– Vaya, Frank -dijo Sejer-. Hoy el agua está demasiado fría, ¿a que sí?
El lago estaba reluciente, sin una sola onda en la superficie. Se sentó sobre una de las barcas que estaban boca abajo y se fijó en la familia de patos. Frank estaba en el borde del agua gruñendo, con las orejas hacia atrás y una arruga sobre el hocico.
– No hagas eso -dijo Sejer-, déjalos en paz. Ellos viven aquí.
Los patos se alejaron nadando, dejando tras ellos finas rayas en el agua.
Sejer se levantó de la barca y miró hacia la carretera principal. Bjerkas tenía unos cinco mil habitantes, y en otros tiempos había habido allí una empresa de productos lácteos. Se había fijado en el viejo edificio de ladrillo rojo al bajar al lago. Al mirar hacia el otro lado de la cala, avistó un gran edificio blanco en la colina. Sabía que era un antiguo convento. En él había una pequeña capilla en la que se organizaban conciertos y recitales. Llamó a Frank, volvió al aparcamiento y subió al perro al coche. Luego entró en la tienda. Olía bien, a algo recién hecho en el mostrador de productos frescos, y Sejer fue hacia allí como un perro hambriento. Tras pensárselo un poco, pidió dos hamburguesas.
Luego deambuló por la tienda con la bolsa de aluminio caliente en la mano. Cuando llegó a la caja encontró lo que estaba buscando. Un soporte de postales. Había imágenes de gatitos, cachorros y caballos, y pequeños paquetes de tarjetas de agradecimiento y de felicitación. Una de las postales captó inmediatamente su atención. La cogió y leyó en la parte de atrás: «Carnívoros noruegos. Lince. Fotógrafo: Goran Jansson».
Este descubrimiento le hizo mirar de nuevo a su alrededor. Ha estado en esta tienda, pensó. Vive aquí, en Bjerkas, o tal vez en Askeland. Es muy posible que compre en este establecimiento. Puso la bolsa de las hamburguesas sobre la cinta. Luego cogió tres periódicos y saludó a la cajera.
– ¿Tenéis más postales de estas? -preguntó-. ¿Con fotos de otros animales?
La joven echó un vistazo a la foto del lince, y negó con la cabeza, apartándose un flequillo blanco y negro, y dejando al descubierto una pequeña espada que le atravesaba la ceja.
– Ni idea. No estoy muy al día en estas postales -dijo.
– ¿De modo que no podrías acordarte de una postal como esta con la foto de un glotón? -preguntó Sejer.
– ¿Un glotón?
Al parecer, la joven no conocía el glotón, y se mostró insegura. Pero era muy joven, pensó Sejer, mirando el uniforme verde de Spar. Llevaba un distintivo que indicaba que se llamaba Britt. Marcó en la caja la compra de Sejer, los periódicos y la bolsa con las dos hamburguesas. Por el lince pagó siete coronas y cincuenta ore. Ya dentro del coche le dio una de las hamburguesas a Frank. Se sentó y hojeó rápidamente los periódicos.
«Encuentran a su bebé ensangrentado en el jardín.»
«Broma de mal gusto en Bjerketun.»
«Bebé dormido empapado en sangre.»
A este tipo le gusta estar ante los focos, pensó Sejer. Ahora está recibiendo sus aplausos.
Se comió la hamburguesa mientras contemplaba el agua. El lago Skarve parecía un espejo. Los patos se mecían imperturbables a lo lejos en el agua.
– Esta hamburguesa está buenísima, Frank -le dijo al perro.
A continuación sacó el teléfono del bolsillo y marcó el número de Skarre.
– Habrá más incidentes -dijo-. Estamos ante un carnívoro.
Johnny Beskow sacó la Suzuki a la calle.
Metió la marcha y salió zumbando. Tenía la cabeza ligera y se sentía libre como un pájaro. Llevaba puesto el casco rojo, decorado con una pequeña ala dorada a cada lado. De su cinturón colgaba una navaja suiza con la que podía pinchar y cortar, abrir una botella de Coca-Cola, o cortarle la lengua a su madre, si le pillaba en un mal momento. No iba a ninguna parte sin esa navaja. Fue un alivio abandonar la casa, dejar atrás el olor que había allí dentro, todo ese desorden y caos, y a ella, que daba vueltas por la casa hablando con lengua de trapo. A él le gustaba sentarse sobre su pequeña moto, le agradaba la velocidad y notar el viento en la cara. Mientras conducía, se imaginaba las caras de la gente mientras leían sobre lo sucedido en Bjerketun. Se imaginaba todo un registro de terror, espanto e indignación. Hombres cabreados, mujeres asustadas, viejos furiosos. La idea le hizo sonreír. Estuvo a punto de juntar las manos y aplaudir, pero comprendió que era mejor dejarlas sobre el manillar. La gente no debe pasar por la vida considerándola algo natural, pensó, no deben dar por sentado que lo bueno va a durar siempre.
La muerte llega a todo el mundo.
Yo se lo enseñaré, joder.
Se detuvo en la gasolinera Shell en Bjerkas a comprar periódicos. Junto a la gasolinera había un pequeño pub local, con mesas de formica y máquinas tragaperras. Le gustaba sentarse allí con una Coca-Cola. Era agradable andar por el mundo sin que la gente supiera quién era, ser el personaje del que todo el mundo hablaba, estar entre ellos y al mismo tiempo ser anónimo. Se sentó en un banco delante de la gasolinera y hojeó rápidamente los periódicos. Karsten Sundelin, de Bjerketun, había concedido una entrevista al periódico nacional VG, donde afirmaba que la persona que estaba detrás de ese abominable ataque a su familia no debería sentirse seguro un solo instante ni de día ni de noche.
– ¿Qué quiere usted decir con eso? -preguntaba el periodista de VG.
– No es muy apropiado para ser impreso en un periódico.
Johnny dobló los periódicos y los metió en el compartimiento de debajo del asiento de la moto. Arrancó y prosiguió su camino. No apropiado para ser impreso. ¡Ja ja! pensó ¡qué miedo me das! Tras unos kilómetros llegó a la laguna Sparbo. Giró a la derecha y condujo el último tramo sobre un estrecho camino forestal, se bajó de la moto y la apoyó contra el tronco de un abeto. Luego bajó hasta el agua. La laguna Sparbo era una presa. Un muro de contención atravesaba el embalse. En medio del mismo se veía una compuerta por la que el agua fluía hacia dentro a través de una tubería negra. Se oía la fuerza del agua como un potente y permanente zumbido. Se decía por ahí que en una ocasión un chico se había balanceado sobre ese muro de contención. Al parecer fue en el mes de mayo, cuando los bachilleres celebraban la graduación. Se cayó por el borde y la tubería lo llevó hacia la corriente. Encontraron luego su cuerpo a varios kilómetros de distancia, abajo, en el valle. Johnny permaneció un rato junto a la orilla contemplando el paisaje, el agua resplandeciente, el bosque callado. Dio unos cautelosos pasos sobre el muro. Medía cuarenta centímetros de ancho, y se podía balancear otro trecho sin problemas, pero si se iba demasiado lejos, por ejemplo hasta la compuerta en medio del embalse, era más complicado. La compuerta de la presa estaba dentro de una jaula con rejas, y la jaula estaba siempre cerrada. Solo tenían llave los que se ocupaban del mantenimiento de la presa. Ahora bien, no era imposible trepar por encima de la jaula y llegar al otro lado. Es decir, si uno soportaba el ruido del agua sin perder la compostura. Johnny bajó la vista y miró fijamente el agua negra. Se sentía animado pensando en todo lo que había desencadenado. Era increíble que un enclenque como él tuviera tanto poder, pues era muy delgado, solo tenía diecisiete años y carecía por completo de músculos. ¡Pero poseía cierto talento! Y qué bueno era eso de crear indignación en la gente.