– Bonitos guantes -comentó Sejer-. Con calaveras y todo. Te nos escapaste de entre los dedos, Johnny.
– Puedes preguntar lo que quieras -contestó el chico-. Puedes esposarme y podemos hablar hasta mañana. Podemos hablar todos los días durante un año entero y yo lo admitiré todo. Pero no he subido a casa de Schillinger. No solté a esos perros.
Snorrason llamó desde el Instituto Médico Forense.
La comida del recipiente azul contenía grandes cantidades de una sustancia llamada bromadiolona.
– Eso no me dice nada -señaló Sejer-. Traduce.
– Es la misma sustancia activa que la que se encuentra en los raticidas. Impide que la sangre se coagule -explicó Snorrason- y hace sangrar por todas partes. Fácil de encontrar, la venden en las tiendas de comestibles. Y no cuesta casi nada.
Si uno quiere deshacerse de alguien.
Fueron a buscar a Trude Beskow a su casa de Askeland. Luego fue enviada a prisión preventiva, sospechosa de haber envenenado a su propio padre, Henry Beskow.
Nunca había estado sobria tantos días seguidos, y con la sobriedad llegó también una agitada rabia que era incapaz de controlar. Su cuerpo se derrumbó por completo, como un motor que se queda sin aceite. Era incapaz de hacer transcurrir los días, y se quedaba desesperadamente capturada dentro de cada chirriante segundo. Entre los vigilantes del pasillo le habían puesto el apodo del Ciclón. Le gustaba hacer ruido con los muebles de la celda, mientras chillaba a la vez. Sostenía tercamente que era inocente. Decía que tenía que haber sido la asistenta, Mai Sinok, la que había echado veneno en la comida de Henry.
Seguro que él le habrá prometido dinero, decía. O le habrá prometido la casa, es lo que hacen los viejos cuando alguien se compromete a echarles una mano.
– No tenemos ninguna razón para pensar eso -dijo Sejer-. Ella no figura en su testamento, pero usted sí.
Nombraron un defensor para Johnny Beskow. A Sejer le gustó que la letrada fuera una mujer, pues sabía que ella tenía un hijo de la edad de Johnny. Al ser tan joven, Johnny se libró de la prisión preventiva. Pero tenía que presentarse tres veces por semana en la comisaría, y siempre era puntual. Después de presentarse ante el guardia, iba directamente al despacho de Sejer y allí estaban un rato charlando, mientras bebían agua mineral. Johnny Beskow puso todas las cartas sobre la mesa, y admitió que le había divertido espantar a la gente. Pero no era más que un juego, dijo.
– Lo que yo quería era un poco de juerga y diversión. Nunca he hecho daño a nadie.
– Sí que has hecho -señaló Sejer muy serio-. Has hecho daño a varias personas. Los has lastimado seriamente, tal vez para toda la vida. Y aunque no lo entiendas ahora, tal vez lo entiendas más tarde, cuando seas mayor.
Miró fijamente a los ojos del chico.
– ¿Cómo ha sido tu vida? -preguntó-. ¿La vida con tu madre en Askeland?
La mirada de Johnny se ensombreció, y un gesto amargo se dibujó en su boca.
– Nunca está sobria -explicó-. Y todo ha repercutido en mí. Es jodidamente injusto.
– Sí -dijo Sejer- es injusto. Pero ¿y tú? ¿Tú has sido justo? Quiero decir, ¿has sido justo con Gunilla? ¿O con Astrid y Helge Landmark? ¿Con Francis y Evelyn? ¿Fuiste justo con Karsten y Lily Sundelin?
Johnny se levantó de un salto de la silla y se puso a dar vueltas por la habitación, mientras lanzaba iracundas miradas a Sejer, profundamente ofendido.
– ¿Por qué tengo yo que ser justo si nadie más lo es? -preguntó.
– ¿Conoces a todo el mundo? -preguntó Sejer a su vez.
Johnny no contestó. Siguió dando vueltas por la habitación en enojados círculos.
– Yo siempre he sido justo -dijo Sejer- durante toda mi vida. Y nunca me ha resultado difícil.
– Fanfarrón -dijo Johnny.
– Hablemos un poco de Theo -propuso Sejer-. Sobre lo que le pasó. Dijiste que nunca habías subido a la casa de Bjorn Schillinger. Así que sabes que su casa está al final de una cuesta, ¿verdad? ¿Cómo lo sabes?
Entonces Johnny Beskow dejó de dar vueltas. Se inclinó sobre la mesa, agarró a Sejer por la corbata color Burdeos, y tiró de ella.
– Vive en la cuesta de Saga, lo que significa que está en lo alto. Puedes echarme la culpa de todo -añadió-. ¡Pero no de lo de los perros! Te diré algo: mi vida no vale gran cosa. Y si lo de los perros hubiera sido por mi culpa, me habría ahogado.
Y de ahí no lo sacaba nadie.
Como si la verdad le hubiera proporcionado nuevas fuerzas.
Miraba fijamente a los ojos de Sejer sin desviar la mirada ni un instante, enseñándole las manos para mostrarle que estaban limpias.
Su voz era fuerte y firme.
– No me eches la culpa de lo de Theo.
Surgió entre ellos una tranquila simpatía. Sejer no tenía nada en contra de representar el papel de figura paterna ante ese chico desesperado, y Johnny había perdido lo único en la vida que había significado algo para él. Ambos se encontraban regularmente debido a la obligación de Johnny de presentarse en la comisaría. De vez en cuando Sejer compraba un poco de comida, que calentaba en el microondas.
– Tendrás que conformarte con comida precocinada -se disculpaba-. Soy un mal cocinero.
– Bueno, abuelo -decía Johnny-, pero eres bueno de cojones calentándola.
Se metió un montón de comida en la boca y miró de reojo a Sejer.
– ¿Todo esto forma parte de un plan o qué? ¿Para que yo haga más confesiones? Ponme una trampa si crees que puede servir de algo, pero no caeré en ella.
Se llevó el dedo índice a la sien.
– Aquí dentro las cosas funcionan como tienen que funcionar.
– Estás demasiado delgado -comentó Sejer-. Es por eso.
Un día que llevaban mucho tiempo hablando, Johnny se inclinó sobre la mesa y preguntó con gran interés:
– ¿Qué va a pasarle a mi madre?
– Es demasiado pronto para saberlo -dijo Sejer- pero su pronóstico no es bueno.
– Nunca va a confesar nada -dijo Johnny-. Lo negará hasta el día que se muera. Pero no es en absoluto de fiar. ¿La condenarán a cadena perpetua? -preguntó esperanzado-. ¿A solo pan y agua? ¿Con la luz encendida toda la noche? ¿Inspección de la celda cada hora?
– ¿Te gustaría que fuera así? -preguntó Sejer.
– Me gustaría verla en la silla eléctrica -contestó Johnny-. O en la horca. O en el garrote vil.
– Esos métodos medievales ya no se usan, gracias a Dios -comentó Sejer.
– Todo el mundo echa la culpa a la Edad Media -dijo Johnny-. Dicen que entonces todo era mucho peor. Pero el garrote vil se empleó hasta 1974, no te jode.
– ¿Y dónde ocurrió eso? -preguntó Sejer, algo sorprendido.
– En España.
– ¿Cómo sabes tú esas cosas?
– Sé todo sobre esas cosas -contestó Johnny-. Pienso en esos términos.
Sejer lo miró muy serio.
– Respecto a lo que le ocurrió a tu abuelo, vamos a seguir hablando de ello. Quedan muchas cosas por averiguar sobre ese asunto. Tienes que estar preparado para muchas y largas conversaciones, porque esto debe hacerse correctamente y tenemos que encontrar la verdad.
– Si a mi madre la condenan, la desheredarán, ¿no?
– Supongo que sí -contestó Sejer-. ¿Eso también te gustaría?
– Sí, y a mi abuelo también.
Johnny Beskow parecía algunas veces indiferente e insensible, otras juguetón e infantil, para acto seguido aparecer como un adulto muy maduro para su edad. Nadie le había enseñado las reglas que rigen entre los seres humanos. No conocía ni las leyes escritas ni las no escritas. Pero otras veces se ponía sentimental, como cuando hablaba del viejo Henry. Mai Sinok confirmó una y otra vez el cariño que el chico sentía por su abuelo. Contaba cómo acudía cada dos por tres a la casa de la calle Roland en su Suzuki roja, atento y preocupado por el viejo. Sejer esperaba que el aparato judicial fuera clemente con él, teniendo en cuenta su juventud y el que nunca antes hubiera sido acusado de nada, además de la infancia sumamente desafortunada que había vivido.