Mossén Mayol abrió el periódico y señaló los titulares. Se acababa de conquistar otra ciudad. Lauro el Chino se ruborizó:
– Ha caído… ha caído… -dijo.
Empezaron a hablar todos a un tiempo. La abuela sonreía, enseñando los dientes caninos, cosa poco frecuente, ya que cuando sonreía, de tarde en tarde, solía hacerlo con la boca cerrada. Así, con el labio encogido sobre los afilados dientes, tenía el mismo aire de Borja, en su segunda vida, muros afuera de la casa. "Acaso también la abuela esconda otra vida, lejos de nosotros." Pero no me la imaginaba compadreando canallamente con los del pueblo.
De afuera llegó algo como un rumor, bajo y caluroso, y se alzó la cortina. Sobre la mesita, los periódicos adquirieron vida súbita, volaron sus extrañas alas y se debatieron bajo la mano del párroco, que cayó plana y pesada sobre ellos.
– Viento -dijo la abuela-. ¡Se levanta el viento otra vez! Me lo temía.
La abuela conocía el cielo, y casi siempre adivinaba sus signos. A la tía Emilia le fue la cortina hacia la cara, y las dos lucharon torpemente. La cortina parecía algo vivo, y se enzarzaron en una singular batalla. Borja corrió a su lado, y la libró del engorro. Estaba muy pálida y sus labios temblaban. Miré al jardín. Allá abajo corrían dos papeles arrugados, persiguiéndose como animales. La abuela seguía hablando, a mi espalda:
– Mañana, a las once, Mossén Mayol oficiará un Te Deum. Todos en esta casa acudiremos a Santa María a dar gracias a Dios por esta victoria de nuestras tropas…
La lámpara empezó a oscilar, y la abuela dijo:
– Cerrad ese balcón.
Lauro el Chino se acercó al balcón. Su perfil amarillento se alzaba hacia el cielo, más allá de los arcos de la logia. Luego, extendió los brazos en cruz hacia los batientes. La tía Emilia fue a sentarse junto al vicario.
Borja me ofreció una silla y se quedó a mi lado, en pie, como un soldadito. Su pelo aún estaba húmedo, recién peinado. Quieto, erguido y fino, mirando hacia la abuela con sus enormes ojos verde-pálido. El bastoncillo de bambú resbaló y cayó al suelo. Borja se precipitó a recogerlo. La luz brilló en el puño y su reflejo recorrió la pared, raudo, como un insecto de oro.
Antonia abrió de par en par las puertas del comedor. La cena estaba ya servida. Nos acompañaban el médico -que era viudo-, el párroco, el vicario y Juan Antonio. Juan Antonio era algo mayor que nosotros, pero nadie lo hubiera dicho por su estatura. Muy delgado y de piel verdosa, tenía los ojos muy juntos. Sobre su labio negreaba una repugnante pelusa, y sus manos, chatas y gordezuelas, estaban siempre húmedas. Se confesaba tres o cuatro veces por semana, y luego meditaba largo rato con la cabeza entre las manos, cara al altar. (Un día le vi llorar en la iglesia. Borja me dijo: "Cuando le da así es que ha pecado mucho. Ese es un gran pecador". Y aclaró luego: "Peca mucho contra el sexto mandamiento, ¿sabes? Es muy deshonesto y seguramente se condenará. Va y se confiesa, pero él sabe muy bien que volverá a pecar, porque no tiene más remedio. El demonio le tiene bien atrapado." "¿Cómo sabes tú todo eso?" le dije. "Hablamos a veces… Pero yo -aclaró- estoy a salvo de todas esas cosas." Se puso a reír con malicia, y yo también reí, procurando entrecerrar los ojos como él.) Y allí estaba Juan Antonio, serio y taciturno, como siempre acechado por su Amigo-Enemigo el Diablo. Era glotón y comía muy mal. Se manchaba el borde de los labios y daba náuseas mirar hacia él, pero no se podía dejar de mirar. Y era el compañero y mejor amigo de Borja. Porque Borja decía que era muy inteligente, más que Carlos y Salvador, los hijos del administrador.
A causa del viento, cerraron las ventanas y hacía mucho calor. La frente de Mossén Mayol aparecía rodeada de gotitas brillantes, como una corona. El párroco era alto y muy hermoso. Tendría unos cincuenta años, el pelo blanco y grandes ojos pardos. El Chino se ruborizaba cada vez que le dirigía la palabra. Mossén Mayol se llevaba la servilleta a los labios con mucha delicadeza, y daba en ellos un golpecito suave. Mossén Mayol poseía un gran sentido de la dignidad, y a mí me parecía el hombre más guapo y elegante que vi jamás. "Es muy hermoso -decía la abuela-. Oficia con la dignidad y majestad de un Príncipe. ¡Nada hay comparable a la Liturgia Católica!" Y al decirlo parecía augurarle un futuro de grandes posibilidades: cuando menos un cardenalato. Mossén Mayol vestía hábitos de tela gruesa, que descendían en pliegues generosos y producían, al andar, un frufrú inconfundible. No era hijo de la isla, y caminaba con lentitud y cierto abandono. Todos decían que era un hombre muy culto. Cuando venía a comer -lo que sucedía con frecuencia- se paseaba después largo rato por la logia, leyendo su breviario, con Borja a su lado, quisiéralo o no. A mí, casi nunca me dirigía la palabra, pero a menudo sentí la desaprobadora mirada de sus ojos dorados, fríos y relucientes como dos monedas. En las contadas ocasiones en que me dijo algo, lo hizo a través de la abuela o de Borja. Sentía un gran respeto en su presencia, casi temor, y creo que nunca le vi sonreír. La abuela decía que era un gran amante de la música, y la tía Emilia hablaba con él, a veces, de raras y antiguas partituras y otras cosas así, que nosotros no comprendíamos. Casi llegué a compadecer a Mossén Mayol las veces que la madre de Borja se decidió a aporrear el piano en su presencia. Bien se adivinaba entonces una luz de martirio en su mirada. Mossén Mayol tenía la voz muy bien timbrada, y su fuerte, según decía el Chino, era el canto gregoriano: "Oírle es asomarse a las puertas de la Gloria. "
Aquella noche paró el viento, y cuando me asomé al declive, a punto ya de meterme en la cama, subía de la tierra un fuerte olor. Abajo el mar relucía. De pronto una luz lechosa salió de tras las nubes, y vi acercarse hacia nosotros una cortina de lluvia.
Llovió toda la noche, hasta el amanecer.
5
Cuando desperté, aún sin abrir los ojos, noté que no estaba sola. Sentía un roce, un murmullo como de alas. Lentamente abrí los párpados, con la cabeza vuelta hacia la pared, inundada de un resplandor amarillo. El sol entraba a franjas por aquellas persianas que me angustiaban, porque no se podían cerrar. (La primera mañana que desperté en aquella habitación, al entrar la luz perlada del alba por las rendijas, me levanté, fui a cerrarlas, y no pude; sentí un gran ahogo, y, desde entonces, me costó mucho acostumbrarme al amanecer.)
Antonia estaba junto a la ventana, con el periquito Gondoliero, dándole mijo de su mano. Me volví despacio a mirarla. Ella me miró también, en silencio, y me incorporé. Me vi en el espejo del armario, partida por la blancura de las sábanas, con el cabello suelto y el sol arrancándole un rojo resplandor. Antonia dijo:
– Vamos, niña, es tarde… Me eché hacia atrás. Añadió:
– Antes miraba cómo dormías, y me acordaba de tu madre.
Me molestaba que alguien me viera dormir, como si fuera a descubrir mis sueños estando prendida en ellos, tan terriblemente indefensa. Me irritó oírle decir:
– No te pareces a tu madre, pero cuando duermes sí. Cuando duermes, Matia, creo estar viéndola.
Gondoliero empezó a musitar cosas, con vocecilla curruscante, y Antonia le pasaba el dedo, con inmensa delicadeza, por la cabecita rayada.
– Estás delgada, niña, tengo miedo de que estés enferma.
– ¡No lo estoy!
– Pero te he oído gritar -seguía, machacona, con su voz baja y humilde-. Has estado gritando…
– Bueno, ¿y qué? Siempre he gritado por la noche, Mauricia ya lo sabía, y no hacía caso.