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– …quos pre-ti-o-so sanguine rede-mis-ti…

La Joven Sirena quería que la amasen, pero nunca la amó nadie. ¡Pobre sirena! ¿Para eso se tuvo que parecer a los humanos? Pero no era una mujer. Levanté los ojos y busqué alguna plegaria. "Mis amigos…", empecé a decir; y me corté. "¿Qué amigos, Dios de los Ejércitos, qué amigos son esos?"

(Acaso, sólo deseaba que alguien me amara alguna vez. No lo recuerdo bien.)

6

En casa del alcalde había "refresco". Así le llamaban, por lo menos.

Fuimos al salir de la iglesia. Estaban los dos hermanos Taronjí, aunque el pequeño -el Chino lo dijo- no tenía propiamente cargo oficial. Mossén Mayol, el alcalde, su mujer, otros mandones del pueblo y el vicario.

Mossén Mayol y la abuela reinaban, despreciaban y callaban. Llegamos a la casa del alcalde, cortejados por todos ellos, envueltos en sus voces y reverencias. Luego, en el patio, nos reunimos alrededor de una mesa donde brillaba el cristal de las copas. El Chino se mantuvo apartado, con su vaso en la mano, asediado por un par de moscas. Era un horrible vino dulce que nos dejó los labios pegajosos. Borja y yo nos miramos de reojo y él hizo una mueca, doblando los labios hacia abajo. La alcaldesa había puesto una parra en el patio y la abuela la señaló.

– ¿Quién pensó eso? -dijo, con una vaga envidia.

Y su dedo indicaba la pérgola donde los diminutos racimos, de un verde muy pálido, casi se confundían con las hojas. Alguien levantó la cabeza y empezó a hablar de cuando madurasen. Borja y yo nos sentamos en el banco, junto al muro de piedra encalada. La abuela hablaba con el alcalde, y por dos veces los Taronjí quisieron dirigirle la palabra. Pero ella fingía no verles.

El Chino seguía aparte, quieto. Al fin, una de las moscas cayó en su vaso. Alrededor de la mesa, la alcaldesa bullía igual que un moscardón zumbante. El sol caía en el patio, como en un pozo. La mesa estaba cubierta por un mantel de hilo blanco, con los dobleces muy marcados, como de estar guardado años sin desplegarse. Y las copas de cristal azul aparecían llenas hasta rebosar también, de aquel sol rabioso, mezclado al resplandor del vino, rojo como la caoba. Debajo del banco, a nuestros pies, se abría paso una hilera de hormigas. Borja las mataba una a una, despacito. La alcaldesa ofrecía una bandeja con pastas. Hablaban de la guerra, de la victoria. Sobre el balcón la bandera caía lacia, sin viento.

Tras la pared sonaron voces, pero los del patio no oían nada. Borja se puso de pie en el banco, y yo le imité. El borde del muro estaba erizado de pequeños cascotes afilados como dientes, prestos a desgarrar la carne. ("Iguales que las de Son Major", dijo el mayor de los Taronjí, mirando a la abuela e irguiéndose en su maloliente guerrera.)

Los vimos por entre los afilados cascotes de vidrio, que me llegaban justamente a los ojos. Iban los tres por el camino: Malene, Manuel y el muchacho pequeño. Pasaban en silencio, con los zapatos manchados de barro, como si vinieran de algún lugar sombrío, de escarbar bajo la corteza de la tierra, donde aún no se habría secado el aguacero de la tormenta. Desaparecieron detrás de las encinas y volvieron a asomar, más cerca ya. Iban con sus trajes de siempre, y no de luto. Uno al lado del otro entraron en la calle. Como esperándoles salieron a la calle la herrera -madre de Guiem- y otras dos mujeres, cuyas voces empezaron a levantarse, destempladas. Pero ellos -Malene, Manuel y el muchacho- no decían nada, y por donde pasaban renacía el silencio, de un modo extraño, casi mágico. No pude ver más por entre la hilera de agudos vidrios. En aquel momento pasaban al otro lado del muro, y sólo oímos sus pisadas en las piedras de la calle. Apenas se alejaron, renacieron las voces airadas de la herrera, y de las otras mujeres: "Es una vergüenza exhibirse así", decían. "Por supuesto, no lo habrán enterrado en cristiano…" "¡Cómo iban a atreverse!"

– Tienen los zapatos manchados de barro -dijo mi primo, con voz opaca-, pero no vienen del cementerio… ¿Dónde lo habrán enterrado?

El sol dañaba los ojos, entre el verde, el ópalo, el diamantino resplandor de los cascotes. Suavemente, pasé la yema del dedo por sus bordes afilados como navajas. Los ojos me dolían de tanta luz.

El Chino se acercó, por detrás:

– Bajen, por favor… por favor…

De un salto Borja volvió al suelo. El sol se hacía verde y rubí por entre aquella dentadura feroz.

– ¿Se darán bien las uvas aquí… como en Son Major? -preguntaba la alcaldesa, con voz algodonosa.

Con dos dedos, el Chino sacó de su vaso la mosca ahogada. La echó al aire, y se pegó contra la pared, rezumando una gota de oro.

LA ESCUELA DEL SOL

1

Las tempestades no me asustaban. Me gustaba el trueno, atravesando el pueblo desde la montaña al mar, rodando declive abajo. Pero al viento le temía y, antes de que empezara, lo presentía como el roce de un animal que trepara por la pared. Me despertaba en la oscuridad. El espejo brillaba y sentía como un soplo recorriendo el cuarto. A veces, me daban un miedo parecido las flores que surgían inesperadas, de los pequeños jardines y huertos, tras las casas del pueblo: como denunciando algún misterio de bajo la isla, algún reino, quizá, bello y malvado.

(Un día que yo pedí ir a la orilla del río, dijo el Chino: "No hay ni un río en la isla". Ni un río, ni un río. Si algo hubo hermoso en mi pasado fueron las tardes verdes del río, a la hora de la siesta, o al atardecer, o en la mañana de oro. Los juncos, el cañaveral, las rocas lisas de la orilla, como playitas de piedra.)

Tras la fragua del padre de Guiem, tras los cristales de aquella puertecita que cerraba mal, pintada de azul, estaba el jardín-huerto, que su madre cuidaba con mucho afán. La madre de Guiem era una mujer gorda, que se sentía muy halagada de que Borja y yo -¿yo, también?- fuéramos a su casa.

En la isla conocí el sol, que hacía temblar a las flores en el jardín de Guiem, que atravesaba la niebla para convertirse en un fuego húmedo y lento evaporándose sobre los cálices de las flores. Las flores de la isla eran algo insólito. Nunca vi flores tan grandes ni de tan vivo color (las de mi tierra eran unas salvajes florecillas de color morado, blancas, o de un asustado amarillo entre las altas hierbas, los árboles y el rocío blanco). Estas flores, en cambio, como nacidas de las piedras, lo dominaban todo: el aire, la luz, la atmósfera. Me parecía tan raro que nacieran allí, de aquel suelo, en todas partes: en el sendero, en el declive, junto al pozo de nuestra casa, con su dragón cubierto de musgo y hierros forjados, rojos de orín. A veces, cuando Borja decidía unos días de paz, íbamos a la fragua de Guiem, a su huerto-jardín.

Dos días después de lo ocurrido con Manuel en Santa Catalina, Borja nos llevó calle arriba:

– Vamos a la fragua. Quiero hablar con Guiem.

– ¿Va a haber tregua?

– Sí.

El Chino pretendía seguirnos, y era penoso oír a nuestra espalda sus pasos precipitados y su jadeo: "No está bien de los bronquios", había dicho Antonia.