El destino de Theo era otra historia.
Schillinger fue interrogado en numerosas ocasiones. Pero, por mucho que lo presionaban, él se mantenía en sus trece con la misma intensidad con que lo hacía Johnny Beskow.
No, no me olvido nunca de cerrar esa puerta. Ni una sola vez en la historia me he olvidado de cerrarla al salir de la perrera. No intento librarme de la responsabilidad, pero tiene que haber algo de justicia en todo esto, y me niego a asumir la culpabilidad de otros. ¿Van a dejar que un chico de mierda me arruine la vida?
Pues el rumor se extendió rápidamente, un rumor que decía que un adolescente de Askeland era la persona que estaba detrás de todo el terror que los había asolado durante semanas.
Llegó octubre, y Matteus se había ido a hacer la prueba para el papel de Sigfrido en El lago de los cisnes, una oportunidad única de exhibirse ante las personalidades más importantes del ballet, tanto nacionales como internacionales. La misma tarde que había tenido lugar la prueba final, Matteus llamó a la puerta de Sejer, con su bolsa Puma al hombro. Había algo prometedor en su sonrisa y en sus ojos.
– ¿Cómo ha ido? -preguntó Sejer-. Pasa. ¿Te han dado el papel? Dímelo enseguida. No me tortures.
Matteus entró.
La bolsa acabó en el suelo con un pequeño chasquido.
– Se lo han dado a Robert Riegel -contestó.
Sejer lo miró asustado.
– ¿Robert qué? ¿Qué estás diciendo?
– Riegel -repitió Matteus.
Se agachó para acariciar la cabeza de Frank. Parecía que todo le importaba poco. Esas manos oscuras tenían una sensibilidad especial cuando acariciaba al perro.
– ¿Y quién es ese? -preguntó Sejer.
– Bueno, es un bailarín fenomenal, creo -contestó Matteus, sin mirar a su abuelo a los ojos.
– Vale, pero ¿es mejor que tú? ¿Me estás diciendo que es mejor que tú?
– Obviamente -contestó Matteus, poniéndose de pie-. Al menos es Robert Riegel el que se va a tirar al lago con Odette en el cuarto acto.
– ¿Así es como acaba? -preguntó Sejer algo apagado.
– Sí, señor. Se tiran al lago.
Fue hacia el salón. Andaba con esa naturalidad y seguridad propias de un cuerpo fuerte y atlético. Sejer lo siguió. En el fondo se sentía viejo y con las rodillas algo inestables.
– ¿No podrías estar un poco alterado? -dijo-. Pareces tan indiferente… Quiero decir, ¿no podrías soltar al menos algunas maldiciones?
– No estoy indiferente -respondió Matteus-, pero el autocontrol es una virtud.
Se dejó caer sobre una silla. Sacó del bolsillo una pastilla de menta y se la puso en la lengua como una hostia. Se derritió inmediatamente.
– Lo he aprendido de ti -añadió-. Tú estás siempre muy tranquilo. Y yo no puedo permitirme el lujo de malgastar mi energía, tengo que conseguir nuevas metas.
Sejer también se sentó. Frank se acomodó a sus pies.
– Yo creía que Riegel era un tipo de chocolate -murmuró-. Cuando yo era niño no valía más de treinta ore.
– No sigas ofendido -dijo Matteus-. ¿Qué tal le va a Johnny Beskow?
– Su madre está en prisión preventiva -contestó Sejer-. Pero Johnny está en su casa. Hasta el juicio. Su única compañía es un pequeño hámster. Pero tiene que presentarse en la comisaría tres veces a la semana. Es un chico muy listo. Algo retorcido, claro, pero me gusta bastante. Podrá llegar a ser buena persona, si le damos tiempo, si alguien se tomara la molestia de enseñarle algunas sencillas reglas de convivencia.
– ¿Y qué hay de los perros? -preguntó Matteus-. ¿Lo has averiguado?
Sejer contestó que no con un gesto. Todavía sentía por dentro la decepción porque Matteus no hubiera sido considerado digno del papel de príncipe, y tuvo que esforzarse por cambiar de tema y olvidarse de la gran injusticia que se había hecho con su nieto.
– Lo niega todo -dijo.
– ¿Le crees?
– En el fondo sí.
– ¿Por qué le crees? -preguntó Matteus.
Sus oscuros ojos eran casi negros a la sombría luz del salón.
– Más bien lo siento.
– ¿Y te fías de ese sentimiento? El chico lleva semanas mintiendo. ¿Por qué vas a creer en él ahora?
Sejer se encogió de hombros.
– La intuición es importante -dijo-. Y opino que la mía es excepcionalmente aguda. Tras muchos años en la policía y en mis encuentros con personas de todas las capas. Creo que la gente usa su intuición mucho más de lo que pensamos. Creo que es ella la que nos dirige por la vida.
– Pero la policía tiene que regirse por hechos, hallazgos y cosas así, ¿no?
– Claro que sí. Y hemos hecho algunos hallazgos en el lugar que indican un sabotaje. Es la palabra de uno contra la del otro.
Matteus miró un buen rato a su abuelo materno.
– Yo creo que te está tomando el pelo -dijo.
– Ah, ¿sí? ¿Por qué crees eso?
– Porque ese es su gran talento. Eso es lo que ha hecho durante todo este largo verano, y es algo que sabe hacer muy bien.
– Pero tengo juicio -protestó Sejer-. Me atrevo a decir que reconozco la mentira cuando me la presentan. Tiene, en cierta manera, su propio sonido.
– Con que sí, ¿eh? ¿Su propio sonido?
– Como un clavo oxidado en una lata vacía -contestó Sejer-. Bueno, solo es una metáfora, claro.
– Exactamente -dijo Matteus-. Te estás volviendo muy poco imparcial. Escucha esto. El papel de El lago de los cisnes es mío, claro. Te estaba tomando el pelo.
– ¿Qué me dices? ¿De verdad?
Sejer se quedó boquiabierto de asombro.
– Si alguien nos gusta, creemos en lo que dice -señaló Matteus-. Piensa un poco en ello cuando estés sentado en tu despacho hablando con Johnny Beskow.
Una tarde, Sejer recibió un comunicado del oficial que estaba de guardia.
Johnny Beskow no había cumplido con su obligación de presentarse en comisaría, y no cogía el teléfono. Un joven agente que estaba patrullando se dio una vuelta por la casa de Askeland. No había nadie. La Suzuki había desaparecido. Pero la puerta estaba abierta. Solo el pequeño hámster daba neuróticas vueltas en su laberinto de plástico amarillo y rojo.
– Estoy preocupado -dijo Sejer.
– ¿Por qué? -preguntó Skarre.
– Hasta ahora ha sido muy puntual. Y tiene mucho sobre su conciencia. Tal vez deberíamos haberlo metido en prisión provisional a pesar de todo, así podríamos haberlo vigilado un poco.
Esperaba una llamada, una llamada que le informara de que ese día solo había hecho pellas. Pero ese mensaje no llegaba. Intentó cumplir con sus obligaciones profesionales, pero le faltaba concentración. Como si fuera responsable, pensó. Y no lo soy en absoluto. Pero el chico me llama abuelo, y eso impresiona. Al terminar la jornada laboral sin haber recibido ninguna llamada de Johnny Beskow, Sejer fue a ese centro médico donde por fin había pedido hora. Por esos mareos que le daban y que seguían preocupándole.
Entró y se sentó entre los demás pacientes. Cogió una revista y se puso a leer. Pero era incapaz de concentrarse, y le vinieron a la cabeza pensamientos sobre los males que tal vez sufría. Acaso algunas venas obstruidas en la parte de la nuca, que impedían el riego de sangre al cerebro. Y en ese caso, ¿qué hacen para curarlo? se preguntó. ¿Pueden desatascarse de nuevo para que la sangre pueda moverse mejor? Recapacitó y se regañó a sí mismo con una severa voz interior. Bueno, ahora vamos a averiguarlo de una vez por todas, pensó. Estoy aquí y pronto dictarán la sentencia. Ingrid se pondrá contenta.
De nuevo intentó leer. Las letras se movían ante sus ojos como hormigas. ¿Cuánto tiempo hace que los tengo?, se preguntó, ¿esos mareos repentinos? ¿Esa sensación de que todo me da vueltas y de que el suelo está inclinado? El médico me lo va a preguntar, pensó. Y debo saber qué contestar. También me preguntará por las enfermedades de mi familia. Llegó a la conclusión de que en su familia no había habido ninguna enfermedad repetida o grave. Todos habían sido fuertes, habían gozado de buena salud, y se habían hecho muy viejos. Pero tendrán que hacerme análisis, pensó, y tendré que esperar los resultados durante dos o tres semanas, porque esos análisis los envían a los laboratorios. Luego tendré que moverme dentro de este espacio vacío mientras la imaginación trabaja. Dios mío, cómo trabaja. ¿Podría tratarse de un tumor cerebral?