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– ¿Querrá usted decir amigos del alma? -la corrigió Sejer.

Mai Sinok sonrió, pero enseguida volvió a entristecerse.

– ¿Puedo irme? -repitió-. Me siento muy débil.

– Podrá marcharse enseguida. Pero luego necesitaremos hablar más con usted. Estoy seguro de que lo comprende. Nuestra gente la llevará a su casa.

Ella lo rechazó. Tomaría el autobús como siempre. Paraba abajo en la calle Roland y pasaba a menudo.

Sejer daba vueltas por el pequeño salón de Beskow.

– No entiendo lo que ha pasado -dijo Mai Sinok-. De repente se puso a sangrar por todas partes. Se le tiene que haber roto algo por dentro.

Sejer contempló algunas fotografías colgadas en la pared de un niño pequeño.

– ¿Es ese su nieto? -preguntó-. ¿El niño del triciclo?

– Sí, ese es. Mire lo rubio que era de pequeño. Ahora es moreno.

– Y el que lleva la mochila del colegio, ¿también es él?

– Sí. Y el de la pequeña moto. Con guantes, casco y todo. Henry le regaló la moto. Porque Henry es muy generoso.

– Parece una Suzuki -comentó Sejer-. ¿Cómo se llama el chico?

– Se llama Johnny -contestó Mai-. Johnny Beskow.

I love Johnny, pensó Sejer, echando un vistazo por la ventana hacia la casa amarilla de Asbjorn Meiner.

– Imagínate que hubiera alguna relación -murmuró.

– ¿Cómo? ¿Relación? -preguntó Skarre, mirando al inspector jefe.

– Entre todo lo sucedido.

– Nunca existen relaciones de este tipo -opinó Skarre-. Al menos no en la vida real. ¿A qué te refieres en concreto?

– Buscábamos a un chico con una moto roja -dijo Sejer-. Aquí está, en esta foto de la pared. Averigua si Johnny Beskow tiene teléfono móvil.

Skarre se puso en contacto con Información y anotó el número.

Sejer se dirigió a Mai Sinok.

– Ahora quiero que llame usted a Johnny Beskow -dijo-. Dígale que tiene que venir inmediatamente aquí, a la calle Roland. Dígale que es muy importante. Pero no mencione nada de nosotros y tampoco de lo que ha sucedido. No le diga que la policía está aquí.

Le dejaron usar el teléfono de Skarre, y Mai Sinok cumplió con su sencilla tarea sin protestar ni hacer preguntas. Luego Sejer la cogió del brazo y la acompañó fuera.

En ese instante, Sejer divisó a una chica sentada sobre un peñasco algo más arriba de la calle, que los seguía con la mirada. Tal vez llevaba tiempo observando los dramáticos acontecimientos en la casa de Beskow. Sejer la saludó con la mano, y Else Meiner le devolvió el saludo. Mai Sinok dijo adiós con una pequeña mano blanca.

Sejer se acercó al peñasco y miró hacia arriba.

– Else Meiner -dijo- ¿Cómo estás?

– Normal. Lo del pelo es bastante duro.

Sejer asintió.

– Sí, debe de serlo. ¿Has visto algo sospechoso aquí en la calle? -preguntó.

Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de la chica.

– Johnny viene a menudo -dijo-. Varias veces por semana. Pero él no es sospechoso.

– Justo -dijo Sejer-. Johnny Beskow.

– Es el nieto de Henry -explicó ella.

– Exactamente. El chico de la pequeña moto roja. Lo estamos esperando. Viene de camino. ¿Alguien más que suela venir?

– La pequeña tailandesa que acaba de pasar por aquí. No sé cómo se llama, pero creo que se ocupa de él. Viene todos los días en el autobús de las ocho. También viene los domingos. A lo mejor no sabe que el domingo es día libre.

Hizo un gesto hacia el coche de la policía y los dos técnicos junto a la pared.

– ¿Henry ha muerto? -preguntó.

– Sí -contestó Sejer-. El viejo Henry Beskow ha muerto. ¿Has visto a alguien más ir o venir? ¿Conocidos?

Else Meiner asintió.

– Vino un hombre hace unos días -dijo- con unos marcos de ventana. De esos que se usan para poner tela metálica contra los insectos. Y luego apareció hace tres o cuatro días una mujer. Bueno, no es exactamente desconocida, porque la he visto un par de veces antes. Llevaba uno de esos abrigos de piel como manchados, y creo que no estaba completamente sobria. Vaya pinta que tenía…

– ¿Sabes quién es? -preguntó Sejer.

– Es la hija de Henry Beskow.

Sejer tomó nota de toda esa información e hizo una profunda inclinación ante Else Meiner. Luego volvió a entrar en la casa. Pasó por la cocina y fue derecho al salón, donde estaba el anciano. Se quedó contemplándolo, como extrañado de que un cuerpo tan delgado pudiera contener tanta sangre. Por razones para él incomprensibles, la sangre le había salido a chorros, cayendo al suelo. De la boca y de la nariz, impregnándole la ropa.

– Parece que murió mientras comía -dijo Skarre, señalando un recipiente azul sobre la mesa. Quedaban restos de comida en el fondo, y la tapadera estaba al lado, junto con una cuchara.

– ¿Qué coño ha pasado aquí? -preguntó.

– No lo sé -contestó Sejer-. Habrá que esperar a lo que nos diga Snorrason. Viene de camino. Él lo averiguará.

Cogió una silla, se sentó en ella y se puso a observar la habitación.

– Tiene que tratarse de algún fenómeno médico -dijo-. Claro que he oído hablar de hemorragias internas. Pero es como si esto fuera algo más. Sangró también por las encías, ha dicho la asistenta. ¿Qué demonios puede significar esto?

Permanecieron un buen rato inmersos en sus pensamientos, escuchando a los técnicos que andaban fuera por debajo de las ventanas buscando huellas en la hierba. La muerte alguna vez puede ser hermosa, pensó Sejer, contemplando al anciano sentado en el sillón, boquiabierto, manchado de sangre, y con la mirada fija. Sucede, pero no es frecuente, ya lo creo que no.

Transcurrió media hora. Entonces oyeron una moto entrar por la calle Roland. Sejer se acercó a la ventana a mirar. Vio a un chico atravesar el patio. Este miró insistentemente a los coches de la policía allí aparcados, vaciló unos segundos y se quitó el casco rojo. Lo colgó del manillar y permaneció algo confuso, mirando a su alrededor.

– Aquí llega Johnny Beskow -dijo Sejer-. Casco rojo. Con una pequeña ala a cada lado.

Salieron a recibirlo.

Sejer se fijó en varias cosas. La moto era de la marca Suzuki Estilete. El chico que tenía delante era bajo y delgado, con pelo oscuro y media melena. Tenía la piel pálida, un poco como papel, y ojos grandes y oscuros, que parecían muy tristes.

– Así que tú eres Johnny Beskow -dijo Sejer-. Y Henry es tu abuelo, ¿verdad?

El chico no contestó. Se dirigió directamente a la puerta, queriendo entrar.

– No entres si te mareas con facilidad -dijo Sejer-. ¿Oyes lo que te estoy diciendo? Lo encontró la asistenta -añadió-. ¿Sabes si estaba enfermo?

Johnny Beskow entró en la casa. Pasó rápidamente por la cocina y fue derecho al sillón del anciano, donde se quedó quieto, tapándose la boca con una mano.

– Murió mientras comía -dijo Sejer-. ¿Hay más personas, aparte de la asistenta y tú, que vengan a verlo? -añadió.

Johnny Beskow lo miró con una mirada extraña e iluminada.

– Alguien le ha traído comida -contestó-. Conozco ese cacharro azul.

– ¿De qué lo conoces?

– Es de mi madre -susurró-. Es la olla de carne que hizo mi madre. Y él se la ha comido casi toda.

– ¿No debería haberlo hecho? -preguntó Sejer.

Johnny Beskow se acercó a la ventana, y se apoyó en el marco.

– Ella iba detrás de su dinero -contestó-. Mi madre siempre iba detrás del dinero del abuelo. Y ahora ha venido a traerle comida.

– Johnny -dijo Sejer-. Tú y yo tenemos que hablar. Tenemos que hablar de muchas cosas. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Johnny se apartó de la ventana. Cruzó la habitación y se dejó caer sobre un pequeño puf de plástico junto al anciano.

– Con quien tenéis que hablar es con mi madre -susurró-. Ella es la que ha traído la comida.

Se quitó los guantes y los dejó sobre las rodillas.