– Tengo perros desde hace treinta años -dijo Schillinger-. Sé todo lo que hay que saber sobre ellos. Pregunten ustedes a la gente si alguna vez ha habido algún problema con mis animales, pregunten a la gente si no he sido siempre un dueño de perros responsable y considerado. Cuando salgo de la perrera después de darles de comer, o si les he hecho limpieza de garras o patas, cierro la puerta detrás de mí con un estallido. Luego echo el cerrojo con tanta fuerza que el hierro chirría. Después bajo el gancho con un clic. Eso es todo lo que hay que hacer. Y nunca se me olvida. Es una maniobra que tengo sistematizada y que hago automáticamente. Mi vida son esos perros. Esos perros son todo mi capital. Y ustedes no pueden probar que son mis perros los que han matado al hijo de Hannes. Tal vez se equivoquen. Hay mucha gente por aquí que tiene perros. Y a veces se escapan.
– Los perros serán embargados -dijo Sejer-. Se tomará una muestra de ADN de todos ellos. Así podremos ver dónde han estado y qué han hecho.
Schillinger cerró los ojos. La pesadilla en la que se encontraba lo estaba torturando.
– También se examinará el lugar de los hechos -prosiguió Sejer-. Para averiguar cómo pudieron salir los animales. Puede que lo metan en prisión preventiva mientras se realice la investigación. Pero a ese tema volveremos más adelante.
Schillinger se tapó la boca, a punto de vomitar. Lo que estaba sucediendo a su alrededor no parecía del todo real. El chico de Hannes y Wilma. Maltratado por perros. Por sus perros. Attila y Maratón, Yazzi y Goodwill. Bonnie, Lazy y Ajax. Esos perros que se tumbaban a sus pies por las noches, cuando él añoraba compañía. Esos perros que lo llevaban por las llanuras nevadas y por frondosos bosques con una increíble fuerza, que le soplaban aire caliente en la cara y le daban empujoncitos con sus fríos hocicos, que saltaban y bailaban cada mañana cuando él salía de la casa.
– Tengo una hija -dijo en voz alta-. Hoy cumple seis años. Estaba en su fiesta de cumpleaños cuando los perros se escaparon. No entiendo nada de todo esto.
Su voz estaba a punto de quebrarse.
– La gente me echará del pueblo -susurró-. ¿Entienden ustedes la gravedad del asunto?
– Serán los tribunales los que decidan sobre la culpabilidad -dijo Sejer-. Pero, en calidad de propietario de perros, es evidente que usted es responsable de tener a sus perros donde deben estar.
– ¡Y siempre lo he sido! -gritó Schillinger-. Ahora corro el riesgo de perderlo todo. Sé lo que va a opinar la gente cuando esto se sepa: que se me quite el derecho a tener perros para siempre. Perder a su hijo de esa manera -jadeó-. No puedo soportarlo. No puedo culparme de ello, no puedo, no puedo. No me culpen. No voy a soportarlo. Tiene que tratarse de un sabotaje -dijo-. Alguien ha venido aquí y ha abierto la puerta.
– ¿Por qué iba alguien a soltar sus perros? -preguntó Sejer-. Eso tendrá que explicárnoslo.
– Alguien soltó todas las ovejas de Skarning -dijo Schillinger-. Para divertirse, supongo, qué sé yo. Han pasado cosas muy extrañas aquí este verano. Podrían ustedes empezar por el tipo que envió todos esos falsos mensajes.
Sejer saboreó brevemente esa teoría.
– ¿Ha salido algo sobre usted en el periódico? -preguntó-. ¿Tal vez una pequeña noticia sobre usted y sus perros? ¿Recientemente? Algo sobre la importancia que tienen en su vida. Cosas así.
Schillinger se quedó pensando.
– No -dijo-. No desde el año pasado, cuando participamos en la carrera de Finnmark y conseguimos un buen resultado. El periódico local vino a sacar fotos. Pero ahora no, este año no. ¿Por qué lo pregunta?
– No puedo explicarlo ahora -dijo Sejer- pero es algo que tal vez pueda hablar a su favor.
Cuando hubo terminado ese negro y largo día, y Sejer estaba ya en su casa, se metió en el baño. Miró fijamente en el espejo su apesadumbrado rostro. Se agachó sobre la pila y se echó agua fría en las mejillas, pero no sirvió de nada. Frank saltaba, reclamando su atención. Sejer lo ahuyentó irritado, dándole airado una patada, porque no era más que un perro. En el fondo ninguno de ellos era de fiar. Siguió echándose agua fría en la cara. No sirvió de nada tampoco entonces. El médico forense Snorrason había llamado y habían mantenido una larga conversación. Le había explicado hasta el último detalle los daños sufridos por Theo. Desearía no haberlo visto, dijo Snorrason. No se lo digas a nadie, pero creo que nunca he visto nada peor. Incluso los huesos han sufrido un montón.
Sejer se acostó, pero no podía dormir. En la alfombrilla junto a la cama estaba tumbado Frank, su mascota, el perro de lucha chino, la bestia, con impresionantes caninos y una potencial brutalidad que ojalá él no llegara a ver nunca. La imagen del pequeño Theo, el estado en que lo habían encontrado, se negaban a desaparecer de su retina. Intentó llenar su cabeza con otras cosas. Como por ejemplo algunas imágenes de El lago de los cisnes, y jóvenes con faldas de tul y plumas en el pelo. Hasta cierto punto funcionó. Repasó en su mente su vida profesional y los casos que habían sido responsabilidad suya. Pensó en el efecto que habían tenido sobre él y en lo que había sentido y pensado.
Nada había sido como aquello.
Se acordó de repente de la postal que había encontrado en el felpudo de la puerta con la foto del glotón. Si tú eres el culpable de esto, tenías razón, pensó.
Esto ya no es un juego.
El infierno empieza ya.
Y para Hannes y Wilma Bosch durará toda la vida.
Se inclinó por el borde de la cama para mirar a Frank, que dormía en la alfombrilla, y esa pacífica imagen del pequeño perro arrugado puso en marcha otros pensamientos. Pensamientos sobre la vida, la muerte, y la naturaleza. Sobre lo crudo y brutal que estaba en la base de todo lo vivo.
Si estuviéramos tú y yo de paseo, pensó, y pasara algo… Imagínate que tuviéramos un accidente o que nos quedáramos encerrados en un sótano, en una cueva, o donde fuera. Y nadie nos encontrara. Estaríamos solos tú y yo, Frank, encerrados en esa cueva sin comida ni agua. E imaginemos que a mí me diera un ataque al corazón y tú te quedaras allí dentro con mi cuerpo muerto. Entonces me comerías. Empezarías a roerme, me arrancarías la piel de los huesos, y todo lo bueno que ha habido entre nosotros lo olvidarías. ¿Oyes lo que estoy diciendo, Frank? Me comerías. Cuando estuvieras lo suficientemente hambriento. Porque esa es tu naturaleza y tú sigues tu instinto de supervivencia. También los seres humanos lo hacemos, forma parte de nuestro destino y nuestra grandeza el que nos aferremos a la vida. Pero cuesta. Volvió a apoyar la cabeza en la almohada. Se sentía pesado y cansado, entonces sonó el teléfono móvil, que estaba sobre la mesilla de noche. Sejer reconoció el número del jefe de sección, Holthemann.
– Sé que es tarde -dijo.
– Sí -dijo Sejer-. Es tarde.
– He estado pensando en una cosa. Esos perros de Schillinger. ¿No deberíamos encomendar a nuestros hombres la tarea de matarlos, quiero decir, pegarles un tiro como una potente demostración, por consideración a los Bosch?
Sejer miró a Frank, que se había arrugado sobre la alfombrilla.
– Llevarlos al veterinario es en sí una demostración suficiente -dijo-. Además, sería una dura carga para el hombre que tuviera que cumplir con el encargo. Por cierto, ¿a quién pensabas encargárselo? ¿A Jacob Skarre? Él es creyente. Además, son siete perros. Parecería una masacre. Yo mismo tengo perro -añadió-. No, esto no es una diversión. Esto es algo muy feo.
– ¿No eres un poco blando? -preguntó Holthemann.
– Sí -contestó Sejer-. Supongo que se debe a lo especial que es este caso. Y no me vuelvo más joven con los años.