Se inclinó con gran esfuerzo hacia delante, dándose impulso. No se movía muy deprisa. Se agarraba todo el tiempo al reposabrazos, y por fin consiguió levantarse, encorvado como una bruja.
– Ya. Ahora siéntate tú, gamberro.
Johnny se sentó en el sillón. Al principio no notó nada y pensó que tal vez pesara demasiado poco. Pero justo cuando iba a expresar su decepción, empezó a hundirse, a la vez que la gelatina se calentaba. El calor le llenó por completo el cuerpo, y sintió como si alguien lo tuviera sujeto con mil manos regordetas.
– Joder -dijo, entusiasmado.
– ¿Entiendes ya lo que quiero decir? -preguntó Henry-. ¿No es todo un lujo?
Johnny devolvió el sillón a su propietario y volvió a sentarse en el puf.
Entonces algo atrajo su atención.
El periódico del domingo estaba sobre la mesa; Mai lo había cogido del buzón. Johnny vio la noticia de portada.
«DESPEDAZADO POR UNOS PERROS.»
Johnny leyó esas dramáticas palabras y contempló la foto de un niño con un flequillo rebelde y rubio. Más abajo, en el artículo, había un titular algo más pequeño.
Se sospecha que se trata de un sabotaje.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó-. ¿Unos perros lo atacaron?
Henry echó un vistazo al periódico.
– Sí, ha ocurrido algo terrible. En Glenna, cerca de Saga. Mai me leyó todo el artículo. Un niño estaba dando un paseo y llegó una jauría de perros.
Johnny se puso a leer. Y mientras leía, se le secó la boca.
– Pero ¿se abalanzaron sobre él así sin más? ¿Sin ningún motivo?
– A veces los perros hacen eso cuando están en jauría -contestó Henry.
– Pero ¿por qué? Esos perros están domesticados, ¿no? Tendrán un dueño.
Siguió leyendo. Su mirada pasaba velozmente por las líneas. Allí lo ponía, en negro sobre blanco, que el niño había sido atacado por siete perros y que murió a causa de las heridas, que fueron considerables. No tuvo ninguna posibilidad de defenderse contra esas fieras.
Henry movió la cabeza.
– Las reglas de los humanos ya no rigen cuando se escapan de esa manera -dijo-. Les sale el instinto cazador. Se vuelven de nuevo salvajes. También las personas se volverían así, ¿sabes? En situaciones extremas. El propietario… ¿cómo se llamaba?
– Schillinger -contestó Johnny.
– Exacto, Schillinger sostiene que se trata de un sabotaje. Opina que alguien fue a su casa y abrió la puerta como diversión. Solo para ver salir pitando a los perros.
– ¿Quién pudo ser?
El viejo clavó los ojos en él. Estaban llenos de una sorprendente intensidad.
– ¿Cómo me haces esa pregunta? ¿No sabes que por todas partes hay escoria inventándose cosas grotescas? Aún no han cogido a ese que va llamando a las casas de la gente, lleva semanas haciéndolo.
Johnny dejó el periódico sobre sus rodillas. Ya no podía estarse quieto, tenía que levantarse y andar. Tras unas vueltas por la habitación, volvió a caer sobre el puf.
– Los perros no son capaces de abrir esa puerta ellos solos -dijo Henry-. Y el dueño jura y perjura que siempre tiene mucho cuidado al cerrar. Si tenemos por aquí a un loco como ese, no es de extrañar que la gente le eche la culpa. Tendrá que cargar con ello, después de varias semanas sembrando el terror.
Daba golpecitos con la mano a su colchón de gelatina.
– Ahora tendrá unas cuantas noches de insomnio. Sea culpable o no. Porque esto puede ser homicidio por imprudencia. Están buscando huellas. ¡Dios mío, lo que van a hacerle sufrir!
– Pero -dijo Johnny con un hilo de voz- ese que llama e inserta anuncios y cosas así solo está bromeando. No es más que una inocente diversión.
– ¿Una inocente diversión?
Henry se estaba excitando un poco.
– ¿Oíste hablar de esa niña que estaba en una exposición con dos gatos de angora? Su foto salió en el periódico. Dos días más tarde alguien había crucificado un conejo de peluche en su puerta. ¿Te parece eso divertido?
Johnny dobló el periódico y lo dejó sobre la mesa con la portada hacia abajo. Luego permaneció un rato con los brazos colgando.
– Es muy cómodo para el tal Schillinger tener a alguien a quien echar la culpa -murmuró.
Henry agitó irritado la mano.
– ¿No estarás defendiendo a ese imbécil? Sabes todo lo que ha estado haciendo. Lo he pensado muchas veces, he pensado que un día irá demasiado lejos, y entonces tendrá que saborear su propia medicina. Ya no será tan divertido. Pero tú, Johnny, eres un chico considerado y atento. ¡Qué sabes tú de esos hijos de puta!
Johnny no hizo ningún comentario al respecto.
– ¿Leíste todo el artículo? -preguntó Henry-. Lo del niño ese es terrible. Un brazo había desaparecido, lo encontraron en el bosque a varios metros del cadáver. Piensa en sus padres. ¡Imagínate cómo estarán!
Empezaron a humedecérsele los ojos, y tuvo que secarse unas lágrimas.
– Cuando yo era niño -prosiguió-, vivía cerca de un criadero de visones. Un grupo de chicos solíamos ir hasta allí y los mirábamos a través de los barrotes. No te puedes imaginar cómo olían, apestaban a kilómetros de distancia, de modo que los vecinos no estaban muy entusiasmados, te lo prometo. Para serte sincero, Johnny, porque tú y yo siempre somos sinceros el uno con el otro, te diré que un par de veces les abrimos las jaulas. Solo para divertirnos. Porque no es que estuviéramos en contra de la cría de animales para peletería, de eso no teníamos ni noticia. Si las tías querían llevar abrigos de piel, a nosotros nos daba igual. Pero era divertidísimo verlos correr de un lado para otro. Entonces instalaron una valla eléctrica y se acabó la diversión. Pero ya ves, son cosas que hacen los chicos.
Carraspeó un poco y prosiguió.
– Cuando voy a la tienda a comprar fresón…
Se calló y volvió a empezar.
– Bueno, ahora ya no voy nunca a la tienda. Pero antes, cuando las piernas me llevaban, solía ir de vez en cuando a la tienda a comprar fresón. Y en alguna cesta había de vez en cuando un fresón malo en la parte de arriba. Entonces yo pensaba que la cesta entera estaba podrida, ¿sabes? Porque así es como funcionamos las personas. No, no -añadió- tal vez sea una mala comparación. Pero creo que entiendes lo que quiero decir. Estás un poco paliducho. Ve a por una Coca-Cola al frigorífico y bébetela.
Johnny se levantó del puf. Fue dando tumbos hasta la cocina y cogió una Coca-Cola. Quitó el tapón y permaneció inclinado sobre la encimera mientras se la tomaba.
– ¡Esa escoria debería ir de puerta en puerta por todo el distrito! -gritó Henry Beskow-. Arrodillarse ante cada puerta y pedir perdón. ¿A ti qué te parece, Johnny?
Johnny se agarró a la encimera. Era como si la habitación diera unas enormes vueltas, y miró a un abismo tan profundo y tan negro que se sentía completamente aturdido.
– ¡Johnny! -gritó Henry desde el salón-. ¿A ti no te parece que debería arrodillarse ante todas las puertas?
– Ya es demasiado tarde, ¿no? -murmuró Johnny-. La gente piensa lo que quiere. Y uno no puede pedir perdón por cualquier cosa.
Gunilla Mork no creía en Schillinger y sus alegatos de sabotaje. No le gustaba esa expresión amargada de su rostro, le parecía que se comportaba de un modo hostil y agresivo, y que le faltaba humildad ante aquello tan aterrador que había sucedido. Gunilla sospechaba que Schillinger se estaba aprovechando de la situación. Ese tipo que los había tenido en vilo durante semanas con un sinfín de dementes inventos tenía al menos cierto estilo, pensaba ella, no se puede negar. Inventivo e imaginativo. Ella había recortado su propia esquela del periódico y la había colgado de la pared en un pequeño marco plateado. Cada mañana, cuando entraba en la cocina, volvía a leerla y pensaba: Ah no, todavía no. Sigo aquí. Ese pensamiento le proporcionaba cierto placer.