Contra la cara espesa de la abuela, el hermoso rostro de Mossén Mayol, y la impenetrable espera de tía Emilia; contra el duro corazón, tras los pliegues del traje de Antonia, tenía yo formada otra isla, sólo mía. Nos dábamos cuenta de algo: Borja y yo estábamos solos. A menudo, ya en la noche, golpeábamos la pared tres veces. Él saltaba de su cama y yo de la mía. Sigilosos como duendes, atravesábamos pasillos y habitaciones, y nos encontrábamos en la logia.
Resplandecía el cielo entre los arcos, y había en la oscuridad del artesonado misteriosos y fugaces destellos. "No me podía dormir." "Yo tampoco." Echados de bruces en el suelo para que no se nos viera desde las ventanas, fumábamos en silencio. Entre la piel y el pijama llevaba mi muñeco negro vestido de arlequín, estropeado y sucio, que nadie conocía. Me sacaba el caramelo de bajo el paladar, ensalivado y pegajoso, y lo tiraba. Mi boca olía a menta, y él decía: "¿Qué es lo que masticas, chicle o un caramelo?" Me avergonzaba cualquiera de las dos cosas, y contestaba: "Es la pasta de dientes, que huele así." Y seguíamos callados, fumando los Muratis de la tía Emilia. A veces él comentaba: ¡Cuándo acabará esto! ¿Quién crees tú que ganará la guerra? A mí me parece que los nuestros, porque son católicos y creen en Dios." "No sé" – decía yo-, "No sé quién ganará, eso nunca se sabe." A menudo él recordaba cosas: "Sabes, nosotros teníamos allí una casa muy bonita. Yo iba al colegio…" Hablaba de su tierra y de sus amigos, y yo le escuchaba sin entenderle bien. Pero me gustaba el tono de su voz. Miraba hacia los arcos y el cielo, y pensaba: "Mauricia". (El huerto, la casa de mi padre, el bosque y el río, con sus álamos. ¡El río, con sus remansos verdes y quietos, como grandes ojos de la tierra!) Estábamos tan indefensos, tan obligados, tan -oh, sí- tan lejanos a ellos: al retrato del tío Álvaro, a los Taronjí, al recuerdo de mi padre, a Antonia, al Chino… Qué extranjera raza la de los adultos, la de los hombres y las mujeres. Qué extranjeros y absurdos, nosotros. Qué fuera del mundo y hasta del tiempo. Ya no éramos niños. De pronto ya no sabíamos lo que éramos. Y así, sin saber por qué, de bruces en el suelo, no nos atrevíamos a acercarnos el uno al otro. Él ponía su mano encima de la mía y sólo nuestras cabezas se tocaban. A veces notaba sus rizos en la frente, o la punta fría de su nariz. Y él decía, entre bocanadas de humo: "¡Cuándo acabará todo esto…!" Bien cierto es que no estábamos muy seguros a qué se refería: si a la guerra, la isla, o a nuestra edad. A veces, una súbita luz surgía de una habitación, y el foco amarillo y cuadrado caía sobre nosotros. Y sentíamos una súbita vergüenza al pensar que alguien llegara, nos viera y preguntara: "¿Qué hacéis aquí?" Porque, ¿qué hubiéramos podido contestar? Contra todos ellos, y sus duras o indiferentes palabras; contra el mismo Borja y Guiem, y Juan Antonio; contra la ausencia de mis padres, tenía yo mi isla: aquel rincón de mi armario donde vivía, bajo los pañuelos, los calcetines y el Atlas, mi pequeño muñeco negro. Entre blancos pañuelos y praderas verdes y mares de papel azul, con ciudades como cabezas de alfiler, vivía escondido a la brutal curiosidad ajena mi pequeño Gorogó. Y en el Atlas satinado -de pie, medio cuerpo dentro del armario, escondida en su penumbra, oliendo la caoba y el almidón- podía ir repasando cautivadores países: las islas griegas a donde iba Jorge de Son Major, en su desaparecido Delfín, escapando, tal vez (¿por qué no como yo?), de los hombres y de las mujeres, del atroz mundo que tanto temía. En mi Atlas seguía, también, la guerra del tío Álvaro, sus ciudades vencidas ("Ha caído, ha caído". "Te Deum…"). La guerra donde mi padre se perdió, naufragó, hundió, con sus ideas malas. La guerra, allí en el mapa, en las zonas aún inconquistadas, lo absorbió como un pantano. Y de él, ¿qué quedaba? (Ah, sí, el pequeño Peter Pan, la Isla de Nunca Jamás, Las desgracias de Sofía… ¿De él? No, no. Él no sabía nada, seguramente, de la Isla de Nunca Jamás.) Y el recuerdo -allí, con la cabeza metida en el armario, la cintura doblada, el crujido de las páginas del Atlas en una menuda conversación- sólo llegaba, acaso, en el eco de su voz: "Matia, Matia, ¿no me dices nada? Soy papá…" (La pequeña estación de teléfonos del pueblo, y yo, alzada de puntillas, con el auricular negro temblorosamente acercado a la mejilla, y un nudo en la garganta.) ¿Con quién estaba hablando, con quién? ¿Con aquel que se olvidó en un cajón de la casa una maravillosa bola de cristal que nevaba por dentro? ("Fue de tu papá: le gustaba tanto cuando era niño hacerla nevar…".) La palabra padre estaba allí, encerrada en aquella bola de cristal blanco, como una monstruosa gota de lluvia que yo aproximaba a mi ojo derecho -el izquierdo cerrado- y, volviéndola del revés, nevaba. Sí, sólo aquella voz: "¿No me dices nada?" Y luego, la otra, de Mauricia, en el correo de la tarde: "Mira lo que te envía papá…."
(Dentro del armario, estaba mi pequeño bagaje de memorias: el negro y retorcido hilo del teléfono, con su voz, como una sorprendente sangre sonora. Las manzanas del sobrado, la Isla de Nunca Jamás, con sus limpiezas de primavera)… Pero vivíamos en otra isla. Se veía, sí, que en la isla estábamos como perdidos, rodeados del pavor azul del mar y, sobre todo, de silencio. Y no pasaban barcos por nuestras costas, nada se oía ni se veía: nada más que el respirar del mar. Allí, en la logia, apretaba a mi pequeño Negro Gorogó, que guardaba desde lejana memoria. Aquel que me llevé a Nuestra Señora de los Ángeles, y que me quiso tirar a la basura la Subdirectora, a quien propiné la patada, causa de mi expulsión. Aquel que se llamaba unas veces Gorogó -para el que dibujaba diminutas ciudades en las esquinas y márgenes de los libros, inventadas a punta de pluma, con escaleras de caracol, cúpulas afiladas, campanarios, y noches asimétricas-, y que otras veces se llamaba simplemente Negro, y era un desgraciado muchacho que limpiaba chimeneas en una ciudad remotísima de Andersen.
Contra todo, al regresar en la Leontina -desterrada por ser muchacha (ni siquiera una mujer, ni siquiera) de la excursión al Naranjal -, contra todos ellos, subía a mi habitación, sacaba de bajo los pañuelos y los calcetines a mi pequeño Negro, miraba su carita y me preguntaba por qué ya no le podía amar.
3
Borja era ladrón. No sé cómo adquirió este vicio, o si nació con él. El caso era que Borja no concebía la vida sin sus robos, continuos y casi sistemáticos. Particularmente, dinero. Robaba a su madre y a la abuela con habilidad y sentía un especial goce en el peligro, en el miedo a que le descubriesen. Claro está que la gran confianza que tenían en él, en su inocencia, en su supuesta nobleza, le hacía fácil el camino. Solía robar de la habitación de su madre. La tía Emilia era descuidada y muchas veces dejaba el dinero esparcido sobre la cómoda o sobre cualquier mueble, y luego se quejaba, plañideramente:
– El dinero se va de las manos, no comprendo cómo…
Robar a la abuela era mucho más excitante. Solía guardar el dinero en una cajita de metal, que deformaba nuestras caras y se empañaba con la respiración. La tenía en un estante del armario y ponía siempre encima, como si quisiera protegerla, el Misal y el estuche con el Rosario de las Indulgencias, traído de su viaje a Lourdes. Al lado, como un centinela, colocaba una botella de cristal llena de agua milagrosa, de la que de cuando en cuando bebía un trago. La botella tenía la forma de la Virgen, y su corona se desenroscaba a modo de tapón. Borja tenía que subirse a una silla -el estante resultaba demasiado alto para él, que era de corta estatura- y manipular largamente. Primero, apartar la Botella-Imagen, luego quitar el Misal y el estuche, y por último, darle la vuelta a la llave de la caja, abrirla y sacar el dinero. Los billetes estaban, por lo general, doblados como librillos, y debía entretenerse en extraerlos cuidadosamente y en volver a dejarlos en su lugar, para que no se notara. En el pasillo, junto al reloj de carrillón, yo hacía la guardia, vigilando la escalera por si se oían las pisadas de la bestia. En estos casos, como recompensa a mi ayuda, participaba del botín. Gran parte de él era invertido en cigarrillos de Es Mariné y en caramelos de menta para borrar sus huellas.