó Schillinger sin mirarlos.

Estaba de pie, inclinado hacia delante esperando la sentencia.

– Es el hijo de Wilma y Hannes -contestó Sejer.

– ¿Los holandeses? ¿Los que viven en la casa de troncos de madera?

Sejer asintió. Schillinger perdió su aire terco. Se había puesto pálido y tembloroso, y Sejer no pudo sino sentir compasión por él. Miró la habitación oscura. De las paredes colgaban muchas fotografías, todas de perros. Los nombres estaban escritos debajo de cada foto. Descubrió que había una pared de hembras y otra de machos. Había una Eva Braun y un Grethe Waitz, un Volter, un Bajas, y un Bogart.