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Sverre Skarning discutía el suceso con su mujer siria, Nihmet.

– Ese terrorista ha estado por todas partes -dijo Nihmet-. Y ha hecho cosas muy raras. No me extraña que también lo culpen de esto. Es el precio que tendrá que pagar. O tiene que entregarse y explicarse. Si no, pensaremos lo que queramos.

– Bjorn Schillinger se ha criado aquí -dijo Skarning-. Tiene perros desde hace treinta años. En el verano, cuando entrena con el carro, frena y se para cuando se cruza con gente por Glenna. En el invierno se detiene para dejar pasar a los esquiadores. Es considerado y siempre ha sido intachable. Los perros son su mismísimo capital vital. No permitiría nunca nada así. ¡Olvidarse de cerrar la puerta! ¡Jamás!

La verdad era que resultaba incomprensible, desde cualquier punto de vista.

– Ese hombre no me gusta -dijo Nihmet-. Conduce como un animal su Landcruiser. Es un bruto, Sverre. Y además hay algo en su mirada. Algo salvaje. ¿No te has fijado?

Francis y Evelyn Mold seguían muy dolidas con esa persona que les había hecho pasar por el peor de los temores, pero también ellas tenían sus dudas respecto a la historia de la perrera. Les parecía extraño que alguien hubiera ido a sacar a los perros. Astrid Landmark ya no tenía con quién discutir. Su marido, Helge, había sido desconectado del respirador, y luego transportado elegantemente en el Daimler de Memento, rodeado de cuero, caoba y nogal, hasta su último lugar de reposo.

La pequeña Else Meiner no dejaba de darle vueltas.

– ¿No es exactamente lo que yo dije? -bramaba su padre Asbjorn-. Un día irá demasiado lejos. Ese indeseable ya tiene lo que se merece. Tendrá que vivir con esto el resto de sus días. Un niño. No tengo palabras. ¿Sabes lo que hará ahora, Else? Desaparecerá. Y nunca lo cogerán.

Else no contestaba. Estaba sentada en su habitación junto al escritorio, pintándose las uñas. De vez en cuando miraba por la ventana para ver si llegaba la Suzuki roja que tan a menudo se metía por la calle Roland para ir a la casa de Henry Beskow.

Y sin embargo algunos sí creían la versión de Bjorn Schillinger sobre el sabotaje. Es decir, que alguien había ido a soltar los perros. Había mucho gamberro en Bjerkas, eso todos habían podido comprobarlo, y no a todo el mundo le gustaban esos enormes animales que aullaban tan terriblemente por las tardes. Con esas fieras fuera podrían perder de vista tanto a ellas como a su dueño de una vez por todas. Uno de los que creía la versión de Schillinger era Karsten Sundelin.

Un día entablaron conversación.

Se encontraron en la gasolinera de Bjerkas, fue un encuentro repentino y casual. Congeniaron enseguida, porque los dos estaban amargados, y los dos tenían necesidad de devolver los golpes.

– No puedo entenderlo -dijo Schillinger-. ¿Por qué no consiguen cogerlo, joder? Tanto tiempo trabajando en este caso y no son capaces de resolverlo. Voy a perderlo todo.

– Mi mujer se ha ido de casa -contó Sundelin-. Cogió a Margrete y se fue a casa de sus padres. Estoy completamente agotado. Nos han destrozado la vida, y yo no puedo hacer nada. ¿Y tú? ¿Has conseguido un buen abogado?

Schillinger llenó el depósito del Landcruiser, colocó la pistola de la manguera con un estallido y apretó bien el tapón.

– Sí, ya tengo abogado. Pero, en cuanto a justicia, no estoy seguro de que las autoridades me la vayan a proporcionar. Tienen demasiadas reglas que seguir, tantas consideraciones…

Callaron unos instantes. En el silencio que surgió fue como si se buscaran el uno al otro, como si se unieran en torno a algo que no se podía decir en voz alta. Pero los dos sabían en qué consistía ese entendimiento mutuo.

– ¿Quieres que nos tomemos una cerveza esta noche? -preguntó Schillinger.

– De acuerdo -contestó Sundelin-. Tomemos una cerveza.

En los días y semanas siguientes los dos fueron vistos juntos a menudo. Conversando en el fondo de un rincón del pub local.

Voces profundas hablando en voz baja.

Las cabezas muy juntas.

* * *

Acabaron los anuncios falsos y las diabólicas llamadas telefónicas.

Algunos opinaban que eso en sí era señal de culpabilidad, que el desconocido terrorista se había retirado, asustado y avergonzado. Otros pensaban que se había cansado de su macabro juego, sin sentirse culpable por lo que le había pasado al pequeño Theo Bosch.

¿Y cómo iban a cogerlo? Sembraba el terror a distancia, sin dejar nada tras él, ninguna huella, ningún hallazgo técnico, solo horror y espanto.

Un día a mediados de septiembre Sejer y Skarre fueron a Bjornstad tras haber recibido noticias de una muerte sospechosa.

Un coche patrulla había llegado antes que ellos, estaba aparcado junto a la valla de una casa al final de la calle Roland, con las puertas abiertas. Un par de técnicos estaban haciendo investigaciones en el exterior de la casa.

– Un caso bastante feo -dijo uno de ellos-. Al principio pensamos que alguien le había atacado con un bate. Pero todo está en orden dentro, no hay rastro de vandalismo o robo.

Sejer y Skarre entraron. Se fijaron en el nombre de debajo del timbre. Henry Beskow. El apellido hizo a Sejer girarse y mirar hacia la casa de Meiner, que estaba un poco más abajo en la misma calle. Él llegó el primero, había dicho Meiner. Tiene todo el derecho del mundo a estar aquí.

Atravesaron el estrecho recibidor y entraron en la cocina, donde había una mujer menuda y morena sentada en una silla. Se había envuelto en un chal y parecía tener frío, aunque no hacía nada de frío en la casa de Henry Beskow. Hacía más bien ese calor bochornoso que hace a menudo en casa de la gente muy mayor. La mujer se presentó como Mai Sinok. Señaló hacia el salón con mano temblorosa. Allí estaba sentado el anciano con un pie sobre un escabel. El otro lo tenía plantado en el suelo, y la parte superior de su cuerpo colgaba sobre el reposabrazos. A lo mejor había intentado levantarse o escapar, pensaron, pero no había tenido suficientes fuerzas. Tenía sangre alrededor de la boca y sobre el pecho, y algo había chorreado hasta el suelo. Llevaba una vieja chaqueta de punto verde. Los pantalones, que le estaban muy grandes, seguramente porque había perdido peso, los llevaba sujetos con un cinturón, en el que se había hecho un agujero de más. Uno de los técnicos se había dejado una caja con guantes de látex. Sejer sacó uno, se lo puso, se agachó sobre el anciano y le abrió cuidadosamente la boca con dos dedos.

Los dientes estaban enteros.

– Creo que ha vomitado -dijo.

– ¿El qué? -preguntó Skarre.

– Creo que ha vomitado sangre.

Mai Sinok entró. Se detuvo a cierta distancia, mirando asustada de reojo a Beskow.

– Empezó a sangrar por la nariz hace un par de días -explicó-. No quiso llamar al médico, no por una cosa así, decía. Era terco como una mula. Decía que no era más que la naturaleza que seguía su curso. Entonces también empezaron a sangrarle las encías, y eso me asustó un poco. ¿Puedo marcharme ya? -suplicó.

Se acercó y puso una mano en el brazo de Sejer.

– Por favor, ¿puedo marcharme? Llevo mucho tiempo aquí sentada, y me encuentro muy mal. Me gustaría irme a casa a tumbarme un rato.

Sejer fue a la cocina. Cogió un vaso del armario, lo llenó de agua del grifo y se lo ofreció. Ella lo agarró con las dos manos y bebió, manchándose como un niño pequeño.

– ¿Quién suele venir a esta casa? -preguntó Sejer-. ¿Aparte de usted?

– Casi nadie -contestó ella-. Solo su nieto, él sí viene a menudo.

– Está bien. Tenemos que avisarlo. ¿Dónde vive? -quiso saber Sejer.

– En Askeland -contestó la mujer-. Vive con su madre.

– ¿Cuánto tiempo lleva usted asistiendo a Beskow?

– Un año. Vengo todos los días. Es un anciano muy noble -dijo Mai Sinok. Bebió un trago de agua fría-. Los cuidados que ha recibido Henry han provenido siempre del chico -dijo-. Son el alma de amigos.