– Y Schillinger, ¿es de fiar? -preguntó Holthemann-. ¿Lo es?
– Se encuentra en una situación de crisis -comentó Sejer-. Claro que no es de fiar.
– ¿Y la perrera? ¿Cumple con las normas legales?
– Sin duda alguna. Y es imposible que esos perros salgan de ella sin ayuda ajena. Si la puerta estaba bien cerrada, por supuesto.
– ¿Y los perros? -preguntó Holthemann-. He oído decir que no están permitidos en Noruega. ¿Es así?
– Está poco claro -contestó Sejer-. Pero de todos modos es una raza bastante dura. He leído algo sobre ellos en internet. Tienen una enorme energía y una naturaleza muy independiente. Requieren un trato firme y consecuente. Tienen un instinto gregario extremo y luchan constantemente por subir un peldaño en la jerarquía. Además, siempre se lanzan sobre todo lo que sea comestible, allí donde puedan encontrarlo. Consideran todo lo vivo como comida. Y por si eso no fuera suficiente, llegan a medir setenta centímetros de alto. Y pesan más de cincuenta kilos. Theo no tuvo ninguna posibilidad contra ellos.
Holthemann callaba al otro lado. Por fin recobró la voz.
– Será como tú digas -dijo por fin-. Los llevaremos al veterinario. Supongo que será esfuerzo suficiente poner siete inyecciones.
Dieron por finalizada la conversación. Sejer se tumbó de nuevo en la cama, lleno de inquietos pensamientos.
Si supiéramos lo que nos depara la vida, pensó.
Ese día, que era domingo, empezó como todos los demás, con su madre haciendo ruido en el dormitorio. Estaría buscando algo que ponerse, y entre los montones de ropa sucia encontraría cualquier trapo. Porque la hiena estaba totalmente sana, ningún indicio de envenenamiento, pateaba por la habitación más viva que nunca. A juzgar por los sonidos que atravesaban la pared, había allí dentro un gran oleaje, porque su madre se tropezaba constantemente con muebles y otros objetos en su andadura por la habitación. Era como un torbellino sin control, sin orden, cogía algo, lo tiraba a otra parte y luego retomaba su feroz marcha. Por todas partes había cosas tiradas, en los travesaños de la cama, en los respaldos, y en montones en el suelo. Rara vez lavaba ropa. Pero, por otra parte, apenas estaba con otras personas. Nunca iba a trabajar, nunca se exhibía. Excepto cuando iba en busca de dinero, de alguna subvención.
Con ese abrigo manchado.
Johnny Beskow decidió quedarse en la cama hasta que ella estuviera levantada y vestida. Oyó las tuberías del cuarto de baño, que silbaban cuando ella abría los grifos. Luego su madre iría a la cocina, se calentaría una taza de agua, le añadiría café en polvo y se la bebería de pie junto a la ventana. Le temblaban mucho las manos, tenía las mejillas hundidas y las uñas descuidadas. Porque ella siempre necesitaba un vodka antes. Su aspecto estaba marcado por su enfermedad, que le corría por todas las articulaciones como un pus crónico. Seguramente había hecho unos difusos planes para el día. Pero como siempre necesitaba un vodka primero y ese vodka siempre conducía a un segundo, nunca los llevaba a cabo. En lugar de ponerse en marcha, se dejaba caer en un sillón, donde se quedaba sentada reflexionando sobre su mala suerte en la vida y pensando que en realidad era guapa y bien dotada, y que siempre la habían malinterpretado de la manera más escandalosa. Que el destino había sido cruel e injusto con ella, desterrándola a una tierra de nadie, llena de miseria. Por tanto, ¿quién podía exigirle que volviera a levantarse?
Además, se sentía a gusto en la miseria.
Era incapaz de adquirir algún compromiso.
Johnny estaba muy quieto tumbado en su cama esperando. Oyó a Butch corretear en su pequeño laberinto de plástico rojo y amarillo, sus minúsculos pies lo arañaban. Al cabo de un cuarto de hora fue sigilosamente al cuarto de baño, allí se puso los vaqueros y la camiseta, bebió agua fresca del grifo y desapareció. Su madre no tuvo tiempo de notar que se iba, no tuvo tiempo de hacer preguntas. En un periquete estaba sentado en su Suzuki, aceleró y bajó a toda velocidad la calle.
Seguramente ella lo vería por la ventana.
Notó su mirada en la nuca como una espina.
La calle Roland estaba desierta.
No había rastro de la niña Meiner.
Pero puede que también ella lo estuviera viendo por la ventana, tal vez estuviera con la frente apoyada contra el cristal, susurrándole maldiciones y blasfemias. Porque suponía que lo tenía bajo sospecha por lo de su nuevo peinado. A él no le importaba nada que lo maldijeran. ¿No era esa precisamente su tarea en la vida? ¿No era ese el objetivo de su pequeño juego, el que la gente hablara de él?, que dijeran: «¿Quién se cree que es ese puñetero tipo?».
Soy Johnny Beskow, pensó. Nadie puede superarme.
– ¿Eres tú, hijo? -gritó Henry cuando Johnny entró en la casa.
– Sí, abuelo, soy yo.
Se detuvo e inhaló de golpe todos los olores. Olía a limón en la entrada y en la cocina, y a otra cosa en el salón, tal vez a abrillantador para muebles.
– ¿Ha venido alguien a limpiar? -preguntó.
– Ha estado Mai Sinok -contestó Henry-. Ha conseguido meterme en la bañera. Oleré a gel de baño hasta la noche.
– Pero si es domingo -objetó Johnny.
Henry Beskow tuvo que toser y escupir. Se tapó la boca con una mano artrítica, lo que le llevó su tiempo.
– Ya te dije -tosió- que viene también el domingo. Pero eso no lo saben en la oficina de asuntos sociales, no saben que viene todos los días. Le pago un poco más, no se lo digas a nadie, porque ella podría perder el trabajo. Entra, y te enseñaré algo. Ha ocurrido un milagro desde que viniste la última vez. Nunca es demasiado tarde para un viejo esqueleto recibir una sorpresa.
Johnny entró en el salón y se quedó boquiabierto.
– Vinieron el viernes -dijo Henry-. Dos hombres de la Central de Medios Auxiliares. Los dos eran negros como el carbón, me pregunto si tal vez eran tamiles. Pero, como sabes, los músculos negros son tan buenos como los blancos. Si no mejores. Traían una gran caja. Ven, acércate, Johnny, no seas tan lento, tú que eres joven y sano. ¿Te han clavado un clavo en los zapatos o qué?
Johnny se acercó al viejo. Estaba sentado como siempre, con su chaqueta verde de punto y sus zapatillas de pelo de cuadros, pero le habían puesto una especie de cojín en el asiento del sillón de quince centímetros de grosor, y de un color parecido a la arcilla.
Johnny quiso investigar el nuevo cojín. Era blando y gelatinoso. Cuando hundía el puño en él, dejaba un hoyo que lentamente volvía a llenarse. El descubrimiento fue tan fascinante que tuvo que probarlo varias veces. El cojín daba la sensación de vivir su propia vida.
– ¿No te parece magnífico? -le preguntó Henry-. Es Mai la que lo ha organizado todo, y no he tenido que pagar nada.
– Has pagado impuestos durante toda tu vida -comentó Johnny.
Henry torció su viejo cuerpo artrítico para mostrar las cualidades del cojín.
– He oído decir que los astronautas van sentados en cojines como este cuando son lanzados al espacio -dijo-. La gelatina resulta muy útil, porque así no hay presión sobre los huesos. Porque ¿sabes, Johnny?, esa fuerza… ¿cómo la llaman?
– La fuerza G -contestó Johnny.
– Exactamente. Esa fuerza G es increíble. La Seguridad Social paga -añadió-. Este cojín cuesta varios miles de coronas, ¿sabes? Fue idea de Mai. Mi buena Mai, mi pequeña tai -dijo, riéndose-. Siéntate ya. ¿Notas como huelo a gel de baño, Johnny?
Johnny se sentó en el puf, que se hundió bajo su peso con crujidos del plástico, por supuesto, no podía compararse con el modernísimo cojín de gelatina.
– Déjame probarlo -dijo.
Henry se rió contento entre dientes.
– Me figuraba que me lo pedirías. Claro que puedes probarlo. Aunque eres joven y tu esqueleto es flexible como la goma. Espera que me ponga de pie.