Llamaron a alguien, y una mujer se levantó aliviada de su silla. Bueno, bueno, pensó Sejer, mirando el reloj, aún me queda una hora de espera. Se levantó y cogió agua de un refrigerador junto a la pared, estaba buena y fría. Cuando había vuelto a su silla, oyó sonar el teléfono móvil en su bolsillo interior. Se levantó y cruzó la sala de espera. La voz de Skarre sonaba falta de aliento.
– Hemos encontrado a Johnny -dijo-. Está arriba, en la laguna Sparbo.
Sejer empujó la puerta que daba hacia fuera. El aire fresco le llenó los ojos de agua.
– Bueno, ¿y qué hace allí arriba? ¿Ha sucedido algo?
– Está flotando boca abajo.
Sejer permaneció callado varios segundos.
– ¿Se ha ahogado? ¿Es eso lo que estás diciendo?
– Aún no lo sabemos, pero creemos que ha sucedido hace muy poco tiempo. Su Suzuki está aparcada contra un árbol -dijo Skarre-. Lo encontró un hombre del Ayuntamiento que iba a comprobar la compuerta de la presa. Por cierto, ¿dónde estás? ¿Estás ocupado? ¿Puedes venir?
Sejer se volvió y miró al centro médico, a esa ancha puerta doble de cristal mate que impedía ver hacia dentro. ¿Qué le había dicho su yerno Erik, que era médico, sobre sus mareos? Había mencionado unos posibles diagnósticos, y ahora Sejer intentaba recordarlos. El mareo podía ser un efecto secundario de ciertos medicamentos. Pero él no tomaba medicamentos. Podía tratarse de una repentina bajada de tensión cuando llevaba mucho rato sentado y se levantaba demasiado rápido. Y luego había algo que se llamaba vértigo posicional, que al parecer era una enfermedad del oído interior. Por no hablar de la enfermedad de Ménière, que era crónica y con fuertes episodios de mareo, seguidos de pérdida de oído y zumbidos.
Pero no será más que un virus, pensó. En el nervio del equilibrio que va y viene. Lo averiguaremos en otra ocasión.
Fue hacia el coche.
Daba pena ver a Johnny Beskow.
Un cuerpo flaco y azulado, con largos mechones de pelo mojados en la frente y en la cara. Manos pequeñas con las uñas mordidas. Ropa de mala calidad. Sejer iba por la orilla de la presa en busca de señales que indicaran si había habido gente en el lugar, si había ocurrido algo dramático.
– Tal vez haya hecho equilibrismos sobre el muro de contención -dijo Skarre-. Y cayera al agua. Puede que no supiera nadar.
Sejer miró fijamente la compuerta en medio de la presa, donde el agua pasaba a gran presión por la tubería negra.
– ¿Por qué iba a hacer equilibrismos sobre el muro de contención? -preguntó.
– Por lo visto es una especie de deporte aquí arriba -explicó Skarre-. Entre los estudiantes que celebran la graduación al final del bachillerato. A mediados de mayo.
– Johnny no era bachiller. Y estamos a mediados de octubre -objetó Sejer.
Skarre contempló el sombrío aspecto del inspector jefe.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó.
– Aquí termina el cuento sobre Johnny Beskow -contestó Sejer.
– Y nadie en el mundo va a echarlo de menos -comentó Skarre.
– No digas eso -dijo Sejer.
– Tal vez el arrepentimiento acabó con él -dijo Skarre.
En ese instante sonó el teléfono móvil de Sejer, con una alegre melodía. Lo dejó sonar.
– No creo en esa teoría -dijo-. Porque no se arrepintió. Pero queda otra posibilidad.
– ¿Que alguien le haya ayudado a caerse por el borde? -sugirió Skarre-. ¿No vas a coger el teléfono?
– Sí. No seas pesado. ¿Cuándo se celebra el juicio de Schillinger?
– En enero -contestó Skarre-. Espera contar con una duda razonable a su favor. Si lo consigue, podrá hacerse con nuevos perros. Coge ya ese teléfono. Tal vez sea algo importante.
Sejer fue hasta un abeto y se apoyó en el tronco. Permaneció allí un rato, con la mirada fija en el cuerpo muerto sobre la camilla, mientras el teléfono continuaba sonando con su alegre melodía.
– Se llevará algún que otro secreto a la tumba -dijo-. ¿O qué opinas tú?
Skarre asintió.
– Y allí estarán bien.
– No es imposible que alguien lo haya ayudado a caer -indicó Sejer-, mientras sacaba el móvil. Se lo acercó al oído y miro fijamente a Skarre.
– Me puedo imaginar a más de uno con un poderoso motivo. Pero ¿sabes qué?, eso es algo que jamás podremos probar.
De lejos parecía un niño con ese pelo corto y rojo. Ella no conocía a aquellos dos hombres, pero se fijó en cómo iban vestidos y en cómo eran. Cuando volvían del lago, se alejó volando y se escondió detrás del tronco de un abeto. Se quedó en cuclillas hasta que le dolían los muslos, y apenas se atrevía a respirar, pero se fijó en la marca del coche. Un Toyota Landcruiser. La pintura brillaba como oro al sol. Los hombres no dijeron nada, pero miraron detenidamente a su alrededor antes de meterse en el vehículo. Por fortuna no vieron su bicicleta, que estaba tumbada en el brezo a cierta distancia. Se encogió, haciéndose minúscula. Tenía la sensación de que el corazón estaba a punto de estallarle y de que la sangre por dentro le fluía con tanta fuerza que tendrían que oírla a pesar del bramido del agua que caía por la compuerta de la presa.
Pero no oyeron nada.
Desaparecieron en el coche y todo volvió a quedar en silencio.
Y Else Meiner se subió a su bicicleta azul, marca Nakamura.
Karin Fossum