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Y nosotros éramos: Borja, el que mandaba; Juan Antonio, el hijo del médico, y los dos hijos del administrador de la abuela, que vivían ya fuera del declive, al principio del pueblo, en una casa con jardín y huerto grandes. Se llamaban León y Carlos, tenían dieciséis y catorce años, y eran dóciles de carácter. Durante el invierno estudiaban con los frailes. Iban con Borja porque su padre se lo mandaba, pero me parece que pensaban de manera distinta a la nuestra. Sobre todo Carlos, el pequeño, era muy aficionado al estudio, y coleccionaba insectos en una caja. Usaba gafas de concha y tenía la barbilla resbalada. Los dos olían a pan, y casi siempre tenían los dedos manchados de tinta, porque su padre les obligaba a estudiar aún en vacaciones, igual que la abuela a nosotros. El pequeño Carlos decía: "Seré ingeniero de Caminos". Y Borja se encogía de hombros. León era más golfo y muy hipócrita. Los dos parecían devotos, o por lo menos lo fingían, para complacer a su padre, y su padre lo hacía para complacer a la abuela. (En la isla todo iba así.)

En la fragua de Guiem se respiraba algo dañino, en las sombras alargadas del suelo, en los golpes del yunque y el jadeo del fuelle. Guiem, con el torso desnudo y las costillas salientes como la Joven Simón, sudaba, con el pelo pegado a las sienes, encendido. Afuera las flores y el pozo, el olor a moho. Y su madre, la herrera, con el delantal lleno de tomates, maduros unos y verdes otros, y el zumbido de las abejas entre las varas que separaban el jardín del pequeño huerto. Y aquella pasta amasada, extendida en una lata, donde ponían arenques y pedazos de pimiento, verduras y aceitunas negras, que la madre llevaba al horno de la tahona para que la cocieran. Era como si llevase un pedazo de jardín, o una huerta enana, donde resaltaba el verde crudo.

Tres casas más arriba, estaban el taller del carrero y Toni. En el patio del carrero no había flores, sólo un pequeño huerto con alguna verdura, y el pozo. Solía haber mucho polvo y en el aire una lluvia de serrín, como un enjambre de oro, flotando entre los rayos del sol. Toni el de Abres. Le recuerdo siempre contra la pared del patio, debajo de un cielo limpio que reverberaba en la piedra blanca, con un instrumento cortante en la mano raspando un pedazo de madera. Apoyado, descalzo, con las pestañas llenas del polvo de serrín y los ojos entrecerrados; su pelo de color de corteza de pan, mate, sin brillo alguno, cayéndole a ambos lados, diciendo: "Bueno, si va Guiem, iré yo". Su padre era hermano del carpintero, el padre del malvado Ramón. Pero Toni y su primo no se llevaban bien. Nunca les vi hablarse.

Los días de tregua entre Borja y Guiem solía imponerlos Borja, no ellos. Y en esos días había una causa común: ir al Port, al café de Es Mariné, para jugar a cartas, y gastarse el dinero jugando o comprando a Es Mariné cosas que secretamente escondía y decía tener de contrabando. Es Mariné se traía mucho misterio con los chicos, y siempre hablaban a medias palabras que yo no entendía. A veces Es Mariné les ganaba todo el dinero, y se quedaba riéndose y mirándoles de modo burlón y congestionado, mientras liaba el cigarrillo. Siempre tenía algo prohibido que vender (hasta, en cierta ocasión, cigarrillos de opio) y solían alquilarle la motora, para ir con ella al Naranjal. Únicamente a Borja no se la dejaba Es Mariné, porque decía que no era buen marinero, si no le acompañaban Guiem o Toni. Ni por todo el oro del mundo, decía, se la dejaba a él solo. Borja necesitaba entonces recurrir a ellos, porque le gustaba mucho ir al Naranjal, y pasar en él tres días enteros.

Durante las primeras vacaciones sólo me llevaron un día, y eso regresando por la noche a casa. La abuela decía que era ya demasiado crecida para ir al Naranjal sola con ellos y pasar tres noches fuera de casa. (Como si no fuera sola con ellos siempre.) Pero el detalle de pasar las noches fuera de casa parecía muy importante. Dos de las veces que fueron al Naranjal les acompañé hasta el Port, a despedirles, sin que la abuela lo supiese. Luego volví a casa, en la Leontina, odiando ser mujer. La abuela no se enteró nunca. Les recuerdo en la motora, descalzos, llenos de alegría: el Chino sentado, con las rodillas juntas, junto a la cesta de la merienda, brillando sus gafas verdes. Las gaviotas, como gallardetes, gritaban al borde de las olas.

Aquel día también les acompañé al Port. (Antes, desesperada, pedí permiso: "Abuela, déjame ir con ellos al Naranjal". "¡Nunca, qué locura, nunca! ¡Una jovencita con esos muchachos! Y algunos de ellos, de la catadura de Guiem". "Pero va el Chino…" "¿Y qué tiene que ver?")

En el café de Es Mariné estaba el altillo donde sólo dejaban subir a Borja y a Guiem. Borja sabía que Guiem y Es Mariné -que tenía más de cincuenta años y que era bajo, con la espalda y el pecho abultados-, tenían secretos comunes. Se reunían en la gran terraza sobre el mar donde venían al atardecer los hombres del Port. Es Mariné ponía vasos encima de la mesa. Vendía vino, aceitunas, latas de conserva. A veces, daba de comer a los forasteros, si le avisaban con tiempo. Los del Port eran gentes muy pobres que sólo vivían de la pesca. Todos sabían que Es Mariné y varios de los que iban a comer a aquella gran terraza sobre el mar, se dedicaban al contrabando. Borja decía: "Guiem conoce las grutas donde van con las barcas y dejan los sacos con el alijo. Luego, ellos van a buscarlo". Dicho así me parecía demasiado sencillo para ser una cosa prohibida. Había muchas grutas por aquella parte. Guiem y Es Mariné eran muy amigos, y viéndoles hablar me daba cuenta de que Guiem era más viejo, muchísimo más viejo que Borja y que yo. Y no era precisamente por la edad, sino, quizá, por el modo como entendía a medias palabras todo lo que nosotros no alcanzábamos. Hasta en una sonrisa, parecía que Guiem tuviese más años que Borja, aunque sólo fuera uno mayor. Quizá por eso Borja inventaba los días de tregua, e iban todos juntos al Naranjal. Si hacía bueno, nos sentábamos sobre rollos de cuerdas y sacos en la terraza del café de Es Mariné. Es Mariné tenía varias jaulas con loros, a los que daba pedazos de carne pinchados en un hierro. En cuanto nos veían, hablaban todos a la vez, como insultándonos. Es Mariné vivía solo y él mismo guisaba. A menudo comíamos con él, y nos servía en una gran fuente, donde metíamos en común la cuchara. Sólo miraba con el ojo derecho, mientras el izquierdo se le escondía extrañamente bajo la ceja. Siempre nos preguntaba por la abuela, con mucho respeto. Al Chino apenas le dirigía la palabra, y se reía cuando Borja le mortificaba. Borja hablaba con Es Mariné del señor de Son Major. Es Mariné sabía muchas historias suyas, diferentes de las que oíamos a Es Ton y a Antonia, que hablaban de él como del diablo. Es Mariné quería mucho al señor de Son Major. Borja escuchaba con extrema atención, y el Chino, a su pesar, también. Me acuerdo del color de la tarde, en la terraza sobre el mar, con los loros chillándonos desde las jaulas. Y de cómo la luz se volvía azul y oro sobre los vidrios de la puerta. Es Mariné, sentado entre nosotros, decía que Jorge de Son Major era pariente de Borja -no decía que mío también- y miraba burlonamente a mi primo, que le escuchaba con la boca un poco abierta y los ojos brillantes.

– Y tú, Borja, ¿vas a ser como él? ¡Cá, tú que vas a ser como él! ¡Tendrías que nacer otra vez!

Nadie hablaba a Borja -que sonreía sin saber qué contestarle- como Es Mariné. Aún me parece estar viéndole, arrodillado sobre los sacos, mirándole. El viejo sostenía el cigarrillo en su mano, parecida a un enorme cangrejo. Escupía en el suelo y se reía. De su ojo izquierdo, congestionado, nunca acababa de caer una lágrima. Y decía:

– Cá, tú que vas a ser como él.

Yo comprendía que Borja, mientras sonreía con dulzura, temblaba de odio, de envidia y de rabia. Y si algo había en el mundo que deseaba -y no sabía aún cuánto, ni a qué precio- es que algún día hablaran de él como de Jorge de Son Major, y que Jorge de Son Major le dirigiera alguna vez la palabra. Y aunque algunos, como el mismo Ton, nos hablaron de Jorge de Son Major de forma muy distinta que Es Mariné, creo yo que estas versiones aún estimulaban más a Borja. (Cierta noche, allí en el patio, mientras quitaban la cáscara de la almendra, Es Ton, muy parlanchín, nos contó cosas en voz baja, con el aire de secreto que tanto nos seducía: "Este Jorge de Son Major, era un loco, endemoniado. Nunca quiso saber nada de los de aquí, ni tuvo un solo amigo de este pueblo, ni de su clase. Iba a buscarse los amigos por ahí, por esos mares: ¡qué amigos, si tenían todos aire de piratas! Es Mariné se enroló en el Delfín, se fue con don Jorge por esos mundos de paganos… Sí, don Jorge estaba loco, loco de remate: o más bien, digo yo si se le habría metido un diablo en el cuerpo. Su padre le mimó demasiado, eso es. Solamente veía por sus ojos. Y el pobre viejo se murió solo, en Son Major, llamándole, llamándole… mientras él rodaba como un trueno por aquellas malditas islas. Cuando volvió, ya estaba enterrado el pobre viejo, y él no le guardó luto, ni siquiera le pagó unos funerales como manda Dios… ¡Ay, no! Fue mucho peor. Llenaba la casa de mala gente, y dicen que en esa casa, con el viento del diablo dentro, se armaban unas horribles bacanales. Y dicen que una noche vieron entrar al diablo, embozado en su capa y con gafas negras, y oyeron carcajadas horribles, desde el acantilado. Nadie quería acercarse al Delfín. Estaba embrujado. Los del Port contaron que resplandecía en la noche, con una luz infernal… ¡Dios sabe lo que ocurría allí dentro! Y aquí, una mujer que no quiero nombrar, una señora muy principal de la ciudad, abandonó a su marido para huir con él. Nunca se ha sabido más de ella, como si la hubiera tragado el infierno. Estaba embrujado para las mujeres: se volvían locas y acababan marchándose con aquel diablo. ¡Tenía horrorizada la isla! Y esposas… Se le conocieron hasta cuatro. Una de ellas no era de raza cristiana; tenía la piel oscura, y hablaba de un modo que nadie entendía. Él, no paraba ni un mes aquí: vivía siempre en el Delfín, como en un barco fantasma, sin trabajar, y sólo gastando, gastando, en sus tonterías y locuras. Iba perdiéndolo todo, malgastando su dinero de mala manera… Pero, hijitos, el tiempo es cruel. El tiempo pasa para todos. Ahí está, ahora: enfermo, envejecido, y sin un solo amigo… Los niños le tienen miedo, porque sus madres les dicen: si no eres bueno te llevará el señor de Son Major. Es el castigo de Dios. Todo pasa en la vida, jovencitos. Todo pasa.)