Entonces volví a verlos, en grupo ante la verja, esperándome. Miré a la izquierda, hacia el principio del pueblo y las primeras casas de la plaza. La cúpula de mosaicos verdes de Santa María relucía al sol, como dorada. Era un verde flamígero, cruel en la mañana. Como un grito.
– Ese gallo de Son Major siempre viene aquí -dije. Y empecé a andar hacia ellos.
– Cierto -asintió el Chino-. Siempre viene aquí a ese árbol.
– Es muy misterioso -dijo la abuela. Cruzamos la verja, y Ton, con su ojo blanco, me miraba con fijeza, cruelmente.
– La niña -iba diciéndole tía Emilia a la abuela-, pobrecita, está enferma. Hemos de vigilarla…
– Ah, sí -la abuela levantó de pronto las dos manos y sostuvo un momento la mantilla sobre su onda blanca-. A estos pobres niños no les ha tocado vivir una buena época… ¡Arruinados y en guerra! ¡Dios mío, Dios todopoderoso, qué congoja!
La campana de Santa María se lanzó, como un alud de gritos sobre el pueblo, sobresaltadamente. Como trizadas palabras, como mil lamentos esparcidos al aire, o destempladas quejas. (Despertaban el silencio, sólo hollado por las botas negras de los Taronjí.)
Pasamos por el barrio artesano, detrás de la plaza. Estaba silencioso, y en sus piedras pulidas Borja resbaló.
– Cuidado, ángel mío -dijo la abuela.
El Chino tomó a mi primo por el codo.
No era domingo pero había algo que lo parecía. La fragua estaba silenciosa. El portal del zapatero y la tienda de los Taronjí, tenían los maderos puestos en su ventana-escaparate. Delante de nosotros, una mujer de negro, echándose el velo sobre la cabeza, corría como si deseara atrapar las últimas notas de las campanas. Al final de la calle se abría la plazuela de la iglesia, con su fuente central en la que bebían los cerdos y a la que trepaban los niños para salpicar con la mano a las mujeres, en la que se posaban las palomas de mi abuela, recorriendo el pueblo, hacia Son Major, como relámpagos azules. Detrás de la fuente se alzaba Santa María, grande y dorada. Las puertas del templo estaban abiertas, y por las gradas de piedra subían los últimos fieles. De pronto calló la campana y hubo un estallido de silencio. Entre la tía Emilia y el Chino ayudaron a subir las gradas a la abuela, cogiéndola cada uno de un brazo, como si levantaran una gran tinaja por las asas, con infinito cuidado, para que no se derramara el aceite. (Y eso era la abuela: como una rica sustancia que todos apreciaran, aunque la tinaja fuera vieja y basta.)
A la puerta del templo varios hombres se descubrieron y algunas mujeres inclinaron la cabeza. Borja y yo, cogidos de la mano, les seguíamos. La tía Emilia llevaba la media derecha con la costura torcida.
Sobre el arco de la gran puerta dorada, que estaba abierta, había escudos de piedra y las cabezas de los cuatro evangelistas. Por encima de la cúpula de mosaicos verdes, arrancándoles un llamear dañino, estaba el sol, rojo y feroz en medio del cielo pálido. Y me dije: "Casi nunca es azul el cielo". Una cruel sensación de violencia, un irritado fuego ardía allá arriba: todo invadido, empapado, en aquella luz negra. En los batientes de la puerta relucían racimos de hierro. Dentro, la humedad negroverdosa, como de pozo, se pegaba al cuerpo. En el enorme paladar de Santa María había algo como un solemne batir de alas. Y me dije si acaso en la oscuridad de los rincones anidarían murciélagos, si habría ratas huyendo o persiguiéndose entre el oro de los retablos. También la casa de la abuela era sombría y sucia. (Se quejaba Antonia de que era demasiado grande para sólo dos mujeres y únicamente limpiaban las habitaciones habitadas.) Había telarañas y polvo en las porcelanas, la plata y la vajilla que regaló el rey al bisabuelo, cuando se casó. Y en la vitrina, en las resplandecientes estatuillas de jade, y arriba, en el enorme y misterioso cuarto de baño (con su espejo inclinado y nuboso, como la puerta de un complicado mundo, y su ruido de cañerías que siempre reventaban en invierno), y abajo, en el huerto, con las hormigas; y en la casa toda con sus goteras y el viento, allí, en los rincones de la nave, había el mismo viento mojado. Y en la casa de la abuela igual mezcla de olores: madera, verdín, sal. Y las flores. (En la escalerilla de piedra, donde yo solía sentarme, cuando Borja no me quería llevar con ellos, tras la pared amarilla de la casa cubierta de espesas madreselvas, se abrían los gladiolos rojos). Dentro de Santa María, las fascinantes vidrieras de colores, estallaban entre la negrura y el moho, altas y resplandecientes en la oscuridad, ávidamente lamidas por el sol. Especialmente aquella, con su delgado Santo de manos unidas y clavos en los pies. Un rayo de luminoso rojo caía al suelo, como una mancha de sangre. Y un destello del sol, igual que una mariposa de oro, voló de un lado a otro de la bóveda. Mossén Mayol cantaba:
– De-un Lau-da mus: te Dominum confi-te-mur…
La abuela me zarandeó, discretamente pero sin blandura. Sus dedos se clavaban en mi hombro derecho. Luego me quitó el libro de las manos. Era un grueso misal que me regalaron al ingresar en Nuestra Señora de los Ángeles, con sus cantos de oro, que solía repasar con la yema de los dedos, porque dejaba un polvillo como el de las alas de las mariposas, que yo frotaba contra los párpados y los dientes (pero en los dientes no conseguía adherirlo nunca). Abrió el misal por donde la cinta verde y dijo: "Lee". El sol lucía fuera como un rojo trueno de silencio, mucho más fuerte que cualquier estampido. Levanté los ojos a las vidrieras, sin poder leer. Allí estaba el Santito que se parecía a Borja, con sus rizos como racimos, y el poderoso San Jorge, grande y lleno de oro, sobre el apabullado dragón. El Chino y Borja leían devotamente en sus misales.
– … Ti-bi Che-ru-bin et Se-ra-phim in-ces-sá-bi-li vo-ce procla-mant: San-ctus: San-ctus San-ctus…
El Chino dijo una vez que la capa pluvial tenía trescientos años. Era blanca, con bordes y flecos de oro, y relucía en la oscuridad (como las alas abiertas y majestuosas del gallo de Son Major, empapadas aún de la tormenta, sobre las hojas aterciopeladas).
Se me durmió la pierna derecha y la froté con el tobillo izquierdo. La abuela me pasó el misal y me miró con dureza. Incliné la cabeza sobre el libro y cerré los ojos. Tenía hambre. Con las prisas no tuve tiempo de desayunar. Me dije que, cuando creciera, haría como tía Emilia, que fumaba lentamente, sentada en la cama, hasta las doce del mediodía, mirando las fotografías y los titulares de los periódicos. Todas las voces se levantaron. El sol reverberaba en los cristales de colores, como si quisiera entrar a través de las vidrieras. Sobre el paladar negro de la nave estaba el sol, y nosotros, pensé, como Jonás, dentro de la ballena, con sus enormes costillas. Imaginé la quemazón verde de la cúpula, como un gran puzzle de oro y arco iris:
– …Te Marty-rum candi-da-tus Laudat ex-er-ci-tus…
La guerra", me dije, "¿qué cosa será, verdaderamente, la guerra?". Estaba todo tan quieto. Y aquél pidiéndonos la barca. Y los Taronjí. Decían que eran primos: el chico se llamaba Manuel Taronjí. Y Malene, con su bonito pelo rojo, suave y largo, al sol. Siempre el sol, allá arriba. Y el tío Álvaro. ¿Y mi padre? ¿Y mi madre? "También gritaba por la noche". Bueno, ¿y qué? Nunca venían a verme. ("Tus padres estaban divorciados, ¿verdad?", me preguntó Juan Antonio, sentados ambos en la escalera de piedra, debajo de las madreselvas. "No es verdad". Pero él se reía con una malicia que yo no entendía del todo. Me puso la mano en la rodilla y empezó a acariciarla. La falda se levantó un poco, sólo un poco: vi mi rodilla tostada por el sol, redonda y suave -nunca pensé que pudiera ser tan bonita, hasta aquel momento-, y de pronto, no pude resistir su mano sudorosa. Decía: "Tu madre…". No le entendí bien. Estaba obsesionada por su mano, que me repelía como un sapo. ¡Y tenía los labios tan repugnantemente encarnados! Le di un empujón brutal, y fue contra la pared. Las flores, a nuestro lado, exhalaban un gran perfume. De abajo llegaba un chorro de luz verde, como si el mar estuviese allí mismo, al volver la esquina de la casa. Pero no era cierto.) Mi madre era una desconocida, sólo una desconocida. Y yo, después de su muerte, tan lejos, en la casa del campo que decía la abuela que se caía a pedazos, viviendo con el aya de mi padre. Llegaban paquetes con juguetes: el Teatro de los Niños y aquel payaso de trapo tan alto como yo; y aquel cuento: "¿Por qué no tenemos las sirenas un alma inmortal?" No la tuvo, no la tuvo, y se convirtió en espuma. "Y cada vez que con sus pies desnudos pisaba la tierra sentía como si se le clavasen cuchillas afiladas y agujas"…