Gondoliero huyó de su mano, dio dos vueltas en un vuelo bajo, torpe, y se posó sobre el dosel de la cama. Parecía una flor viva y angustiosa. Levanté un brazo, para alejarlo de allí, y también mi brazo brilló, atravesado por una faja de sol. En la habitación, que fue antes de mi madre, todos los muebles eran de caoba rojiza, muy brillante, con un resplandor como de cerezo.
– ¿Sabes? -continuó ella-. Tu madre también gritaba.
"Mi madre, siempre ese cuento. ¡Mi madre era una desconocida! ¿A qué vienen siempre a hablarme de ella?". Salté al suelo, y extendí los pies al sol que manchaba el entarimado. Estaba caliente.
Oí cómo se abría la puerta suavemente, y entró tía Emilia.
– Date prisa, Matia -dijo.
Fue hacia el espejo, y Antonia empezó a recoger mis vestidos, esparcidos por el suelo. Pero yo sabía que escuchaba atentamente: casi se advertía en su oreja, como un caracol de cera, mientras tía Emilia se miraba al espejo, pasándose las manos por las mejillas, como si buscara ávidamente sus primeras arrugas. Entonces me parecía una mujer madura, pero debía tener, a lo sumo, treinta y cinco años. Su cabello era rubio, liso y muy brillante. Tenía las caderas anchas, como las mandíbulas. No era bonita pero sí muy suave, y solía estar distraída o ensimismada, como si siempre se preguntase alguna cosa que la mantenía en su continuo asombro.
El Santo desfallecía en la hornacina, entre nardos y lirios de cera, los ojos de cristal implorante. Las velas, medio derretidas, se retorcían en los pequeños candelabros, y una araña se deslizó, parda y cautelosa, pared arriba.
– Date prisa -repitió, distraída-. La abuela te regañaría si supiese que aún estás en la cama.
Salió de la habitación. Siempre hacía cosas así: entraba, salía, hablaba sin mirar a la cara, con aire de sonámbula. "Es como un fantasma".
Antonia entró en la pieza contigua, que era el cuarto de baño. Nunca vi un cuarto de baño como el de la casa de la abuela: una grande y destartalada sala con extraños muebles de madera oscura y de mármol. El enorme lavabo, con su gran espejo inclinado, donde me retrataba en declive, como en un raro sueño, mirándome yo misma de arriba a abajo, más parecía un armario ropero. Tenía estantes de cristal verdoso, cubiertos de botellas y frascos vacíos. Un ruido lúgubre barboteaba en las deficientes cañerías de agua, tibia en verano, helada en invierno. El mármol rojizo del lavabo, veteado de venas sangrientas, y el negro de la madera con entrelazados dragones de talla que me llenaban de estupor, es uno de los recuerdos más vivos de aquel tiempo. Los primeros días de mi estancia pasaba mucho rato en aquel extraño cuarto de aseo -como siempre le llamaba Antonia-, pasando el dedo por entre los resquicios de maderas y mármoles horriblemente combinados, en los que siempre había polvo. La bañera era vieja y desportillada, con patas de león barnizadas de blanco amarillento, y tenía grandes lacras negras, como estigmas de una mala raza. En las paredes resaltaban manchas de herrumbre y humedad formando raros continentes, lágrimas de vejez y abandono. El agua verdaderamente caliente tenía que subirla Antonia en jarras de porcelana, desde la cocina. Oí cómo trajinaba y la imaginé, como siempre, entre nubes de vapor que empañaban el espejo y le daban un aire aún más irreal y misterioso. "Alicia en el mundo del espejo", pensé, más de una vez, contemplándome en él, desnuda y desolada, con un gran deseo de atravesar su superficie, que parecía gelatinosa. Tristísima imagen aquella -la mía-, de ojos asustados, que era, tal vez, la imagen misma de la soledad.
Antonia volvió arrebolada, con Gondoliero, desesperadamente azul, sobre su hombro derecho.
Sentada al borde de la cama, balanceé las piernas. La cama alta, como colgada del techo, me producía vértigo. En la hora del duermevela la imaginaba como una barca flotando en un mar de niebla, en ruta hacia algún lugar al que no deseaba ir. Llevaba aún el camisón áspero, blanco, del Colegio de Nuestra Señora de los Ángeles, con sus números bordados en rojo sobre el hombro derecho: 354, 3.° A. Parecía un piso. Las sombras de Antonia y Gondoliero entraron en la zona de la pared.
– ¿A dónde vais Borja y tú? -dijo Antonia, mirando mis piernas quemadas por el sol y llenas de arañazos, con un esparadrapo en la rodilla derecha.
– Por ahí -contesté, bostezando.
Se acercó, hundió sus manos en mi cabello y empezó a pasarlo entre sus dedos, como si fuera un chorro de agua.
– Ni un rizo, ni una onda… -comentó.
Gondoliero se posó sobre la colcha y luego correteó por el dosel. Antonia puso sus manos sobre mis hombros:
– ¡Qué delgada! Estás enferma, pobre niña. Deberían cuidarte. Sí, sí, Dios mío, deberían cuidarte.
¿Quiénes, pensé, eran los misteriosos personajes que deberían cuidarme? No se debía referir a la abuela, con seguridad.
– ¡No estoy enferma! ¡Qué pesada!
A las diez y media salimos hacia Santa María. El sol brillaba fieramente y el jardín apenas estaba mojado. Sólo una charca, en la que picoteaban unos pájaros, denunciaba la tormenta de la noche. La abuela señalaba con su bastón los arbustos y las flores, comentándolos con tía Emilia. Llevaban las dos mantillas de blonda, y la abuela el collar de perlas de dos vueltas. La tía Emilia vestía un traje chaqueta, de brillante seda negra, que acentuaba la anchura de sus caderas. La abuela, mirando a Borja, dijo:
– Es lástima que los muchachos crezcan. A esta edad no se visten ni de hombres ni de niños. ¡Nada se puede comparar a las marineras! ¿Verdad, Emilia? ¿Te acuerdas de Borja, que encanto con su marinerita blanca? ¡Parece que fue ayer!
Sonreí de reojo a Borja, y él dedicó a su abuela una de sus miradas más dulces, mientras decía entre dientes: "Tú, dentro de tu corsé, atrapada como una ballena".
El jardín estaba muy descuidado, y la abuela se lamentaba de ello.
– Pero -dijo- corren malos tiempos para ocuparse de estas cosas. Vivimos días de recogimiento y austeridad.
La verja estaba abierta y Es Ton, con el sombrero de paja en la mano, nos miraba. Tenía un ojo tapado por una nube y le faltaban dos dientes. Mirándole me acordé: "Ella me defendería, ella me defendería". La abuela pasó solemnemente ante él, haciendo crujir el suelo. Tenía los pies inverosímilmente pequeños pero sus huellas se marcaban en la tierra, aún blanda por la lluvia. El sol hacía brillar las hojas de la higuera. Me acerqué hacia ella, despacio, fijos los ojos en su copa. (Sí, allí estaba el gallo, quieto y blanco.) La higuera aún húmeda, con racimos diminutos de gotas, brillaba en el envés de sus hojas más escondidas. Sentí sobre mí la sombra amarilla de la casa. En aquel momento la sombra de oro entraba en la higuera y la conservaba fresca. Y allí estaba el misterioso gallo escapado de Son Major, blanco y reluciente. Sus ojos coléricos, levantados sobre las ramas, nos miraban desafiadoramente. La abuela llamó:
– ¡Matia! ¡Matia!
Me volví despacio. Me invadía una sensación rara de deslumbramiento, de miedo. La abuela se volvía hacia mí, como una mole redonda y negra, como una piedra a punto de rodar.
– ¡Matia, Matia!
Siguió llamando, o a mí me lo parecía: no podía saberlo. El sol, muy cerca de mí, levantaba un fuego extraño del árbol, de las hojas, de las redondas pupilas del gallo. Alcé los ojos y el cielo no era rojo, como parecía, sino, más bien como un techo de hojalata mojado por la lluvia.
– ¡Matia!
La abuela me miraba con sus ojos bordeados de humo, bajo la onda blanca que resplandecía al sol. (Antonia decía: "Qué hermoso cabello tiene la señora".) En aquel momento, Antonia (con su velo casi tapándole los ojos y la peca, como una araña, encima del labio) decía:
– No se encuentra bien. Ya la vi pálida anoche. No está bien esta niña.
El Chino se me acercó. En los cristales verdes de sus gafas el sol se hacía pequeño:
– Señorita Matia, se lo ruego. Su señora abuela le aguarda. El Te Deum está anunciado para las once.