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Se sentó en el muro y contempló la presa. Oía el agua que bramaba a través de la compuerta y desaparecía por la tubería. Estuvo allí un cuarto de hora, luego se deslizó hacia atrás y consiguió llegar a la tierra seca. Sabía que la laguna Sparbo era fuente de agua potable para miles de personas, y que el agua que corría con tanta fuerza por la tubería negra acababa en los grifos de la gente, razón por la cual meó en el embalse antes de marcharse.

* * *

El abuelo materno de Johnny Beskow vivía en Bjornstad.

Se llamaba Henry Beskow, y vivía en una calle sin salida llamada Roland. Junto a la casa de su abuelo, que era la de más adentro y la más vieja, había un pequeño peñasco, y sobre ese peñasco había sentada una niña que lo observaba llegar en la moto. Él la había visto muchas veces allí sentada, comportándose de un modo muy desagradable con todo el que pasaba. Al parecer pensaba que era su calle, su territorio. Era menuda y pálida y tenía pecas, él le echaba unos diez años. Lo más impresionante de la niña era su trenza de color rojo encendido que le llegaba hasta el culo. Le sonreía despectivamente desde el peñasco, con los dientes incisivos como terrones de azúcar.

– ¡Cabeza de grosella! -gritó la niña, refiriéndose al casco rojo.

Johnny frenó y se detuvo. Levantó la vista y la miró con los ojos entornados, concentrando la mirada en un solo rayo amenazador. Pero ella parecía no tener miedo a nada. Es porque no sabes lo que te puede pasar, pensó Johnny. Volveré a por ti, pequeña pecosa de mierda. La ignoró y prosiguió hasta la casa de su abuelo, aparcó la moto y colgó el casco del manillar. Se limpió los zapatos en el felpudo y entró en la pequeña casa. El viejo, al que le fallaban las piernas, estaba sentado en un sillón de orejas junto a la ventana. Sus pies reposaban sobre un escabel y estaba envuelto en una manta de pelo. El reumatismo había convertido sus dedos en doloridas garras.

Johnny Beskow cogió un puf, que acercó al sillón de su abuelo.

– Hola, abuelo -saludó.

Henry volvió la cabeza. Sus ojos solían gotear, y algunos capilares se le habían reventado.

– Hola chico, cuánto me alegro de verte.

– ¿Has comido algo hoy? -le preguntó Johnny.

Henry hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Mai ha venido esta mañana -contestó.

Johnny intentó acomodarse en el blando puf de plástico.

– ¿Qué tal es? ¿Hace lo que tiene que hacer? ¿Se porta bien contigo?

– Mai es un ángel -contestó Henry Beskow-. Que quede claro. Tiene la piel muy oscura y habla un poco mal el noruego, porque viene de Tailandia. Y los tailandeses son gente amable, ¿sabes? Todo lo hacen con una sonrisa. No podría haber conseguido a nadie mejor que Mai. A veces tengo miedo de perderla -dijo, repentinamente preocupado-. No te puedes fiar de la gente del Ayuntamiento. Siempre están reorganizándolo todo para ahorrar dinero.

– ¿Te has tomado las medicinas? -preguntó Johnny.

– Sí, sí -contestó el viejo-. Me las he tomado. Soy como un perro obediente, ¿sabes? No tengo fuerzas para protestar. El que depende de otros para todo se vuelve más manso que un cordero.

Sus dedos deformados tocaban la manta, tirando un poco de los flecos.

– ¿Quieres que te lea el periódico? -le preguntó Johnny, señalando la mesa donde estaba el periódico local.

– Sí, por favor.

Johnny cogió el periódico y se acomodó de nuevo en el puf. Leyó noticia tras noticia con voz clara y contundente, y echando rápidas miradas al viejo para ver si lo seguía. Sí, lo seguía. Primero le leyó una historia sobre un caballo que había perdido el control durante una carrera, y cuando intentaron detenerlo le mordió el brazo a uno de los funcionarios. Luego había un largo artículo sobre las malas condiciones de trabajo de los polacos, y otra noticia que se apresuró a saltarse, porque trataba de ciertos fallos en las rutinas del Hospital Central sobre el tratamiento de los muertos. A veces los tenían allí un mes antes de mandarlos a incinerar. Leyó el parte meteorológico. Seguiría el calor, y el peligro de incendio era grande por todo el este del país. También mencionó algunos de los programas que se emitirían en la televisión esa noche, y que pensaba podrían gustarle al viejo. Al final leyó la noticia sobre el bebé del cochecito. Mientras la leía, miraba de reojo a su abuelo, pero no logró descifrar lo que el hombre estaba pensando.

Dobló el periódico y lo dejó sobre la mesa.

Por unos instantes reinó un silencio absoluto en la pequeña habitación.

– Tú no tienes una vida muy fácil -dijo por fin Henry-. Ya lo creo que no. Pero al menos sabes cómo no debemos comportarnos con los demás. El estúpido que ha organizado todo ese lío se merece unos azotes. ¿No estás de acuerdo, Johnny?

– Sí, abuelo -contestó mansamente-. Incluso podríamos romperle los dedos meñiques.

– Así es -contestó Henry-. ¿Cómo van las cosas por casa? Dime la verdad. No quiero que mientas para no preocuparme.

– Pues no van muy bien. Ella está siempre tumbada en el sofá. Solo se dedica a beber vodka. ¿Necesitas algo de la tienda? Puedo acercarme ahora mismo.

– Haz una lista -dijo Henry-. Coge papel y lápiz. Hay en el cajón de la cocina.

– No necesito papel, abuelo. Uso el móvil, ¿sabes? Puedo escribir en él.

– No es fácil de entender -dijo el abuelo, con un gesto de agradecimiento. Estaba sentado sin moverse en el sillón mientras la lista de la compra era tecleada en el teléfono móvil.

La niña de la trenza roja seguía sentada en el peñasco cuando él pasó a toda velocidad.

– ¡Tonto bamboleante! -le gritó.

* * *

A la vuelta colocó la compra en la despensa, que era un cuartito al lado de la cocina. Allí el abuelo guardaba de todo. Vio que había muchas cosas caducadas, los frascos de mermelada tenían una capa de moho encima. Se pasó un rato ordenando los estantes. Tiró lo que era para tirar y luego les pasó un trapo húmedo. Quedaron muy bien, limpios y ordenados. Una caja roja al fondo de la despensa atrajo su atención, era tentadora. La sacó para verla más de cerca, por si era una nueva clase de mezcla de cereales para el desayuno. Pero descubrió que contenía raticida. Una caja llena. La abrió y examinó los granos de color rosa. Tenían pinta de estar muy buenos, a pesar de ser mortales. El hecho de que fueran mortales le fascinaba. Se acercó la caja a la nariz, no olían a nada, y tampoco podía imaginarse a qué sabían. Tal vez a granos dulces, o a golosinas. Luego leyó detenidamente las instrucciones de uso.

«Las ratas se duermen dulcemente para nunca más volver a despertar», ponía en la caja.

Qué cosas, pensó Johnny Beskow.

Después de meditar un buen rato, salió sigilosamente al patio y escondió la caja debajo del asiento de la Suzuki. Algún día ese raticida podría serle útil, le gustaba tener algo de reserva para situaciones futuras. Volvió junto a su abuelo. Henry se había dormido en el sillón. Johnny se sentó en el puf y esperó pacientemente a que el viejo se despertara. Lo hizo al cabo de unos minutos.

– ¿Te preparo un termo con café, abuelo?

– Gracias. Pon un poco de azúcar, por favor, y no aprietes demasiado la tapa, porque luego no soy capaz de abrirlo.

Johnny se fue a la cocina y lo preparó todo. Hirvió el agua, filtró el café, y le puso unas cucharaditas de azúcar. Sacó una taza del armario, la que el abuelo utilizaba siempre, una taza azul con un asa a cada lado. La llevó al salón y la colocó en la mesa al lado del viejo. Luego se acercó a la ventana y miró hacia fuera.