A continuación leyó el breve mensaje.
El infierno empieza ya.
Miró a su perro Frank, que le había seguido como una sombra.
– Un glotón -dijo-. No está mal.
Apagó la luz de la cocina. El perro volvió sigilosamente al dormitorio y se tumbó junto a la cama. Sejer dejó la postal apoyada en la lámpara de la mesilla de noche.
Se quedó despierto un buen rato, mirando fijamente al glotón. Mi cara en la pantalla, pensó, en tres canales.
Mi nombre abajo a la izquierda.
No ha sido difícil encontrarme.
Estoy en la guía telefónica.
Por fin apagó la luz. Pensó en la niña Margrete y en todo lo que había sucedido, y que tal vez sucedería.
El infierno empieza ya.
Su madre no había parado de beber en todo el día, ahora estaba dormida en el sofá, con la boca abierta. Se le veía hasta la garganta pálida y seca. Todo lo que llevaba encima era una bata negra de una tela sedosa y lisa, que se le había abierto por delante, dejando a la vista uno de sus pechos.
El pezón marrón le recordaba a un pequeño excremento seco.
Él se llamaba Johnny Beskow y físicamente no era gran cosa. Más bien se le podría describir como un chico flacucho y bajito. Pero tenía un gran talento para inventar maldades, y ahora lo puso en práctica. Contemplaba a su madre con una mirada fría y despejada. Dio rienda suelta al asco que sentía, ya que al menos le hacía sentir algo, que estaba vivo y que la sangre le fluía más libremente por el cuerpo. Miró fijamente a la mujer tumbada en el sofá, y sintió desprecio. El desprecio le hacía respirar con dificultad, y notaba que la cabeza se le había calentado. El desprecio la abarcaba a toda ella, a cómo era, al aspecto que tenía y a cómo se comportaba siempre. A sus sonidos y olores. Era delgada, pálida, demacrada y de aspecto desaliñado, miserable y alcoholizada, y él la despreciaba. Se sentía mal al pensar que había salido de su cuerpo. No soportaba pensar en ello. Un día, muchos años atrás, esa mujer había gritado, empujado y lo había expulsado de su cuerpo con un largo y agónico grito. Sin alegría, sin ilusión.
Su pelo era largo y negro, y su piel pálida. Para ella, los años no habían pasado en balde, tenía una red verdosa en las sienes y en las muñecas. Sus pies eran cortos y estrechos, con la piel seca y dura como gruesas cortezas grisáceas alrededor de los talones.
– ¿Quién es mi padre? -le preguntó-. Dímelo ya.
Ella no lo escuchaba, claro, se encontraba sumida en una profunda borrachera de vodka, y así permanecería durante muchas horas. Por fin, cuando se acercara la noche, se levantaría del sofá, parpadearía un par de veces y lo miraría extrañada. Como si hubiera olvidado que tenía un hijo de diecisiete años que también vivía en la casa.
Johnny desvió la mirada hasta la pared, donde colgaba una fotografía en blanco y negro de su madre cuando era joven. Siempre que miraba esa foto y luego la miraba a ella tumbada en el sofá, pensaba: ¿Qué fue de esa otra? ¿De la que se ríe allí en la pared, con los ojos brillantes?
Muchas veces durante su infancia y adolescencia él le había preguntado por su padre.
¿Dónde está?, decía, poniéndose pesado, ¿dónde está mi padre? ¿Está en el extranjero?
¿Tu padre?, contestaba ella llena de amargura. No me des la lata con eso. Está muy lejos. Más allá de todas las colinas.
Johnny se imaginaba todas aquellas colinas. A un hombre corriendo dentro de la imagen, cruzando un prado verde, para luego desaparecer y volver a aparecer en lo alto de la siguiente colina. Así se metía dentro del paisaje, de colina en colina, hasta desaparecer.
Estaba sentado muy quieto en el sillón. Seguía mirando fijamente a su madre con ojos fríos. O, como le gustaba pensar: la miraba con ojo de pez. Podré hacer que te despiertes, si eso es lo que quiero. Un día, cuando se haya alcanzado el límite, haré que te despiertes en un periquete. Y te levantarás de un salto de ese sofá gritando, con las manos en la cabeza. Puedo poner a hervir una cazuela de agua, pensó, y echártela a la cara. O manteca hirviendo, que es más eficaz, pensó a continuación. La manteca sigue quemando la piel durante bastante rato, no se evapora como el agua. Pero se acordó de que probablemente no tenía manteca en casa. Se levantó, fue a la cocina y abrió la nevera. En la puerta había una botella de aceite. Podría valer. Cuando algún día quisiera levantarla rápidamente de ese sofá y darse a conocer de una vez por todas. Porque yo también tengo un umbral de dolor, pensó, y si ella me hace sobrepasarlo, entonces recibirá su merecido, vaya si lo recibirá.
Volvió al salón y se colocó delante de la ventana. Miró al patio. Nadie tiene tantos trastos y tanto desorden, pensó. En las demás casas hablan de nosotros, allí viven esa loca y ese chico flacucho. En el patio había varios sacos de plástico hasta arriba de basura y unas viejas latas de pintura, una carretilla oxidada llena de agua de lluvia, un montón de leña para quemar bajo una lona negra, arbustos y mala hierba amenazando con meterse dentro de la pared con esa fuerza que solo puede desarrollar la naturaleza. La casa, descuidada, parecía a punto de derrumbarse. Y su moto Suzuki Estilete estaba aparcada junto a la escalera. Volvió a sentarse. Intentó imaginarse a su padre; ese hombre que ella no quería mostrarle. Si al menos le diera una pista… Un nombre, o algo con lo que pudiera hacerse una idea de quién era. O de dónde estaba. Y si estaba muerto quería saber dónde estaba enterrado. Para ver el nombre grabado en piedra. ¿Ella bebía tanto que hizo que te fueras de casa?, pensó. ¿Encontraste a otra? ¿Tuviste más hijos con ella? ¿Hijos mejores que yo, con los que prefieres estar? ¿Sabes que estoy aquí sentado? ¿Me ignoras como a un leve dolor de muelas? Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Pensó en el bebé bajo el árbol. Tú debes de estar muy bien, pensó. Tu madre y tu padre cuidan de ti constantemente, no te pierden de vista ni un instante, ni de día ni de noche. Los veía en su imaginación muy juntos, esa pequeña trinidad. La sagrada unión, aislada del resto del mundo, envuelta en felicidad y excelencia. A partir de ahora todo podía suceder. Cada pequeño paso entrañaría un riesgo, todo fuera de la casa sería zona de peligro. Y era él quien les había proporcionado esa nueva perspectiva. Era él, Johnny Beskow, quien les había mostrado la realidad.
Permaneció sentado durante mucho rato disfrutando con todos esos pensamientos, sin parar de contemplar a su madre con ojo de pez.
La semana anterior a los sucesos, en el periódico local había salido una foto de la niña Margrete, en la columna «El rompecorazones de la semana». Karsten Sundelin había sacado la foto con su vieja cámara Hasselblad. La niña estaba sentada en la mesa de la cocina desnuda, salvo un gorrito blanco atado por debajo de la barbilla, y su cuerpo tenía el mismo color que el mazapán de la fábrica Anthon Berg. Ahora la pequeña Margrete estaba dormida en medio de la cama de matrimonio de sus padres, recién bañada y envuelta en un edredón rosa. Lily había echado unas gotas de aceite para bebés en el agua, lo que hacía que su cuerpo brillara y oliera maravillosamente bien. Estaba demasiado caliente, pero Lily no se decidió a quitarle el edredón. El pequeño bulto en medio de la cama parecía un capullo, y la madre deseó que la niña nunca se abriera, se levantara y se marchara.