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Ana María Matute

Primera memoria

NOTA

Con "Primera memoria" da comienzo la novela "Los mercaderes", concebida hace ya años en tres volúmenes. El segundo se titulará, según un verso de Salvatore Quasimodo, "Los soldados lloran por la noche", y el tercero "La trampa". Pese a integrar un conjunto novelesco unitario, ligado por unos personajes que pasan de uno a otro volumen, tanto "Primera memoria" como los títulos sucesivos tendrán rigurosa independencia argumental.

A. M. M.

A ti el Señor no te ha enviado, y, sin embargo tomando su nombre has hecho que este pueblo confiase en la mentira.

Jeremías. 28-15

EL DECLIVE

1

Mi abuela tenía el pelo blanco, en una ola encrespada sobre la frente, que le daba cierto aire colérico. Llevaba casi siempre un bastoncillo de bambú con puño de oro, que no le hacía ninguna falta, porque era firme como un caballo. Repasando antiguas fotografías creo descubrir en aquella cara espesa, maciza y blanca, en aquellos ojos grises bordeados por un círculo ahumado, un resplandor de Borja y aún de mí. Supongo que Borja heredó su gallardía, su falta absoluta de piedad. Yo, tal vez, esta gran tristeza.

Las manos de mi abuela, huesudas y de nudillos salientes, no carentes de belleza, estaban salpicadas de manchas color café. En el índice y anular de la derecha le bailaban dos enormes brillantes sucios. Después de las comidas arrastraba su mecedora hasta la ventana de su gabinete (la calígine, el viento abrasado y húmedo desgarrándose en las pitas, o empujando las hojas castañas bajo los almendros; las hinchadas nubes de plomo borrando el brillo verde del mar). Y desde allí, con sus viejos prismáticos de teatro incrustados de zafiros falsos, escudriñaba las casas blancas del declive, donde habitaban los colonos; o acechaba el mar, por donde no pasaba ningún barco, por donde no aparecía ningún rastro de aquel horror que oíamos de labios de Antonia, el ama de llaves. ("Dicen que en el otro lado están matando familias enteras, que fusilan a los frailes y les sacan los ojos… y que a otros los echan en una balsa de aceite hirviendo… ¡Dios tenga piedad de ellos!") Sin perder su aire inconmovido, con los ojos aún más juntos, como dos hermanos confiándose oscuros secretos, mi abuela oía las morbosas explicaciones. Y seguíamos los cuatro -ella, tía Emilia, mi primo Borja y yo-, empapados de calor, aburrimiento y soledad, ansiosos de unas noticias que no acababan de ser decisivas -la guerra empezó apenas hacía mes y medio-, en el silencio de aquel rincón de la isla, en el perdido punto en el mundo que era la casa de la abuela. La hora de la siesta era quizá la de más calma y a un tiempo más cargada del día. Oíamos el crujido de la mecedora en el gabinete de la abuela, la imaginábamos espiando el ir y venir de las mujeres del declive, con el parpadeo de un sol gris en los enormes solitarios de sus dedos. A menudo le oíamos decir que estaba arruinada, y al decirlo, metiéndose en la boca alguno de los infinitos comprimidos que se alineaban en frasquitos marrones sobre su cómoda, se marcaban más profundamente las sombras bajo sus ojos, y las pupilas se le cubrían de un gelatinoso cansancio. Parecía un Buda apaleado.

Recuerdo el maquinal movimiento de Borja, precipitándose cada vez que el bastoncillo de bambú resbalaba de la pared y se caía al suelo. Sus manos largas y morenas, con los nudillos más anchos -como la abuela- se tendían hacia él (única travesura, única protesta, en la exasperante quietud de la hora de la siesta sin siesta). Borja se precipitaba puntual, con rutina de niño bien educado, hacia el bastoncillo rebelde, y lo volvía a apoyar contra la pared, la mecedora o las rodillas de la abuela. En estas ocasiones en que permanecíamos los cuatro reunidos en el gabinete -la tía, mi primo y yo como en audiencia-, la única que hablaba, con tono monocorde, era la abuela. Creo que nadie escuchaba lo que decía, embebido cada uno en sí mismo o en el tedio. Yo espiaba la señal de Borja, que marcaba el momento oportuno para escapar. Con frecuencia, tía Emilia bostezaba, pero sus bostezos eran de boca cerrada: sólo se advertían en la fuerte contracción de sus anchas mandíbulas, de blancura lechosa, y en las súbitas lágrimas que invadían sus ojillos de párpados rosados. Las aletas de su nariz se dilataban, y casi se podía oír el crujido de sus dientes, fuertemente apretados para que no se le abriera la boca de par en par, como a las mujeres del declive. Decía, de cuando en cuando: "Sí, mamá. No, mamá. Como tú quieras, mamá". Esa era mi única distracción, mientras esperaba impaciente el gesto levísimo de las cejas de Borja, con que se iniciaba nuestra marcha.

Borja tenía quince años y yo catorce, y estábamos allí a la fuerza. Nos aburríamos y nos exasperábamos a partes iguales, en medio de la calma aceitosa, de la hipócrita paz de la isla. Nuestras vacaciones se vieron sorprendidas por una guerra que aparecía fantasmaclass="underline" lejana y próxima a un tiempo, quizá más temida por invisible. No sé si Borja odiaba a la abuela, pero sabía fingir muy bien delante de ella. Supongo que desde muy niño alguien le inculcó el disimulo como una necesidad. Era dulce y suave en su presencia, y conocía muy bien el significado de las palabras herencia, dinero, tierras. Era dulce y suave, digo, cuando le convenía aparecer así ante determinadas personas mayores. Pero nunca vi redomado pillo, embustero, traidor, mayor que él; ni, tampoco, otra más triste criatura. Fingía inocencia y pureza, gallardía, delante de la abuela, cuando, en verdad -oh, Borja, tal vez ahora empiezo a quererte-, era un impío, débil y soberbio pedazo de hombre.

No creo que yo fuera mejor que él. Pero no desaprovechaba ocasión para demostrar a mi abuela que estaba allí contra mi voluntad. Y quien no haya sido, desde los nueve a los catorce años, traído y llevado de un lugar a otro, de unas a otras manos, como un objeto, no podrá entender mi desamor y rebeldía de aquel tiempo. Además, nunca esperé nada de mi abuela: soporté su trato helado, sus frases hechas, sus oraciones a un Dios de su exclusiva invención y pertenencia, y alguna caricia indiferente, como indiferentes fueron también sus castigos. Sus manos manchadas de rosa y marrón se posaban protectoras en mi cabeza, mientras hablaba entre suspiros, de mi corrompido padre (ideas infernales, hechos nefastos) y mi desventurada madre (Gracias a Dios, en Gloria está), con las dos viejas gatas de Son Lluch, las tardes en que éstas llegaban en su tartana a nuestra casa. (Grandes sombreros llenos de flores y frutas mustias, como desperdicios, donde sólo faltaba una nube de moscas zumbando.)

Fui entonces -decía ella- la díscola y mal aconsejada criatura, expulsada de Nuestra Señora de los Ángeles por haber dado una patada a la subdirectora; maleada por un desavenido y zozobrante clima familiar; víctima de un padre descastado que, al enviudar, me arrinconó en manos de una vieja sirviente. Fui -continuaba, ante la malévola atención de las de Son Lluch – embrutecida por los tres años que pasé con aquella pobre mujer en una finca de mi padre, hipotecada, con la casa medio caída a pedazos. Viví, pues, rodeada de montañas y bosques salvajes, de gentes ignorantes y sombrías, lejos de todo amor y protección. (Al llegar aquí, mi abuela, me acariciaba.)

– Te domaremos -me dijo, apenas llegué a la isla.

Tenía doce años, y por primera vez comprendí que me quedaría allí para siempre Mi madre murió cuatro años atrás y Mauricia -la vieja aya que me cuidaba- estaba impedida por una enfermedad. Mi abuela se hacía cargo definitivamente de mí, estaba visto.

El día que llegué a la isla, hacía mucho viento en la ciudad. Unos rótulos medio desprendidos tableteaban sobre las puertas de las tiendas. Me llevó la abuela a un hotel oscuro, que olía a humedad y lejía. Mi habitación daba a un pequeño patio, por un lado, y, por el otro, a un callejón, tras cuya embocadura se divisaba un paseo donde se mecían las palmeras sobre un pedazo de mar plomizo. La cama de hierro forjado, muy complicada, me amedrentó como un animal desconocido. La abuela dormía en la habitación contigua, y de madrugada me desperté sobresaltada -como me ocurría a menudo- y busqué, tanteando, con el brazo extendido, el interruptor de la luz de la mesilla. Recuerdo bien el frío de la pared estucada, y la pantalla rosa de la lámpara. Me estuve muy quieta, sentada en la cama, mirando recelosa alrededor, asombrada del retorcido mechón de mi propio cabello que resaltaba oscuramente contra mi hombro. Habituándome a la penumbra, localicé, uno a uno, los desconchados de la pared, las grandes manchas del techo, y sobre todo, las sombras enzarzadas de la cama, como serpientes, dragones, o misteriosas figuras que apenas me atrevía a mirar. Incliné el cuerpo cuanto pude hacia la mesilla, para coger el vaso de agua, y entonces, en el vértice de la pared, descubrí una hilera de hormigas que trepaba por el muro. Solté el vaso, que se rompió al caer, y me hundí de nuevo entre las sábanas, tapándome la cabeza. No me decidía a sacar ni una mano, y así estuve mucho rato, mordiéndome los labios y tratando de ahuyentar las despreciables lágrimas. Me parece que tuve miedo. Acaso pensé que estaba completamente sola, y como buscando algo que no sabía. Procuré trasladar mi pensamiento, hacer correr mi imaginación como un pequeño tren por bosques y lugares conocidos, llevarla hasta Mauricia y aferrarme a imágenes cotidianas (las manzanas que Mauri colocaba cuidadosamente sobre las maderas, en el sobrado de la casa, y su aroma que lo invadía todo, hasta el punto de que, tonta de mí, acerqué la nariz a las paredes por si se habían impregnado de aquel perfume). Y me dije, desolada: "Estarán ya amarillas y arrugadas, yo no he comido ninguna". Porque aquella misma noche Mauricia empezó a encontrarse mal, y ya no se pudo levantar de la cama, y mandó escribir a la abuela -oh, ¿por qué, por qué había pasado?-. Procuré llevar el pequeño carro de mis recuerdos hacia las varas de oro, en el huerto, o a las ramas de tonos verdes, resplandecientes en el fondo de las charcas. (A una charca, en particular, sobre la que brillaba un enjambre de mosquitos, verdes también, junto a la que oía como me buscaban, sin contestar a sus llamadas, porque aquel día fue la abuela a buscarme -vi el polvo que levantaba el coche en la lejana carretera-, para llevarme con ella a la isla.) Y recordé las manchas castañas de las islas sobre el azul pálido de mis mapas -queridísimo Atlas-. De pronto, la cama y sus retorcidas sombras en la pared, hacia las que caminaban las hormigas, de pronto -me dije-, la cama estaba enclavada en la isla amarilla y verde, rodeada por todas partes de un azul desvaído. Y la sombra forjada, detrás de mi cabeza -la cama estaba casi a un palmo del muro-, me daba una sensación de gran inseguridad. Menos mal que llevé conmigo, escondido entre el jersey y el pecho, mi Pequeño Negro de trapo -Gorogó, Deshollinador-, y lo tenía allí, debajo de la almohada. Entonces comprendí que había perdido algo: olvidé en las montañas, en la enorme y destartalada casa, mi teatrito de cartón. (Cerré los ojos y vi las decoraciones de papeles transparentes, con cielos y ventanas azules, amarillos, rosados, y aquellas letras negras en el dorso: El Teatro de los Niños, Seix y Barral, clave telegráfica: Arapil. Al primer telar, número 3… "La estrella de los Reyes Magos", "El alma de las ruinas", y el misterio enorme y menudo de las pequeñas ventanas trasparentes. Oh, cómo deseé de nuevo que fuera posible meterse allí, atravesar los pedacitos de papel, y huir a través de sus falsos cristales de caramelo. Ah, sí, y mis álbumes, y mis libros: "Kay y Gerda, en su jardín sobre el tejado", " La Joven Sirena abrazada a la estatua", "Los Once Príncipes Cisnes". Y sentí una rabia sorda contra mí misma. Y contra la abuela, porque nadie me recordó eso, y ya no lo tenía. Perdido, perdido, igual que los saltamontes verdes, que las manzanas de octubre, que el viento en la negra chimenea. Y, sobre todo, no recordaba siquiera en qué armario guardé el teatro; sólo Mauricia lo sabía.) No me dormí y vi amanecer, por vez primera en mi vida, a través de las rendijas de la persiana.